CINE Escritor, psicomago, tarotista, guionista de comics, director de cine, Alejandro Jodorowsky es un extraño y ecléctico talento que desde hace más de cuarenta años viene esquivando definiciones. Ahora llega a Buenos Aires, en dos semanas, la película con la que volvió a las pantallas y a Chile después de más de dos décadas: La danza de la realidad, su autobiografía delirante y desmesurada, con la que retrata Tocopilla, el pueblo minero norteño donde nació y en la que vuelve a dejar su marca con imágenes e historias llenas de desbordes y caprichos.
› Por Fernando Krapp
Alejandro Jodorowsky tiene pasión por los desnudos. En su autobiografía La danza de la realidad –versión impresa– hay muchas, demasiadas, referencias a desnudos: una foto promocional de su obra Zaratustra donde todos los actores y técnicos posan desnudos (lo mismo que su mujer del momento, junto a todos sus hijos). En otra obra de su juventud, Opera Pánica, el propio Jodorowsky es azotado en público para desprenderse de su narcisismo físico, y está... desnudo. En El Topo, el western que dirigió en 1970, su hijo entierra el retrato de su madre y su primer juguete, y queda desnudo. Y hace un año, cuando se conoció en Internet el video promocional (algo así como un teaser) de La danza de la realidad, versión filmada, vimos a Jodorowsky a sus 85 años, sentado en una silla giratoria, delante de una gran biblioteca e iluminado por la luz del mediodía hablando en francés sobre el estreno de este nuevo film después de 24 años sin filmar... totalmente desnudo.
Algo se sabía sobre la producción de Jodorowsky, y su intención de llevar al cine la parte inicial de su autobiografía. El rumor corría al igual que todo lo que corre a su alrededor, como un mito. Que estuvo 22 años juntando peso sobre peso unos 500 mil dólares de su propio bolsillo. Que un amigo productor, Michel Seydoux, le propuso financiar la película con una plata que tenía ahorrada. Que iba a volver a Chile, país natal que había abandonado a los 24 años. Que estaba demasiado viejo para hacerla. Pero la noticia de la confirmación de La danza de la realidad llegó, cuando no, por Internet: la plata que tenían para hacerla no alcanzaba. En el video, se lo ve a Jodorowsky (esta vez vestido) pidiendo dinero para financiar la película por el sistema de Crowfounding. El escritor de El loro de las siete lenguas parece bastante tecnofílico: lanzó su último libro vía Amazon y es un tuit star. Tiene más de 700 mil seguidores y varias veces al día recibe consultas parecidas a las que contesta en persona en el café Le Téméraire, especie de oficina que queda debajo de su casa parisina. Miles de personas de todo el mundo le piden actos psicomágicos, consejos astrológicos o simplemente alaban su arte vía web. Por este medio llegó a reunir 40 mil dólares, que decidió devolver cuando consiguió, gracias a un productor chileno, japonés, los tres millones y medio que necesitaba para terminar de filmar la película en su ciudad natal: Tocopilla. Un pueblito minero al norte de Chile, donde, según él, la gente vive hasta los cincuenta años y se muere de cáncer por trabajar de sombra a sombra en la planta eléctrica que mata pescados.
Tocopilla fue también la sede donde Jodorowsky, a pesar de no haber recibido ni un peso del Fondart (el Incaa chileno), decidió hacer el año pasado (antes que en Cannes o en cualquier festival de prestigio) la avant première de La danza de la realidad. Con una anhelada alfombra roja que al final no pudo ser, Jodorowsky no asistió por razones de salud, pero sí mandó otro videíto (también vestido) agradeciendo a los 400 espectadores que se amucharon en la puerta para ver a su pueblo, a sus personajes pintorescos, retratados bajo la mirada mítica y surrealista de El Viejo, como le dicen cariñosamente sus amigos tuiteros y lectores más acérrimos.
Para Jodorowsky Tocopilla es como Macondo, un pueblo del desierto del norte que no tiene edificios ni nada, que parece perdido en una mancha amarilla de rocas y sal, con olor a pescado continuo, sin ningún atractivo ni nada que se le parezca, pero la gente nacida y criada ahí por algún motivo se queda, se arraiga. Hasta el mismo Jodorowsky sufrió su exilio de niño cuando su familia se mudó a Santiago, y comenzó su errática carrera como agitador cultural, poeta, director de teatro, escritor, otra vez poeta, inventor de la psicomagia, astrólogo, guionista de comics y, por supuesto, director de cine.
El lugar donde se nace condiciona una visión del mundo; aunque uno nazca en un basurero, ama a ese basurero, es instintivo, señala Alejandro Jodorowsky en la versión impresa de La danza de la realidad. Allí, narra detalles y detalles de los vaivenes que sufrió en Tocopilla durante su infancia, donde lo discriminaban por ruso-judío, por tener “patas de leche” y parecerse a Pinocho. Narra los abusos verbales de su padre Jaime Jodorowsky, inmigrante ruso antisoviético dueño de una casa de comercio llamada Ukrania, que lloraba secretamente por no haber seguido su frustrada carrera como trapecista, y que lo trataba de maricón. Narra sobre las enormes tetas de su madre, Sara Felicidad, y su profesión frustrada como cantante de ópera. Narra sobre su inexistente y virginal hermana, condescendida por toda la familia. Narra, en definitiva, cómo un pueblo chico en su versión de infierno salado puede volverse un lugar bastante hostil.
“Comprendí que la llamada realidad era una construcción mental”, anota en su autobiografía, y esa máxima es la que atraviesa toda la película. Hay circos, pájaros que vuelan por cualquier lado, situaciones circenses en el medio de la calle, niños que mueren porque el mar se enoja, hombres caminando por el desierto, hombres que declaman, mujeres que cantan a capella. Jodorowsky aseguró no obstante que La danza de la realidad no es una película surrealista, porque los sueños, los recuerdos, la memoria, la forma de configurar un pasado para habitar el presente son también una forma de realismo. En una entrevista señaló que su cine, cree, es realista. “No soy raro, soy realista pero artístico, el mundo no es una cosa racional, tiene muchas cosas irracionales que no entiendes. La más pequeña es que hablas de alguien hoy y mañana lo ves. Eso se llama sincronicidad. Es raro, porque pasan cosas y son milagros, es el inconsciente que hace las cosas.”
La sincronicidad es lo que marcó, en definitiva, a todo el cine de Jodorowsky, fue la que estableció su ley relativa para construir imágenes y luego montarlas en una película. Eso es lo que incomoda también de La danza de la realidad: su anacrónico vanguardismo. Es una rara avis para lo que estamos acostumbrados a ver en lo que va del siglo XXI. No sólo porque el cine de Jodorowsky haya tomado este calificativo como un estandarte que define de por sí una estética, sino porque su película –incómoda, mítica, desmesurada– pone sobre el tapete el reverso de la realidad cinematográfica actual. A pesar de la cantidad de cámaras que proliferan a nuestro alrededor, con miles y miles de imágenes que nos rodean, el cine pareció tener una reacción inversa: cuanto mayor acceso se tenga a los modos de producción, más correcto y academicista se volvió. La experimentación no es el motor que sí imperaba en los años setenta cuando El Topo o La montaña sagrada le volaron la cabeza a media generación de espectadores que no entendía cómo un chiflado estaba haciendo lo que hacía. Quizás, ahora, uno podría achacarle a Jodorowsky no comprender del todo la lógica del montaje digital (opuesto al corte abrupto que permitía el fílmico, y que generaba esa sensación de “irrealidad”, algo que trastornó a toda una generación de cineastas amateurs), pero no se puede negar la vitalidad que intenta imprimir en sus imágenes cargadas de exuberancia, desbordes y caprichos.
A mitad de La danza de la realidad, versión impresa, después de contar una infinidad de anécdotas increíbles sobre su vida en México y en Chile, Jodorowsky da algunos detalles sobre su faceta como director pero señala que para hablar sobre el cine y sus problemas, sus interminables idas y vueltas, sus peleas para conseguir financistas y toda esa enorme cantidad de energía desperdiciada, debería escribir varios libros más. El rodaje de su segunda película, El Topo –ese western esotérico con una mezcla de budismo oriental y razonables dosis de peyote– merecería de por sí el libro entero. Pero como todo en la vida de Jodorowsky parece hilado por una serie de causas cuyos efectos son desconocidos, logró hacer su segunda película.
El pequeño hit que fue El Topo en Francia e Italia en 1970 logró atraer a algunos productores franceses (entre ellos el mencionado y multimillonario Michel Seydoux) y también llamó la atención de... John Lennon, quien financió, junto a otros secuaces, su siguiente delirio cinematográfico: La montaña sagrada. Estrenada en 1973, es una suerte de tour de force por los desniveles de la conciencia, con decorados alla Pánico y locura en Las Vegas y mucho Dario Argento (fanático de sus películas, quien después lo contrató para hacer Santa Sangre en 1989). A pesar de que George Harrrison se terminó bajando del proyecto porque no quería que le hicieran un primer plano de su ano (!), el film también fue un éxito en Europa. Y Jodorowsky se subió al carro.
Las esperanzas de cambiar el curso de la historia del cine se vieron truncadas por el fracaso y la desilusión después de que Dune, su máximo proyecto, no pudo hacerse realidad. Jodorowsky se dedicó a escribir, desarrolló su técnica psicomágica y el cine quedó relegado a un segundo plano, con un par de películas esporádicas. El estreno de La danza de la realidad celebra de algún modo un regreso al cine, a un cine que en definitiva no pudo ser, pero cuyos rastros se pueden ver desperdigados en las situaciones delirantes, los decorados circense, y las actuaciones desmesuradas. No es casual que haya elegido el cine para hablar de su infancia: vuelve a un pueblo donde sufrió y fue “traicionado”, del mismo modo que regresa a un arte con el que también padeció desventuras y frustraciones. Un regreso que revitaliza, por otra parte, un modo acabado de hacer cine (surrealista, lúdico, imperfecto), ya que Jodorowsky, hablando mal y pronto, está más allá del bien y del mal: espera ansioso la versión cinematográfica de El Inkal, que Nicholas Winding Refn está tramando (el director de Drive es fanático de El Viejo), ambiciona una adaptación de su multipremiado comic Juan Solo, que transcurre en México, prepara, a sus 85, la segunda parte de La danza de la realidad, bajo el título de Poesía sin fin, donde narrará sus periplos por Santiago de Chile, sus amistades con Nicanor Parra y Enrique Lihn, su pasión por las marionetas y el teatro, sus inicios como mimo y sus noches de “carrete” en los inicios de los happenings chilenos, proyecto para el que ya tiene una parte del presupuesto acumulado. Eso sí: sin la ropa puesta.
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