CINE Entre el 22 y el 30 de noviembre se llevará a cabo el 29º Festival de Cine de Mar del Plata. Esta nueva edición trae películas esperadísimas como el Pasolini, de Abel Ferrara, y visitas de lujo, como las de Paul Schrader, el guionista de Taxi Driver, y Claire Denis, la directora de, entre otras, Bella tarea. Además, habrá eventos imperdibles, como la proyección de El gran desfile, de King Vidor, con música en vivo, en conmemoración del centenario de la Primera Guerra Mundial, y una nueva retrospectiva de películas argentinas restauradas. Acá una selección caprichosa de algunos hallazgos del festival, como el Foco en el cineasta ruso Aleksei German o la gran promesa del nuevo cine español, Nacho Vigalondo.
› Por Mariano Kairuz
Aleksei Yuryevich German es probablemente uno de los mayores secretos del cine ruso. No es que sus películas hayan estado escondidas al cinéfilo más curtido, que seguro que tuvo oportunidad de ver algunas en festivales, o habrá sabido encontrar las recomendaciones (y luego los films correspondientes) en Internet. La cuestión es que este hombre, nacido en Leningrado (luego San Petersburgo) en 1938 y fallecido en febrero del año pasado, dejó en una carrera de casi medio siglo apenas seis películas, producciones muchas veces postergadas, obstaculizadas y hasta censuradas por el régimen soviético, y que varias de ellas son consideradas obras maestras. Esta edición del festival marplatense proyectará cinco de ellas.
Hijo del escritor, dramaturgo y guionista, Yuri German (hijo y nieto de generales zaristas, él mismo un hombre de la “realeza de la cultura soviética”, que cenó con Stalin y con Gorky, pero murió odiando al primero), discípulo del cineasta Grigori Kozintsev, formado en teatro y curtido en los estudios Lenfilm, German debutó con la película Sedmoy Sputnik (1967), codirigida por Grigory Aronov, y en la que ya se planteaban varias de las preocupaciones de su obra posterior. Sputnik, dijo German en una entrevista, “era una película sobre el comienzo de algunos de nuestros problemas, que no empezaron con Stalin, sino en 1919. Allí se empezó a romper la ley, y después vino el Terror Rojo. La idea de la película era que la ausencia de principios morales no puede ser el principio fundador de nada”. La película que lo haría célebre entre expertos y programadores de festivales fue Dura prueba bajo sospecha (1971), sobre un ex colaboracionista que decide entregarse a los partisanos soviéticos, quienes hostigan a sus prisioneros de guerra alemanes. Este film no pudo verse en Rusia hasta 1986, ya que el Ministerio de Cultura lo archivó y escondió hasta que no le quedó otra que desempolvarlo, en la era Gorbachov. “No me permitieron mostrarla”, recordó alguna vez el director, “porque hablaba de cómo Stalin maltrataba a la gente. Era otro film sobre la moral, y sobre los prisioneros de guerra que pasaron veinte años encerrados sólo porque se habían puesto un uniforme alemán. Se lo acusó de tener una cualidad excéntrica, pero lo que mostrábamos ocurrió en serio. Fue un esfuerzo por contar más verdades sobre la guerra, diferente de esas películas que dicen que la guerra fue ganada por jóvenes bellos y bien afeitados”.
Casi todos los films de German fueron reconocidos a nivel internacional muy tardíamente, e incluso al principio muchos críticos occidentales alegaron que les resultaban incomprensibles. Pero “para lo que ciertamente nadie estaba preparado –escribió el critico J. Hoberman cuando los films de German empezaron a circular en Nueva York– fue su obra maestra Mi amigo Ivan Lapshin, un film extraño y elusivo incluso para los estándares del cine de Europa del Este, en el que la narración queda en un segundo plano detrás de la atmósfera, mientras se evoca la Rusia pueblerina de los años ‘30 y las terribles purgas estalinistas”.
La última película de German es una pieza póstuma de casi tres horas; su producción demandó quince años y debió completarla su hijo. Adaptada de una novela de ciencia ficción de los hermanos Arkady y Boris Sturgatsky, Hard to Be a God está protagonizada por el presentador televisivo Leonid Yarmolnik, quien interpreta a un visitante alienígena que arriba “desde el distante planeta Tierra” a un planeta que está atravesando su propia Edad Media, y donde todos los lugareños parecen salidos de pinturas de Brueghel y el Bosco. No es, hay que decir, un tipo de material que se vea todas las semanas en nuestros cines.
El amor y la violencia están estrechamente vinculados en la obra del cantábrico Nacho Vigalondo. Quedó probado con el corto 7:35 de la mañana, que le valió su explosiva revelación internacional cuando fue nominado al Oscar en 2005, y que él mismo dirigió y protagonizó, cantando y bailando la música que él compuso. El corto, decía en su momento su autor, “fue fruto de un momento particularmente depresivo y tenebroso de mi vida”, y consiste en una suerte de serenata pop en un bar, a la hora señalada en el título, coreografiada con la colaboración –por decirlo de alguna manera– de todos los parroquianos. Se trata de una pequeña maravilla de la que no se puede contar nada para no arruinársela a quienes no hayan tenido oportunidad de verla hasta ahora (online, por ejemplo), pero no es difícil encontrar una línea temática –la del amor y la violencia– que lo une con otros cortos posteriores de su autoría, como Choque (una pareja de novios, un grupo de adolescentes y una experiencia bizarra en los autitos chocadores de un parques de diversiones de shopping) y con Carlota. Estrella del cine español contemporáneo, Vigalondo (Cabezón de la Sal, Cantabria, 1977) llegará a Mar del Plata con Confetti of the Mind, un programa de una hora que compila estos cortometrajes (entre otros, como Marisa y Domingo), y con su última película, Open Windows, coproducción hablada en inglés y protagonizada por Elijah “Frodo” Wood como un apocado bloguero nerd, y la actriz porno (en pleno proceso de ampliación de su registro interpretativo) Sasha Grey. O sea, su primera película concebida con un ojo puesto en el mercado global.
Aunque seguramente muchos se acercarán a su nueva película menos por Wood o Grey que por la fama de culto que se labró Vigalondo con sus dos películas anteriores, Los cronocrímenes (2007) y Extraterrestre (de 2011: sólo cuatro personajes, el ambiente casi único de un departamento, mucha paranoia y poco extraterrestre a la vista), además de sus divertidas participaciones en programas televisivos españoles de circulación viral, como Muchachada Nui. En cuanto a Open Windows, sin ser una película particularmente cara (tal vez sí en relación con sus films anteriores), es la primera que hace el director surgida de un encargo. En ella Vigalondo pone en escena una trama de paranoia y psicosis contemporánea, sobre una cultura obsesionada con la fama, la era de las cámaras por todos lados, la vigilancia permanente, la pérdida de la intimidad, celulares hackeados y videos y fotos sexuales robados. “Un tecnothriller voyeurista de filo hitchcockiano”, se ha escrito por ahí, todo montado en tiempo real, y a partir de múltiples puntos de vista que se acoplan y superponen al relato a través de pantallas de monitores (“las ventanas” del título). Ejercicio de suspenso y tensión narrativa –con algo de La ventana indiscreta y Doble de cuerpo y sus protagonistas convertidos en testigos más o menos forzosos de crímenes–, Open Windows puede llegar a marear un poco, pero acaso ése sea parte del efecto buscado, en tanto reproduce un mundo saturado de pantallas y pantallitas, mientras Vigalondo intenta manipular la percepción del espectador como los villanos del relato lo hacen con el protagonista. Todo esto, salido del confetti de una de las mentes más prometedoras del joven cine español.
Nacido en Italia pero formado en Nueva York y Madrid, Roberto Minervini hizo su obra en Texas. Sus cortos y los largometrajes The Passage, Low Tide y Stop the Pounding Heart, que conforman la “Trilogía de Texas”, prometen ser uno de los grandes descubrimientos de esta edición del festival, que los presenta en la sección Italia Alterada. Se lo suele definir como un cineasta dueño de un estilo que cabalga entre el neorrealismo y el verité, que descubrió la escenografía perfecta para sus exploraciones en la frontera mexicano-estadounidense. “Creo que me atrae especialmente lo desconocido, y todo aquello que encuentro absolutamente opuesto a mí, y esa parte de América es mi frontera”, explica Minervini cada vez que le preguntan qué hace un tano filmando en Texas. “Me mudé a Nueva York en 2000, pero primero pasé por Texas y me encontré con gente tan orgullosa, y un lugar tan grande. Lo primero que hice fue un viaje manejando hasta allá. La tierra es tan no-homogénea, y a través de un motoclicista que conocí tuve acceso a mucha gente de las distintas comunidades locales.”
En The Passage, una inmigrante latina enferma de cáncer se une a un desconocido –vago y malentretenido– para cruzar todo el estado en busca de un curandero. En Low Tide, un chico se compra una bolsa de hielo y regresa a su casa para tirarla sobre la tierra y recostarse encima. Como indica el catálogo del festival, lo que propone esta segunda entrada de su trilogía es un retrato “seco y conmovedor del desamparo infantil y la violencia de la vida familiar en las situaciones más extremas. En una de las escenas más reveladoras, el chico ve una serpiente, la agarra y se pone a jugar con ella como si fuese un autito de juguete”.
La protagonista de Stop the Pounding Heart es Sara, una chica de 14 criada rigurosamente bajo las Sagradas Escrituras, educada por papá y mamá en su casa desprovista de teléfono y televisión, al igual que sus once hermanos, y curtida en el trabajo rural en su granja de cabras. Todo discurre tal como se espera de ella –es decir, que sea una creyente devota y casta, que se mantenga pura para servir al hombre con quien contraiga matrimonio, etcétera– hasta que sus hormonas y su existencia toda se ven sacudidas tras su encuentro con Colby, un joven domador de toros. Lo que sobreviene, por supuesto, es su crisis de fe, el súbito cuestionamiento de todo lo que fue para ella hasta ese momento la única verdad posible.
“Creo que Texas es hoy el reflejo más perfecto de Estados Unidos”, ha dicho Minervini. “Conocí a Sara y los Carlson y sabía que eran muy políticos en cierta manera, y muy americanos. Después del 11-S, en EE.UU. ha habido un resurgimiento de los fundamentalismos; el miedo a lo desconocido exhumó las llamadas tradiciones perdidas, y yo sabía que con los Carlson podía examinar estos temas. Para Stop, filmamos durante unos dos meses, a veces reproduciendo con Sara situaciones que simplemente se ocurrieron, y recién después escribí un guión basado en situaciones reales. Este acercamiento no significa que mi obra se posiciona entre la ficción y el documental, sino que es por encima de todo mi manera de ser lo más honesto posible.”
Nueve años atrás, cuando los neocelandeses Jemaine Clement y Taika Waititi se obsesionaron con la idea de hacer una película de vampiros, ese género inmortal no estaba atravesando el auge que parece vivir hoy por vías tan diversas, incluida la chatarra para adolescentes de Crepúsculo y los Vampire Diaries. Tuvo que pasar todo este tiempo para que completaran su comedia, y ahora la vena paródica que explotan con tanto estilo parece tener mucho más sentido para buena parte de su potencial público: What We Do in the Shadows apuesta al ridículo, pero no sólo al ridículo hormonal de Pattinson y las púberes que ansían ser mordidas en el cuello, sino al absurdo de estos tipos que salen a yirar por el centro de Wellington el viernes por la noche vestidos con las capas y camisas que aprendieron a usar cinco siglos atrás. Es, efectivamente, uno de los temas de la comedia moderna, el de los hombres que se resisten a madurar, pero llevado al extremo: tipos de 4, 8, 80 siglos de edad a los que, condenados a no envejecer, los años no han vuelto ni un poco más sabios.
“Lo que hacemos en las sombras” (traducción literal de su título) viene a ser el This is Spinal Tap! del film de vampiros, el falso documental que muestra a sus protagonistas como el clásico de Rob Reiner narraba las vidas de rockers, su reviente, sus taras, su infinita idiotez. Con pulso episódico, la película examina de cerca la existencia cotidiana de cuatro no-muertos: Viago (Waititi), de casi 400; el ex vampiro hitleriano Deacon, 180 años (Jonathan Brugh), y el dandy de casi 900 Vladislav (Clement) conviven en una residencia suburbana de Wellington y pasan sus noches dedicados a las actividades más mundanas, como discutir sobre a quién le toca lavar los platos, hacer algo de música o buscar chicas vírgenes online. En el sótano mora el cuarto colmilludo, un auténtico Nosferatu como el de Murnau, de 8 mil años de edad. El relativo equilibrio de sus vidas-después-de-la-muerte se altera con la incorporación de un quinto muchacho, que sabrá sacar partido de sus seductores nuevos poderes y ayudará a los otros en sus problemitas con la modernidad. En sus recorridas nocturnas en busca de sangre fresca, los muchachos pueden cruzarse con sus archienemigos, los hombres-lobo, verdaderos perros callejeros.
Entre aquel lejano momento en que concibieron la idea original y su demorada concreción, Clement y Waititi (en especial el primero) conocieron la fama como protagonista/guionista y director, respectivamente, de la serie Flight of the Conchords, y el segundo dirigió la comedia romántica Eagle vs. Shark. También parece haber cambiado un poco la machista sociedad wellingtoniana, dicen. “Hace ocho años salimos al centro vestidos como vampiros para hacer unas pruebas; parecíamos un poco Prince and the Revolution, y a nuestro paso nos gritaban ¡puuutos! Fue un poco aterrador. Pero ahora que hicimos la película y nos hubiera venido bien que nos insultaran un poco, no pasó nada”, dice Waititi. “Por otro lado –agrega Clement– siempre nos gustó la idea de los vampiros como metáfora de grupos marginalizados: inmigrantes, homosexuales, cualquiera que haya vivido en las sombras de la sociedad.”
What We Do in the Shadows integra Hora Cero, la sección de sangre y fantasmas del festival, que también incluye It Follows, de David Robert Mitchell, una de las grandes revelaciones del terror 2014. It Follows narra una maldición que se transmite de persona a persona mediante relaciones sexuales. Aunque parece servida para su interpretación como alegoría del sida, la verdadera brillantez de esta premisa consiste en que invierte el tópico del slasher de los ’80, en el que los adolescentes son “castigados” por tener sexo; acá, chicos y chicas sólo tienen una manera de sacarse de encima a los espectros que los acosan: pasándoselos a alguien más vía encuentros carnales. En otras palabras: ¡a coger que se viene el coco!
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