Domingo, 26 de octubre de 2014 | Hoy
Un veterano dado de baja en Vietnam se hace taxista en la Nueva York de los años ’70 para ocupar sus horas nocturnas, ya que el insomnio le deja toda la noche libre. Pronto se convertirá en una máquina de violencia en una ciudad saturada de marginalidad, delincuencia y suciedad. No faltaban elementos para que Taxi Driver, la película de Martin Scorsese que con guión de Paul Schrader catapultó a un joven Robert De Niro, se convirtiera en un emblema de su tiempo, atrayendo al cine a una multitud de ciudadanos asustados. Y sin embargo, el más emblemático film de los años de oro del cine norteamericano fue mucho más que un relato sobre la inseguridad. Retrataba la soledad metafísica de un caballero andante, de un alucinado en monólogo permanente frente al espejo. Taxi Driver se reestrena en los cines porteños el próximo sábado, permitiendo una curiosa experiencia de viaje en el tiempo, de cine como en el cine.
Por Mariano Kairuz
Una queja común de los cineastas de Hollywood o el off-Hollywood consiste en decir que ya no hay películas como las que producían los estudios en los ’70, pero alcanza con leer entrevistas a los cineastas que ya estaban en actividad en esa década para comprobar que por entonces ya se quejaban de que no era posible hacer películas como las de los ’50, que la era dorada de Hollywood ya había terminado, que era imposible financiar argumentos con algún riesgo, films que realmente intentaran decir algo sobre el mundo. Otros entienden que hoy siguen haciéndose unas cuantas películas interesantes –algunas profundamente políticas– y que en todo caso el proceso más dañino que se ha dado estos últimos largos años es que esas películas ya no encuentran lugares para ser exhibidas.
Taxi Driver es una película paradigmática del fin de esa era por la que hoy reclaman tantos cineastas y críticos, en parte porque fue uno de los grandes éxitos comerciales de su época. Es probable que, si hoy alguien hiciera una película así, su circulación fuera mucho más marginal. De hecho, Taxi Driver no fue un proyecto que llegara tan sencillamente a los estudios. Entre que Paul Schrader la escribió, en 1972, y su estreno, pasaron casi cuatro años. En el medio su director, Martin Scorsese, ganó cierta notoriedad por Mean Streets (Calles salvajes), y su actor, Robert De Niro, ganó un Oscar por El padrino parte II. Una de las pocas razones por las que sus productores Michel y Julia Phillips consiguieron que Columbia –el estudio que lo había aceptado– siguiera adelante fue que el presupuesto se mantuvo en su magro millón y medio de dólares, poco menos.
Taxi Driver fue estrenada comercialmente hace treinta y ocho años y medio, en 1976, un año después de Tiburón, de Spielberg, y uno antes de La guerra de las galaxias, de Lucas, las dos películas a las que se suele adjudicar haber generado el concepto de blockbuster en los estudios, el film-evento destinado a copar masivamente las salas y amasar cientos de millones en el menor tiempo posible. También, suele decirse, son los dos pilares del fenómeno que creó un nuevo público: a partir de entonces, y cada vez más, los estudios apuntaron a los jóvenes y los adolescentes. El cine adulto, menos fantástico, si no estrictamente realista al menos más directamente relacionado con el mundo que lo engendra, pasaba a ser una cuestión marginal para el negocio. De tan reiterada, suena a verdad de Perogrullo eso de que el último cine estadounidense capaz de tender puentes hacia los terremotos políticos y sociales de su tiempo, de captar y expresar algo del zeitgeist, pertenece a los años ’70, pero el reestreno, el próximo sábado –en unas pocas funciones en salas selectas, no en copia en 35mm pero sí en impecables copias digitales basadas en una restauración cuyos responsables dicen haber hecho buscando reproducir la experiencia original– de Taxi Driver en pantallas grandes permitirá a quienes revisen la cartelera porteña comprobar que está sola, que casi no hay películas que se le parezcan en este momento, en sus aspiraciones, en el público al que apelan, en la manera en que intentan relacionarse con la realidad. De ahí su vigencia, su carácter único.
Una de las primeras imágenes de Taxi Driver es un plano de los ojos de Travis Bickle (De Niro), lo que nos indica que a partir de aquí todo lo que se cuenta, se cuenta desde su punto de vista. Veterano dado de baja honorablemente en Vietnam, Bickle, 26 años, busca un empleo como taxista para hacer algo de todas esas horas en las que, dice, no consigue pegar un ojo. Mientras conduce su auto por las peligrosas calles nocturnas de la Nueva York pre-Giuliani de los ’70, recorremos la sordidez de la ciudad a través del parabrisas y las ventanas. Su relato en off, como una suerte de diario del taxista, es explícito: “Todos los animales salen por la noche: las reinas, las hadas, los cocainómanos, los heroinómanos; un día va a caer una verdadera lluvia y va a lavar toda la basura de las calles”. Pero lo cierto es que vemos y sentimos la tensión en el bullicio nocturno, en el movimiento de la gente en la calle, en los callejones más oscuros, aunque no asistimos a ninguna escena particularmente violenta ni escandalosa, al menos hasta que se cruzan en el camino de Travis la prostituta adolescente Iris (Jodie Foster, 12 años) y su cafishio Sport (Harvey Keitel).
La guerra acababa de terminar pero era el fondo evidente de cualquier drama norteamericano contemporáneo protagonizado por jóvenes, Travis habla de la podredumbre moral de la ciudad, de la necesidad de hacer una limpieza, y sale a cargarse un candidato político y a proxenetas y dealers, pero Paul Schrader insistió siempre en que su película no es el gran comentario social y político sobre la Norteamérica de los años ’70 que todos quisieron ver, sino una cosa mucho más chiquita y personal: una película sobre la soledad. “Cuando hablo con cineastas jóvenes –dijo Schrader hace unos años– y me dicen que ésta fue la película que les dio forma, el film seminal de sus vocaciones, me doy cuenta de que ellos realmente lo ven como una suerte de hito social. Pero lo que yo pretendía hacer era una película sobre un personaje solitario, y de alguna manera, en ese momento ese personaje era yo.”
Cuando escribió el guión de Taxi Driver, Schrader –el cinéfilo que no había visto películas hasta los 18 años porque la estricta educación protestante de sus padres se lo había prohibido– tenía 26 y estaba atravesando una de las peores rachas de su vida: por cuestiones políticas había perdido su trabajo en el American Film Institute, se había peleado con su mentora Pauline Kael, la producción de su primer guión, Pipeline, se había caído, se había divorciado de su mujer y también acababa de terminar el affaire con su amante, que había sido el motivo de su divorcio; dormía algunos días en su auto, y otros en la casa de su ex novia cuando ésta estaba de viaje. Estaba tomando como un cosaco, hasta que una úlcera lo obligó a ir al hospital: allí, al atenderse con médicos y enfermeras, tomó conciencia de que llevaba semanas sin intercambiar palabra con nadie. La soledad. El primer boceto del guión que iba a convertirse en una de las películas más importantes de la década, le salió de un tirón, en unos quince días, desde muy adentro.
“En ese momento estaba muy enamorado de las armas, estaba muy suicida”, contó más tarde. “Estaba obsesionado con la pornografía, como suelen estarlo las personas solitarias. Todos esos elementos están ahí, puestos de manera frontal en el guión. Hasta cierto punto, ése era yo, pero obviamente, algunos aspectos están intensificados: el racismo, el sexismo. La soledad de Travis no es una soledad ni un odio impuestos por la sociedad, es un odio de tipo existencial. El libro que releí antes de sentarme a escribir el guión fue La náusea, de Sartre. Si hay un modelo para Taxi Driver debe ser ese. Como todo perdedor, Travis apunta su odio contra aquellos que están por debajo de él, no contra los que están arriba. Cuando editaron la película para pasarla en televisión, no me importó tanto que se perdiera algo de la violencia, como que le sacaron partes de la narración por sus virulentas caracterizaciones anti-negros y contra las mujeres. Sin eso, parecía un tipo muy tonto, su ira no tiene ningún filo, simplemente querías darle un cachetazo y decirle, ‘vamos’.”
Scorsese asumió enseguida el carácter épico con que su pequeña película hablaba de su propia época. En una entrevista que le dio un mes después del estreno al influyente crítico Roger Ebert –uno de los primeros que no dudaron en señalarla de entrada como una de las mejores películas de la historia del cine estadounidense–, dijo: “Ya no es posible hacer películas en las que el país parezca tener sentido. Después de Vietnam, después del Watergate; ya no es una cosa temporal. Es algo permanente que el país está atravesando. Todas esas cosas que creíamos sagradas, todo el imperio Time-Life, ¡wuuush!, ya no existen más”.
Schrader y Scorsese pensaron que su taxista era cualquier taxista, todos los taxistas. Todos tipos enfrentados a sus trabajos solitarios 12 horas por día, hablando con todo tipo de gente que sube a sus autos sin establecer ninguna conexión humana real. Que esa manera de confrontar su propia soledad era la vía de entrada perfecta para mirar una sociedad descompuesta. Pero Scorsese no quería hacer una película hermética, inaccesible. Para eso es que filmó dos escenas que escapan a la puesta en escena rigurosa del punto de vista de Bickle: en una el personaje de Keitel está a solas con el de Jodie Foster, bailando, seduciéndola, engatusándola. En otra, James Brooks interpreta al empleado de la campaña de un precandidato político progre, y le hace chistes a su compañera de trabajo, Cybil Shepherd (la chica a la que Travis se levanta, y a la que ofende en su primera cita llevándola a ver un film de educación sexual nórdico, una de esas cosas que estaban de moda en la época). Que Travis después intente atentar contra el candidato, que es el jefe de la chica que lo rechazó, le agrega un componente patológico a su personaje. Pero el verdadero objetivo de estas escenas, que Schrader objetó en un principio por correrse de la mirada del protagonista, era otro: mostrar que ninguno de los responsables de la película creen, de ninguna manera, que todo el mundo estaba chiflado, que son todos locos o violentos o inmorales. Mostrar que hay un mundo fuera de la cabeza de Bickle, para que, cuando nos vuelva a meter en su cabeza, el efecto sea más contundente, asfixiante. Y de pronto lo tenemos a Travis frente al espejo: él solo, cara a cara consigo mismo, imaginando ¿qué?, y diciendo esa frase que la convirtió en una de las escenas más famosas de la historia del cine –y que De Niro dijo haber tomado prestada de Bruce Springsteen, que así se daba por aludido ante su público en un recital–: “¿Me estás hablando a mí? ¿A quién si no? ¿No hay nadie más acá? ¿Me estás hablando a mí?”.
La recepción de Taxi Driver en su época fue mayormente favorable, pero algunos quisieron ponerla del lado del cine de “vigilantes”, de justicia por mano propia de la época, como la saga de El vengador anónimo; es decir, Travis como un tipo al que al final los medios reciben como un héroe por devolver a una prostituta adolescente a su hogar. Al respecto, Schrader se desentiende de esas interpretaciones: por un lado, porque el personaje de Iris es más bien, como el de Natalie Wood en Más corazón que odio (The Searchers), de John Ford: “la víctima que no quiere ser rescatada, que no quiere ‘volver con los suyos’”. Por otro lado, ha dicho, lo obvio: que “una película sobre un personaje racista no es una película racista”. Cuando la violencia en una película es excitante, es cierto, su exhibición se confunde con glorificación, y Scorsese ha declarado que la violencia es un componente vital para él y su cine. Para que la película no obtuviera una calificación “X” de los censores, que hubiera prácticamente impedido su exhibición en cines comerciales, el director y sus productores hicieron un sacrificio relativamente menor: aceptaron bajarle el tono al rojo de la sangre en la secuencia del tiroteo final. El problema de cómo mostrar la violencia, y de asumir que la violencia forma parte del mundo real y no solo de los videojuegos, sigue partiendo al medio al cine casi cuarenta años más tarde. La mayor parte de las películas que se producen hoy, saturadas de una violencia absurdamente inconsecuente, no ha conseguido resolver esta cuestión. “No me opongo a la censura en principio. Podemos ponernos de acuerdo en que hay cosas que son censurables, como la pornografía infantil”, ha dicho al respecto Schrader. “Pero creo que si censurás una película como Taxi Driver lo único que hacés es censurar una película, no confrontar un problema.”
Volviendo al asunto del principio, a por qué una película como Taxi Driver hoy parece inconcebible en el sistema de estudios, Schrader consideró siempre que para 1976 ese tipo de cine personal, ese tipo de riesgo, ya era algo que Hollywood quería expulsar como a la peste. Que Taxi Driver fue un éxito porque era buena, sí, pero que fue una de las películas más vistas y prestigiosas de ese año (y nominada al Oscar) un poco porque muchos no terminaron de entenderla. “Godard dijo una vez que todas las grandes películas tienen éxito por las razones equivocadas, y hubo muchas razones por las que Taxi Driver fue exitosa. La mera violencia de la película atrajo al público de Times Square. Pero no tengo problema con eso. Creo que las películas pueden ser extremadamente violentas pero sólo, y sólo si, pueden entender las raíces de la violencia.”
Taxi Driver va a ser la primera de las seis películas que, con auspicio del canal de clásicos TCM, se proyectarán entre noviembre y diciembre en los cine Hoyts y Cinemark. Taxi Driver va el sábado 1ro de noviembre a las 15 y en trasnoche, el domingo 2 a las 15 y el miércoles 5 a las 19. Las siguientes semanas se verán Tiempos violentos (Pulp Fiction), La naranja mecánica, Volver al futuro, Grease, y Muñequita de lujo (Breakfast at Tiffany´s). Consultar cartelera y www.hoyts.com.ar y www.cinemark.com.ar
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