› Por Ana María Shua
Nils Brunsson es un académico sueco, especialista en economía, que defiende la hipocresía como un medio de evitar el fanatismo en las empresas y las organizaciones sociales. Para Brunsson, la hipocresía es la única respuesta posible a una sociedad que mantiene valores en conflicto. Cuando pasamos de las organizaciones a los individuos, sin embargo, la hipocresía es mucho más difícil de defender.
Para los lingüistas, una característica esencial que define el lenguaje humano es la posibilidad de prevaricación, es decir, la mentira intencional. Las abejas, por ejemplo, tienen un complejo lenguaje que les permite informar a sus compañeras de colmena acerca de las características y la dirección del campo de flores que han encontrado. Pero, ¿se imaginan a un abejita riéndose a carcajadas mientras todo el enjambre se va inocentemente para el lado de la autopista? ¿Se imaginan a un gorila dando su típico grito de peligro sólo por el gusto de asustar al resto de la monería? Tal vez se lo imaginen, pero en la realidad no sucede. Sólo el ser humano puede mentir deliberadamente y ejerce esa capacidad de todas las maneras posibles.
La mentira no siempre es condenable y no para todos. Los filósofos no se ponen de acuerdo. Platón, en su República, promueve la mentira “noble”, como todo el que ha pretendido avanzar en cuestiones de filosofía política. Kant la descarta sin más trámite. En el Talmud, el rabino Hillel defiende hasta cierto punto la mentira social, contra la rigidez de Shammai, que no la admite en ningún caso. En una boda, argumenta Hillel, ¿acaso no es necesario alabar la belleza de la novia, aunque sea fea?
Con la apertura de la sociedad, me pregunto a veces si no se está perdiendo el delicado arte de fingir. Ya no se escuchan expresiones como “pour la galerie”, actuaciones sociales destinadas al aplauso de los cándidos. Ya no se ven esas salas para recibir visitas, con sus sillones enfundados y las arañas de caireles envueltas en tela, listas para lucir ante extraños en toda su impoluta perfección, mientras la familia se amontona en la cocina, el dormitorio y la piecita del fondo. En lugar de disimular su pecado con ropa amplia y cuellitos bebé, las embarazadas exhiben sus panzas en bikinis y vestidos de novia. El mundo ha conseguido vencer a ese monstruo de mil cabezas (y dos mil oídos), del que tan poco se oye hablar hoy: el temido Qué Dirán. Poco a poco la falsedad y el fingimiento va quedando reducida a las relaciones laborales, a las parejas infieles y sobre todo, a la política.
Que se pierda un arte tan complejo y sutil es casi una pena. Tal vez no hay una obra que exhiba y en cierto modo admire el fingimiento como la novela La edad de la inocencia de la novelista estadounidense Edith Wharton (que provocó esa maravillosa película de Martin Scorsese con Daniel Day-Lewis). Un hombre que ha sufrido durante buena parte de su vida un amor prohibido sin atreverse a concretarlo, sólo al final de sus días comprende que la aparente trivialidad de su esposa esconde, con doloroso disimulo, el conocimiento de todo lo que ha pasado, una comprensión profunda de su pena y el compromiso atroz de no mencionarlo jamás.
Más difícil es elogiar la hipocresía, que no sólo implica disimulo sino también simulación. Un verdadero hipócrita no se limita a ocultar su verdadera personalidad, sino que trata de sacar partido de su falsedad, se entroniza a sí mismo como ejemplo de virtudes que no practica y condena al prójimo cuando se aparta del camino que finge transitar. Tartufo, la inmortal obra de Molière que condena a los falsos devotos, dotó al diccionario con una palabra más como sinónimo de hipócrita.
En mi infancia y adolescencia teníamos dos famosos mentirosos: Fallutelli y el Dr. Merengue, personajes de historieta que tipificaban la fauna nacional. Nadie quería parecerse a Fallutelli y todos éramos el Doctor Merengue. El lector que no los recuerde los puede conocer en la web. Fallutelli, como su nombre lo indica, era un falluto (palabra casi olvidada), un oficinista hipócrita que mentía, fingía y engañaba para beneficiarse y hacer daño a los demás. El otro yo del Dr. Merengue tenía cierta ternura: el Dr. Merengue sólo pretendía sobrevivir tragándose en la vida real todo lo que la sociedad no le permitía manifestar. No basta ser, hay que parecer, insistía uno de los refranes de la época.
Me gustaría terminar esta nota con un consejo para los lectores (que alguna vez les di a mis propias hijas): digan siempre la verdad, así cuando tengan que mentir todo el mundo les cree.
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