Domingo, 26 de octubre de 2014 | Hoy
PLASTICA Los recuerdos que siguen vivos, la exuberancia del color y la recuperación del juego en la infancia: de todo eso está hecha Terribilitá, la nueva muestra de Miguel Ronsino, que desde su adolescencia de clase trabajadora en Chivilcoy viene fundando una visión poética del mundo que de alguna manera comparte con su hermano escritor, el novelista Hernán Ronsino.
Por Eugenia Viña
Allí estaban Miguel y Mafalda, terminando de preparar el almuerzo, mientras se preguntaban cuánto tardarían en llegar del montecito sus tres hijos. Hernán, Miguel y Javier se escapaban a su pequeña selva y entre árboles y pájaros vagabundeaban hasta cansarse. Chivilcoy invitaba al juego y los tres hermanos varones quemaban sus energías correteando con botas de goma que llegaban cargadas con barro y hojas.
Terribilitá es el testimonio intenso de Miguel Ronsino (Chivilcoy, 1968) sobre cómo es posible atesorar retazos de la infancia en lienzos de 200 x 150 cm, en los que a través del óleo incrusta toda la tensión de un recuerdo que sigue vivo: “Es mi infancia en Chivilcoy, los pibes en la calle, el monte enramado. La experiencia del juego”.
La palabra hace referencia al gesto fundante del Renacimiento italiano que alude a lo grandioso, la potencia, el vigor, lo temperamental, el exceso en la expresividad. Ronsino afirma que algo del desequilibrio exuberante y el ornamento construyó su identidad pictórica: “Es el esquema barroco, el quilombo, el abrumar. Ese es el impacto que me fundó”.
Antes de copiar incansablemente la obra del maestro argentino Carlos Alonso y antes aun de las largas conversaciones compartidas con Carlos Gorriarena y Guillermo Roux, Ronsino adolescente pintaba en su casa de Chivilcoy rodeada de tapiales y monte, habitada por las clásicas costumbres políticas y culturales de la clase trabajadora argentina, donde armó su primera exposición a los 21 años, y donde acaba de festejar los 25 años de su oficio, que en su caso coinciden con su identidad.
El escritor Hernán Ronsino (Buenos Aires, 1975) fue un testigo privilegiado de la infancia y de los primeros pasos del artista plástico: “La primera muestra que mi hermano mayor Miguel realizó fue, hace 25 años, en el museo Pompeo Bo-ggio de la ciudad de Chivilcoy. No sólo era su primera muestra, era también el estreno de una familia en la carrera artística. Porque con su muestra estábamos, todos, entrando al mundo del arte. ¿Cómo había sido la relación de nuestras familias con el arte? Nuestros abuelos maternos, inmigrantes, provenientes de las aldeas campesinas del Abruzzo, con las huellas de la guerra encima, o nuestros abuelos paternos, obreros y peones pampeanos, que estuvieron el 17 de octubre en la Plaza de Mayo o que marcharon con sus antorchas en la noche de duelo por la muerte de Evita, sólo tenían acceso a una forma de arte popular y mediático a la vez. La radio y el cine. La música de las orquestas populares. El Carnaval. Por eso mismo, el gesto de mi hermano mayor de lanzarse al mundo del arte –a ser pintor– fue un gesto disruptivo y, a su vez, le enseñó a nuestra familia que también podía crear. Era posible. Recuerdo que en los días previos a esa muestra, el garaje de la casa de mis padres estaba tomado por los preparativos. Mi hermano mayor enmarcaba allí los cuadros. El trabajo del artista se presentaba semejante al de un artesano. En esa muestra de 1989 yo tenía catorce años. Era la primera vez que estaba en un museo, en una inauguración. Tampoco sabía bien cómo pararme. O qué hacer frente a un cuadro. ¿Qué se mira? ¿Qué se hace? ¿Cómo se lo observa? ¿Por dónde pasa el disfrute?”
Miguel describe la misma escena, pero en términos visuales: “En la casa de mis viejos, durante mi niñez, había una estética en la que el factor importante era el brillo. Todo lo que brillaba para la clase trabajadora reflejaba status”. El brillo metamorfoseó en una paleta capaz de resucitar a un muerto, que encuentra en las flores, los pájaros y los cielos la excusa perfecta para corporizar el color, con un erotismo tan desenfrenado que por momentos dudamos si estamos rodeados de seres paradisíacos o en la mitad de un alucinante infierno. Una advertencia de Ronsino nos da un poco de esperanzas: “Vencerán las flores”. Mientras tanto, le pone flores en la cabeza al diablo blanco, hipnotiza con sus frondosos rosales, seduce con sus paseos encantados y nos erotiza con sus azules metafísicos. El color despliega y construye las formas. Eso piensa Ronsino: “Lo mejor que tiene para dar un buen pintor es un color. Ese es el elemento puramente pictórico”.
Es que, como todo recuerdo, implica una pérdida. Las enramadas del monte de Chivilcoy donde los niños jugaban con los ojos impacientes mientras esperaban ser atrapados en sus escondites de hojas y troncos ya no están. En su lugar, Ronsino trabaja cada una de sus obras como a esos juegos de su infancia, ahora atesoradas en su energía, sobrevivientes del olvido gracias a cada lienzo. Ronsino funda una visión poética del mundo, siguiendo al filósofo Bachelard, quien se animó a describir la poética del espacio: “Para iluminar filosóficamente el problema de la imagen poética es preciso llegar a una fenomenología de la imaginación. Entendemos por esto un estudio del fenómeno de la imagen poética cuando la imagen surge en la conciencia como un producto directo del corazón, del alma, del ser del hombre captado en su actualidad”.
Los cuadros de Ronsino se imponen –tal como él narra– desde “la inocencia revelada que irrumpe como factor desestabilizador y con la experiencia genuina, que escapa a toda posibilidad de encorsetamiento”.
Viajamos en el tiempo. El artista convoca a través de sus instantes incrustados de aquella infancia en los montes de Chivilcoy la obra de la pintora francesa más marginal y salvaje: Seraphine.
Comparten el gesto emocionado con el que se carga de óleo una espátula como un barco repleto de miel a punto de estrellarse en un lienzo, para hermanarnos con sus vibraciones. Aunque Ronsino busca distraernos: nombra a su cuerpo de obras con un nombre italiano en el que parece jugar con la percepción de las formas y lo que aparece a primera vista como una cara de búho maravillado se transforma en un león de flores para, un paso más atrás, devenir la cola de un ave fénix.
“Vencerán las flores”, nos dice el artista, en un deseo que es un manifiesto. Troncos cosidos de materia, con cuerpo de óleo y flores que estallan con fuerza indígena para, una vez más, al acercarnos al cuadro, revelarse pura, sencilla y emocionalmente como una pincelada “como la poesía –continúa el artista–, una mirada sin párpados, a la sombra de los pinos imaginarios”.
Terribilitá se puede visitar en Galería Isabel
Anchorena, Libertad 1389, hasta el 3 de
noviembre. De lunes a viernes, de 11 a 20,
y sábados, de 11 a 15.
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