› Por Marcelo Figueras
Semanas atrás tercié en un debate (si cabe definir así al intercambio que Twitter habilita, más bien telegráfico) sobre nuestro presente literario. Lo que me impulsó fue la certeza de que su argumento central –no existiría hoy ningún escritor a la altura de Borges y Cortázar, señalados como ejemplo de genialidad– circula desde hace tiempo y está a punto de cuajar como cliché, otra zoncera argentina.
La operación comparativa no resiste el análisis, porque la historia no revisita ciclos como un calco. Si le hubiese tocado este tiempo en lugar del propio, tampoco Borges sería quien fue. ¿Un cuentista de 45 años, de renombre como poeta y ensayista, que escribe un libro llamado Ficciones? Le costaría trabajo publicarlo, y mucho más obtener reconocimiento. La pregunta más apropiada sería: ¿qué debería escribir hoy este Borges de mi especulación para obtener el reconocimiento del que gozó su homónimo del pasado? Nadie lo sabe.
La literatura de hoy no puede sino ser distinta, porque todo cambió. Los autores escribimos otras cosas, nos perdemos con gusto en sendas nuevas. (Es parte de la gracia del oficio.) Los lectores también demandan algo diferente: las novelas experimentales y los cuentos no seducen como en los ’70.
Las editoriales que apostaban fuerte por los nuestros sucumbieron ante el capitalismo salvaje, o ya no son lo que eran. Los escritores estamos repartidos entre independientes de gran pasión y pocos recursos, o editoriales trasnacionales que viven del best-seller importado. Estas últimas empresas no necesitan a los argentinos para ganar dinero, no es por eso que nos publican, lo cual explica por qué no orquestan mecanismos –por qué no invierten– para “consagrar” autores locales, como hacen las grandes editoriales en Nueva York, Londres y París.
No sorprende, pues, que nuestros autores de éxito vendan menos ejemplares que las estrellas extranjeras. Comparando con los ’70, nuestros libros circulan apenas por Latinoamérica. Aquellos que somos traducidos a otras lenguas se lo debemos más a la suerte (y a los agentes) que a una labor estratégica de las editoriales. En ausencia de un verdadero batacazo de ventas, los críticos no se ven obligados a revisar sus propios juicios, en general despreciativos de los libros que son muy leídos. Y nadie se juega por un escritor vivo, como se hace siempre en las capitales del poder literario: aquí somos generosos con los muertos, nomás.
Los mecanismos de consagración tampoco son los mismos. Antes, que ciertos medios o críticos te ensalzasen era suficiente. Hoy no existe un medio que posea ese poder, ni un crítico cuya palabra sea indiscutible o pese en el mundo real. Los libros que entusiasman al sector conservador de la cultura –para el cual o te formateás para caber en uno de los dos o tres anaqueles que consiguieron armar, o dormís afuera de la literatura argentina– se marchitan tan pronto asoman un pie fuera del ghetto. El gran público desconfía de las críticas, que más de una vez los impulsaron a comprar libros que encontraron ilegibles. En otras, admiradas latitudes, las universidades se disputan a los escritores como docentes; aquí, aquellos que conmueven a muchos lectores no suelen ser convocados por la academia: en el mejor de los casos, dan talleres por las suyas.
Además de luchar contra nuestras limitaciones (las de talento y las que nos dificultan actuar de modo colegiado), los autores lidiamos con un mercado que está arreglado para que nunca ganemos; con la timidez de las políticas que conciernen al área (tan distintas, en su falta de osadía, de la política grande), y con las mezquindades que son la norma en el mundo cultural. Así se nos va la vida: entre gente que, durante el encuentro social, dice proceder por amor a la literatura, pero que en la intimidad la caga a piñas porque no se le somete.
Y aun así, la escena actual es riquísima. Nunca ha tenido mayor variedad, y su cantidad no será parámetro de calidad pero alienta la probabilidad de que surjan talentos descomunales: the more, the merrier. Aunque leí una ínfima parte de lo editado en los últimos años, hay media docena de autores a quienes proclamaría, y sin dudar, como el futuro del rock and roll. (No los menciono para no meterlos en una discusión que no buscaron. Pero me ofrezco a escribir las piezas consagratorias, cuando y donde quieran. No hablo de clones de Borges, claro: son otra cosa, nuevas avenidas del imaginario argentino. Alternativas al canon anquilosado.) Y sin embargo, el lugar común –ése se dice tan conveniente para quienes carecen de pruebas– jura que aquí pasa poco.
Lo que este desprecio oculta es que el reconocimiento no es consecuencia natural del talento, sino resultado de una operación consagratoria. Ninguno de los grandes habría llegado a serlo de no mediar un consistente proceso de relectura y divulgación de su obra. Para esto no hay excepciones: es así, o no es. Por eso, antes de concluir que no hay talentos descollantes, cabría preguntar: ¿no será que aquellos que están en condición de reconocerlos y sonar campanadas no lo hacen? Y en ese caso: ¿a qué atribuir la reticencia?
Que el cliché tenga eco en los conservadores no sorprende, porque expresa su lamento: ahora no contamos con una espada como la de Borges, que, siendo irreprochable como autor, resultaría tan útil en la disputa política. En esto no se equivocan: los autores que se esmeran en denigrar nuestro presente –porque de eso se trata esta denostación, en el fondo: de bajarle el precio a nuestro tiempo– están lejos de la estatura de Borges.
Lo triste es que el campo de los que no estamos peleados con el hoy abunda en autores a quienes se valora poco. A veces me pregunto si en el campo popular se desconfía de la excepcionalidad que supone un gran talento. La figura misma del escritor perdió valor en la batalla cultural. ¿Cuándo fue la última vez que vieron a un autor en un programa de TV decente que no gire en torno de libros? A la literatura producida en sintonía con la épica de este tiempo no se le proporcionan las condiciones que necesita, para brillar de manera acorde.
Estamos a tiempo de identificar a nuestros autores-faro y reconocerles el lugar que se ganaron, por prepotencia de trabajo. Porque, de los territorios culturales que permitirían hablar de una nueva era dorada en Argentina, ninguno está más maduro que el literario. Si no lo hacemos, será una batalla perdida no a manos del adversario, sino a causa de la miopía propia.
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