Dom 19.10.2003
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INSTITUCIONES

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A sus blasones más o menos reconocidos (más banderas arco iris que alemanas, casi tantas parejas homo como hétero, tres barrios especializados, la productora de cine porno gay más importante del continente y un alcalde que vociferó su homosexualidad en sesión parlamentaria), Berlín suma el Schwules Museum, el primer museo y archivo gay del mundo, una cueva recóndita, mantenida a pulmón, que ya hospedó muestras sobre la represión nazi y el cine porno gay, y baraja los nombres de Warhol y Nan Goldin para su colección permanente de arte.

POR ARIEL MAGNUS (Desde Berlín)

Berlín es sede del primer y hasta ahora único museo gay del mundo, el Schwules Museum, que además cuenta con un nutrido archivo sobre el tema. ¿No lo sabía? No se preocupe: muchos berlineses –incluso muchos berlineses homosexuales– tampoco lo saben o lo saben a medias, o escucharon algo, o les pareció oír que alguien decía... Para peor, la noticia tiene poco de novedad y mucho de anacrónica: museo y archivo abrieron sus puertas hace casi veinte años, en 1985. Debe haber más de una razón para esta aparente negligencia por parte del gran público. Seguro que su ubicación geográfica no es de las menos importantes.

EL PRIMER PATIO INTERNO
En el número 61 del arbolado bulevar, ahí donde uno esperaba encontrar la evidencia inmobiliaria del museo gay, sólo hay una entrada de garaje. Y a la derecha, pegado, un bar gay. ¿Será el museo el bar? No, pero por suerte los del bar gay de al lado saben dónde queda el museo gay de al lado y no tienen problemas en hacer pública la información. “Es que acá todos trabajamos juntos”, explica Gerrit Rohrbacher, vocero del museo. “El bar de al lado, la discoteca gay del sótano, la organización gay-lésbica que está del otro lado del patio, incluso los homosexuales que viven en el edificio: todo el complejo es como un centro gay.” Lo que no quita que el museo –dos pequeños ambientes sin ventanas en la planta baja– esté escondido en un patio interno. “No nos escondemos, al contrario: nuestro objetivo es hacer visible la vida gay a todos los sectores de la sociedad. Si estamos en un patio interno es porque el dinero no nos alcanza para más.”
Hasta el año pasado, el museo recibía del Estado 2 mil euros por año, una suma menos simbólica que humillante. Ahora que Berlín quebró, no reciben ni eso: deben financiarse con las entradas y el aporte de los 150 miembros de su Asociación de Amigos, además de los subsidios que logran obtener para las exposiciones o alguna herencia en dinero. “Lo bueno de esta independencia económica es que el Estado no nos puede decir qué podemos exponer y qué no”, destaca Rohrbacher. Conseguida a pulmón, esta autonomía es casi una marca registrada del museo desde sus comienzos. En 1984, un grupo de estudiantes hizo en el Deutsches Museum la primera gran exposición sobre homosexualidad que se vio en esta ciudad. “Tuvo tanta resonancia –recuerda Rohrbacher–, y se había juntado tanto material, que se decidió fundar el museo y el archivo.” La elección de Berlín como sede no obedeció sólo a razones de comodidad.
“El movimiento gay berlinés empieza en 1897, con la publicación de la revista gay El Independiente y la fundación del Comité Científico Humanitario. Pero Berlín fue siempre un centro gay, con mucha infraestructura, bares, etcétera. En los años veinte, durante la República de Weimar, ser gay era considerado moderno. Pensemos en Marlene Dietrich y el bar de travestis El Dorado (hoy un supermercado, no muy lejos del museo). Después de 1969, con la liberalización del párrafo 175, que condenaba la homosexualidad, se volvió a vivir un renacimiento. Esas épocas liberales, combinadas con la época negra del nacionalsocialismo, hacen de esta ciudad un centro gay con mucha historia.”
La exposición más ambiciosa realizada por el museo se abocó precisamente a evocar la fase negra que partió en dos el siglo liberal. Hace tres años, primero en Berlín, luego en el ex campo de concentración de Sachsenhausen, el museo se encargó de documentar, quizás como nunca antes, el destino de los 175 acusados de “abusos antinaturales” durante el Tercer Reich, que acabaron sus días en el “Rincón rosa” del campo. (Rincón rosa, precisamente, se llama hoy la editorial del museo.) Según Rohrbacher, “con esa exposición logramos que los perseguidos homosexuales fueran reconocidos junto a los otros grupos”. La exposición más exitosa tuvo lugar a principios de este año. Como es comprensible, el tema –cine porno gay– atrajo muchos más espectadores. Además de estas muestras históricas o documentales, el museo expone arte y biografías de homosexuales. A partir del año que viene, una exhibición permanente abarcará todo el primer piso, recién adquirido, con obras de Andy Warhol y Nan Goldin, entre otros. Para entonces, San Francisco ya tendrá su propia versión del museo. “Pero allá va a ser distinto. Ellos, antes de abrirlo, estudiaron el mercado”, comenta Rohrbacher, que festeja la posibilidad de tener un hermanito en Norteamérica. Clases de marketing y algo de know how en el show-business no les vendría mal a los de por aquí, aunque quizás sea mejor que nunca las tomen.

EL SEGUNDO
PATIO INTERNO
Más al fondo todavía, en el segundo patio interno aparece la escalera que lleva al archivo. En el piso de arriba, un improbable departamento de tres o cuatro ambientes alberga dos mil revistas, diez mil libros, otras tantas fotografías, posters y obras de arte, videos, cintas, etcétera. Consultado sobre los criterios de selección, Rohrbacher vacila: “Que tengan alguna conexión con el tema homosexualidad, no importa cuál. Hay desde menús de bares gay hasta chucherías kitsch”. Más drástico, uno de los empleados (todos ad honorem) agrega: “El criterio es que están acá. Por ejemplo: tenemos la biblioteca entera de una persona que se dedicó a juntar todos los libros donde aparecieran hombres desnudos: desde las estatuas de la antigua Grecia hasta revistas contemporáneas”.
Con el auge de los estudios de género, el archivo se convirtió en lugar de visita obligado para estudiantes y periodistas. “Cambió mucho la percepción desde el boom de los estudios de género, incluso para nosotros –reflexiona Rohrbacher–; de ser estrictamente un museo de homosexualidad masculina hemos pasado a considerarnos un museo gay-lésbico, bi y transexual. Formas de vida diferentes: eso es lo que mostramos a fin de lograr mayor tolerancia.” El objetivo es intachable, sin dudas, pero hay algo más. Berlín es una ciudad que cuenta con por lo menos tres zonas gay, y tiene tantos bares del rubro que la homofobia es un lujo sólo disponible para los abstemios, seres poco comunes por estos pagos, como se sabe.
Berlín, no importa por dónde uno camine, presenta más banderas arco iris que alemanas y casi tantas parejas homo como hétero. Berlín es la sede de Cazzo, la productora de cine porno gay más importante del continente. Berlín tiene de alcalde a Klaus Woworeit, que en una sesión parlamentaria supo ganarse no pocos votos declarando su homosexualidad. La frase que usó, tan exitosa que se peleaban después para patentarla, fue: “Soy puto, y está bien así”. Ser gay (así, en español, se titula una de las tantas revistas de la comunidad) no es, en Berlín, algo muy intolerable que digamos. Ese objetivo intachable, ¿no peca entonces de superfluo?
“No lo creo. El tema tolerancia y aceptación de formas de vida diferentes es siempre importante, no importa cuán liberal sea o parezca la sociedad de hoy en día. En las exposiciones sobre viejos actores vienen sobre todo mujeres mayores, y una y otra vez pasa que preguntan si pueden entrar solas al museo. Pensemos, además, que el período nazi llegó precedido de un momento de gran liberalidad: nunca es tiempo de recostarse a descansar, pensando que hemos logrado todo lo que queríamos lograr.”

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