Corría el año 1969 y, en medio de la dictadura de Onganía y el Cordobazo, había otro mundo y estaba en éste: eran los primeros tiempos del rock, del hippismo, el arte experimental, Plaza Francia y el LSD. En ese contexto, y en forma semiclandestina, casi en el subsuelo del underground, apareció una revista llamada Lo inadvertido, un verdadero collage de imágenes, fragmentos y graffiti de autores extranjeros y locales. Pero, lejos de la improvisación y la estudiantina, el staff de la revista revelaba un complejo laboratorio del arte: Marta Minujín, Skay y Daniel Beilinson, Luis Alberto Spinetta. En Los años psicodélicos (Mansalva) se reproducen las páginas rescatadas de Lo inadvertido, y Fernando García entrevista a sus hacedores, revelando la trama secreta de la psicodelia argentina.
› Por Salvador Biedma
A fines de 1969, el año del Cordobazo, en plena dictadura de Onganía, un grupo de hippies puso en marcha una revista. De pocas páginas, hecha a mano –en buena medida, bajo los efectos del LSD– con lapiceras y marcadores, apenas algún fragmento escrito a máquina. De ahí salían entre diez y veinte copias offset. Al ver la tapa de algún número de Lo inadvertido, podría suponerse que fue una publicación armada con entusiasmo por alumnos de secundaria de los ’70 o los ’80. La perspectiva cambia al conocer quiénes se escondían detrás de los nombres o seudónimos que figuran, a modo de staff, en esas tapas: Andina era Marta Minujín, Sky era Skay Beilinson, Swami era su hermano Daniel, Luis era Luis Alberto Spinetta.
Se conservan apenas algunas hojas, que ahora Mansalva publica en edición facsimilar, con un notable estudio de Fernando García, quien además se encargó de las profusas notas y entrevistó para el libro a los directores de Lo inadvertido, Marta Minujín y Daniel Beilinson, y a Claudio Badal, el iniciador de Minujín en el consumo de LSD.
La publicación (quienes la hacían la llamaban “diario”) no tenía ninguna regularidad. “Sale espontánea-cíclicamente”, se anuncia con orgullo en las dos tapas que sobrevivieron. Aparte del material que se extravió, hay muchos detalles imposibles de rastrear y nombres olvidados. Algunas personas vinculadas con la revista no quieren hablar de aquellos tiempos de psicodelia. Y están los que, a más de 45 años, apenas guardan vagos recuerdos o perdieron el rastro de gente con la que se cruzaban entonces, a la que muchas veces apenas conocían por el seudónimo.
La propia dinámica de la publicación no ayuda a encontrar referencias precisas. Por ejemplo, no está claro cuántos números se hicieron. En una nota de 1970, Minujín dijo que eran tres, pero, en la entrevista para el libro, estima que llegaron a ocho. Por todas estas razones, si bien García logró reponer muchos datos, quedan lagunas importantes.
En las páginas que se conservaron, reproducidas a color en Los años psicodéli-cos, hay material suficiente para explorar, entender y pensar algo que estaba prácticamente perdido: un “diario” hippie hecho durante el desembarco de la psicodelia en Buenos Aires (los directores habían vuelto a Argentina luego de abrirse a ese mundo en el extranjero: Marta Minujín en Estados Unidos y Daniel Beilinson en Europa) que parecería tener como principales consignas dos términos que se repiten muchas veces en la publicación: LOVE –así, en inglés, casi siempre escrito en mayúsculas– y LSD.
La circulación de Lo inadvertido respondía a su nombre. Se hacían poquísimos ejemplares, diez según la tapa del primer número, veinte según palabras de Minujín en 1970, y se regalaban (en mano) a amigos, conocidos o personas de aspecto confiable que, si no estaban ya iniciadas en la psicodelia, mostraban algún signo de interés. Todo muy restringido, casi una contraseña entre quienes frecuentaban ciertos lugares o círculos. No era algo para andar exhibiendo a la ligera en plena dictadura.
Minujín acaba de volver de viaje. De la Bienal de Venecia. Atiende el celular y dice con voz apurada (a la vez, amable) que perdió las llaves de su coche. Pregunta si puede hablar en un rato, pero ella misma no se logra contener y, sin dar tiempo a nada, suelta: “Nunca imaginé que el diario podía publicarse en formato libro porque no era su sentido. El sentido era regalarlo a ‘gente linda’ por la calle, en Plaza Francia, en los bares. Aparte, en ese momento el dinero no existía para nosotros. Ahora, como pasaron más de cuarenta años, sale el libro, pero no lo hice yo, lo hizo Fernando García”. Hace una pausa micrométrica y pide: “Hablemos cuando encuentre las llaves”.
Podría pensarse esta revista como una rareza, una anomalía, una ocurrencia casual o un punto de encuentro entre quienes compartían determinados códigos, pero lejos de otras publicaciones contraculturales como Eco contemporáneo, que desde 1961, con un planteo mucho más claro, más comprometido, menos caótico, trazaba ideas con las que seguramente acordarían quienes participaban en Lo inadvertido. El “diario” tampoco influyó de manera decisiva en la escena de la época. Ni aspiraba a hacerlo.
En el largo ensayo que oficia de prólogo, Fernando García define a la publicación como “prensa de catacumba”, “el underground de la prensa underground”, una propuesta que “ni siquiera busca ocupar un nuevo espacio en las políticas de la comunicación”. Se trataba de algo absolutamente marginal y no sería razonable exagerar lo que significó en ese aspecto. De todas maneras, el rescate de las páginas que sobrevivieron en el archivo de Minujín implica sin duda un aporte valioso por varios motivos: vale como documento de una movida hippie-psicodélica porteña (con su apología del LSD y la marihuana), representa la comunión de diversas disciplinas artísticas que incluyen al naciente rock argentino (comunión que también se daba en el Instituto Di Tella), ayuda a comprender una época y, si bien no hay ahí ninguna obra cumbre (tampoco parece la intención), registra la confluencia de nombres muy significativos.
El proyecto de armar un libro que rescatara la aventura de Lo inadvertido surgió en 2010, cuando Fernando García asistió a la muestra Pop! La consagración de la primavera, curada por María José Herrera, en la Fundación OSDE. Se exhibían obras –de arte pop, obviamente– realizadas durante los años ’60 por artistas como Edgardo Giménez, Dalila Puzzovio, Juan Stoppani o Marta Minujín.
Ahí se expusieron por primera vez algunas hojas de Lo inadvertido. García las vio detrás de un vidrio, en una vitrina, y se quedó largo rato observándolas, leyendo (lleva tiempo desgranar cada página), inclinando la cabeza por momentos –recuerda– para seguir las caligrafías movedizas. Volvieron a exhibirse a fines de ese año en la retrospectiva de Minujín que hizo el Malba, pero como algo menor, casi accesorio. Para entonces, ya García estaba empecinado en la idea de armar el libro.
En las dos tapas sobrevivientes se lee, casi como una explicación de lo que trae la revista: “Traducciones de libros y diarios subterráneos americanos e ingleses, notas y pensamientos de aquí, Buenos Aires”. Por lo que hay disponible (todas las páginas conservadas se incluyen en la edición de Los años psicodélicos), serían más los textos propios que las traducciones. Abundan, eso sí, las listas de obras, escritores y músicos extranjeros recomendados, casi un catálogo con referentes internacionales de la contracultura de los ’60: el I Ching, El Libro Tibetano de los Muertos, La experiencia psicodélica, Siddhartha, El libro hippie, Jimi Hendrix, Jethro Tull, autores de haikus –Basho y otros– presentados como “poesía zen”.
La inmensa mayoría de los textos de la revista son breves, fragmentarios, muchos de una sola frase, muchos otros con la extensión de una “pastilla” periodística o un poema corto (cuando García le pregunta si había otros artistas plásticos en la publicación, Minujín dice que no, que eran todos poetas porque, en ese momento, “la poesía era un must”). Esos párrafos manuscritos se mezclan con dibujos muchas veces infantiles, no siempre afortunados. Se repiten por todas partes las consignas “LOVE” y “LSD”, aparecen sueltas otras como “Nirvana está en ti” o “Inundar el tanque de agua con Yellow Submarine”, muchas mayúsculas y caligrafías semiescolares.
Repartidos por acá y por allá en las abigarradas páginas, hay relatos mínimos, citas heterodoxas, oraciones sueltas como “necesito el phone de Eric Clapton” o “no entiendo por qué la gente quiere entender”. Y dos perlitas: las frases a modo de colaboración de Tanguito (“mirate en tu espejo y verás a un gigante como son los gigantes, son así, más grandes que tu propia carne”) y Miguel Abuelo (“el hombre llegó a la luna y yo llegué al cielo”). Fernando García usa en una nota aclaratoria la expresión “graffitis poéticos” para definir estos dos hallazgos.
En la tapa del primer número, que consigna la fecha octubre de 1969, se anuncia con bombos y platillos un supuesto festival de “música beat-hindú al aire libre” donde tocaría Diplodocum Red & Brown, banda formada por Skay y Guillermo Beilinson (los dos hermanos de Daniel), el Topo D’Aloisio, Bernardo Rubaja e Isa Portugheis. Junto a La Cofradía de la Flor Solar, Diplodocum fue un antecedente directo de los Redonditos de Ricota y llegó a grabar dos temas, disponibles hoy en YouTube.
Llama la atención una página con los “secretos” de la Galería del Este, que mezcla chismes de tono jocoso, un llamado de atención por la presencia de policías en el lugar (“dentro de muy poco volarán con nosotros o nos volarán”) y, por ejemplo, una observación no muy positiva sobre Javier Martínez, el líder de Manal, que había andado por la galería “diciendo que amaba a todo el mundo” (“no, pibe, no te creemos”, se plantea a continuación).
Fueron pocos los textos de mayor desarrollo, por lo que se puede ver. Hay uno notable, escrito por Spinetta, de una página. Comienza así: “Es absurdo que trate de hablarles de música porque yo soy Luis y soy la música. ¿Por qué hablar de música? Si vos debés ser música y todos debemos ser música”. En la nota correspondiente, García propone ese texto como predecesor del famoso manifiesto “Rock: música dura, la suicidada por la sociedad”, que se repartió en la presentación de Artaud en el Teatro Astral. Los años psicodélicos también incluye fotos de la época, entre las que sobresale una de Spinetta y Minujín, preciosa, en el Di Tella.
Otros dos textos excepcionalmente largos son una reseña sobre tres conferencias del escritor inglés Robert Graves, en la que se habla de la marihuana y el LSD y se los vincula con el arte y la percepción (“lo que importa es que la droga muestra claramente la importancia del amor activo entre los seres humanos”, dice), y un fragmento en el que Timothy Leary, Ralph Metzner y Richard Alpert –los autores de La experiencia psicodélica– dan algunos “tips” para el consumo de ácido lisérgico. Estos dos textos aparecen mecanografiados; cabe suponer que el primero se tomó de una revista inglesa o estadounidense porque se aclara con marcador: “Tradujo Paco”.
En 1969, cuando apareció Lo inadvertido, Marta Minujín ya era Marta Minujín. Había hecho varios de sus happenings más celebrados y se la reconocía como artista de vanguardia en Buenos Aires, París o Nueva York. Tanto ella como Daniel Beilinson aterrizaban en suelo argentino después de sendos viajes iniciáticos. Ella se había hecho hippie en Estados Unidos; él, en Europa.
Traían encima ideas, revistas, libros y música que casi no se conocían en el ambiente porteño. Por ejemplo, las referencias a Hendrix (dos veces figura la frase “Are you experienced?” en lo que se conserva del “diario”) parecen obvias ahora, pero la situación era muy distinta en ese momento.
Minujín había ganado en 1966 la Beca Guggenheim y se había establecido en Nueva York, aunque siempre con un pie en Buenos Aires. Allá conoció el hippismo, frecuentó a Janis Joplin, tuvo su primera experiencia con LSD (su amigo Claudio Badal, que trabajaba en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, le dijo “tenés que probar esto” y le convidó una pastilla de 400 miligramos), asistió a alguna conferencia de Timothy Leary. También residió un tiempo en San Francisco, en la encendida Costa Oeste de Estados Unidos, antes de la temporada porteña en la que salió Lo inadvertido.
En la entrevista que le hace Fernando García, cuenta que en esos años tomaba LSD todos los días –lo que implicaba un viaje de ocho horas sobre veinticuatro–, describe las reuniones hippies en el Central Park, señala que muchas personas acabaron mal por el ácido lisérgico u otras drogas y afirma que meterse tan a fondo en la experiencia psicodélica (“psicadélica”, dice ella) la hizo dejar de lado durante un largo período las exposiciones en Nueva York, lo que frenó un poco su reconocimiento internacional. “Creo que ése fue el error de mi vida”, apunta.
Daniel Beilinson había viajado a Londres en 1968 para estudiar diseño. Allá tuvo sus experiencias iniciales con drogas, la marihuana primero, el LSD después. Un argentino lo introdujo en el hervidero del edificio Arts Lab y ahí conoció el mundo hippie, que le hizo replantearse muchas ideas y explorar otros modos de vida. Estiró como pudo el dinero que los padres le habían dado y, con la idea de conocer Oriente, inició a dedo un viaje por España, Italia, Grecia, hasta Estambul, en Turquía. Beilinson cuenta que en esa ciudad se perseguía duramente a quienes llegaban en busca de marihuana o hachís y que se puso “muy paranoico” porque su compañero de habitación, que había salido a conseguir, nunca volvió al departamento. Entonces, emprendió la vuelta.
Con su habitual desparpajo, Minujín se ha jactado muchas veces de ser quien “importó” el hippismo a Buenos Aires. Sin embargo, en la entrevista que le hizo Fernando García, reconoce que ya había hippies porteños a mediados de 1968. Fue entonces cuando, con el proyecto Importación/Exportación, ella buscó reproducir en el Di Tella las experiencias que estaba viendo y viviendo en Nueva York. Entre los que colaboraron en la movida estaba Pipo Lernoud, poeta, periodista, autor de algunas letras emblemáticas del rock argentino y pionero del movimiento hippie.
“Volví, traje LSD y la gente tomó e hice Importación/Exportación en parte porque traje eso. Y les di a todos. Hasta a Romero Brest le di un ácido”, cuenta Minujín. Como parte de la propuesta, invitó a Almendra y Manal a tocar en el Di Tella, que empezaba a verse jaqueado por la dictadura de Onganía (ese año se había clausurado una obra). La intención era luego “exportar” experiencias del hippismo porteño a Nueva York, cosa que nunca pudo llevarse a cabo.
Lo inadvertido apareció poco más de un año después de Importación/Exportación (entre tanto, Minujín volvió a Estados Unidos) retomando en gran medida las mismas ideas. El intento de unir “traducciones de libros y diarios” con “notas y pensamientos de aquí” sin duda ya estaba en el proyecto de 1968. Y esa búsqueda se ve claramente en una de las dos tapas que se conservan: junto a la repetida consigna “LOVE” en inglés, brilla con enorme caligrafía la frase “viva los locos que inventaron el amor”, parte de la “Balada para un loco” que Astor Piazzolla y Horacio Ferrer acababan de estrenar en el Festival Iberoamericano de la Canción. Un llamativo lazo entre el hippismo y el tango de vanguardia.
Se nota que Fernando García (autor de Los ojos: Vida y pasión de Antonio Berni y Conversaciones con León Ferrari, entre otros libros) está entusiasmado con la salida de Los años psicodélicos. Habla y las palabras se amontonan como si no le alcanzaran para dar cuenta de las horas que pasó mirando y remirando las veinte páginas sobrevivientes de Lo inadvertido. Y su voz se exalta al mencionar algunos imprevistos descubrimientos en torno al “diario”.
Además, este libro le dio la excusa para desarrollar (en el ensayo-prólogo) un tema muy poco transitado que tenía entre ceja y ceja desde hacía tiempo: la historia de las primeras experiencias con LSD en Argentina. El psicoanalista Alberto Fontana planteó en los años ’50 la posibilidad de usar ácido lisérgico u otros alucinógenos en terapia. En el mundo ya se estaba explorando ese vínculo. De hecho, el término “psicodelia” fue empleado, mucho antes del hippismo, por el psiquiatra inglés Humphry Osmond, el mismo que condujo a Aldous Huxley en un viaje de mescalina (Huxley escribiría después Las puertas de la percepción).
Fontana llegó a utilizar el LSD en sesiones grupales desde 1959 hasta entrada la década del ’60. Participaron en estas terapias personalidades como Noé Jitrik, Paco Urondo, Mario Trejo, Marilina Ross, Norma Aleandro, Rodolfo Kuhn o Alberto Ure. En 1971 Fontana publicó un libro sobre su trabajo con alucinógenos en terapia: Psicoanálisis y cambio. Ahí cuenta que interrumpió en 1966 las prácticas con ácido, a raíz de la difusión de esa droga para un “uso no-médico”.
García no sólo consiguió el libro de Fontana tras una larga búsqueda, sino que además obtuvo el sorprendente testimonio de Noé Jitrik sobre aquellas sesiones. Vale la pena citar un breve fragmento: “Así, como lo presentó, se trataba de una herramienta nueva del psicoanálisis sin ninguna función extra-terapéutica. Bueno, yo dije que sí, siempre digo que sí. Eran experiencias, ¿no? La ingestión del ácido fue líquida, o sea que el LSD vino disuelto en un vaso de agua o algo así. Lo tomamos y, mientras tanto, seguimos con el análisis: de pronto empezó a hacernos efecto. Éramos cinco o seis personas. Al principio yo diría que sentí una especie de estupor. Al rato empezaron las imágenes.”
Otra sorpresa surgida lateralmente en la investigación sobre Lo inadvertido es la persona que le convidó por primera vez ácido a Minujín. No se trata de alguien cualquiera. Claudio Badal estuvo entre los organizadores del primer Be-In realizado en el Central Park, en 1967: una reunión de cerca de 10 mil hippies que se manifestaron, entre otras cosas, contra la guerra de Vietnam. Un artículo escrito entonces por Don McNeill, nota de tapa en The Village Voice, asegura: “La contraseña fue ‘LOVE’ y se la cantaba, se la coreaba, se pintaba en las frentes y se unían sus letras en la ropa”. En mayúsculas, “LOVE”, como aparece en Lo inadvertido.
Por otra parte, Badal es quien encontró moribundo, en 1965, al artista plástico Alberto Greco: había tomado una sobredosis de barbitúricos y se había escrito la palabra “Fin” en la mano. Badal cuenta que Greco lo había invitado a cenar (estaban en Barcelona) y, cuando llegó, lo encontró agonizando; avisó a la policía, llevaron a Greco al hospital, pero murió pocas horas después. Según viejos rumores, decidió suicidarse en nombre de su amor hacia Badal. Imposible saberlo; ni siquiera está claro si fueron pareja. Minujín afirma en el libro que Greco “siempre fantaseaba sobre sus amantes” y que “era un obsesivo”.
Un último ejemplo –apenas un detalle– de los descubrimientos que emergen en el libro: se sabe que Marta Minujín fue quien le puso el apodo a Skay Beilinson; suele repetirse que provino de una asociación entre el cielo (en inglés, “sky”) y los ojos del guitarrista; Daniel Beilinson asegura, en la entrevista con García, que esto último no fue así. “Yo estaba cuando le dijo ‘sos un sky’ y se lo dijo más bien por su temperamento. Era un cielo, muy bueno, muy tranquilo”, plantea Daniel, quien hoy se dedica a organizar salidas de caza en diversos puntos del país.
Como se ve, hay una buena cantidad de perlitas en Los años psicodélicos. En las páginas de Lo inadvertido que se conservaron, en las que uno descubre algo nuevo cada vez que vuelve a mirar, pero también en el enriquecedor trabajo de Fernando García. Su entusiasmo llega en un remolino de palabras, historias, ideas. “Siempre es muy estimulante trabajar sobre un material que resultó largamente olvidado –comenta– y sobre el que no hay casi nada escrito.”
Minujín atiende el celular. Ya encontró las llaves de su coche. Su voz sigue sonando apurada, pero más tranquila. Dice que está contenta con la salida del libro porque quizá alguna gente se vuelva “un poco hippie, no necesariamente con las drogas, sino con un pensamiento más universal” y, remarca, con la no violencia. “Aparte, el hippie no es consumista, vive al margen de todo, con la música, con lo sensorial... Entonces, puede resultar una salida al mundo de hoy. Yo me considero una hippie y voy a ser hippie siempre, mentalmente, aunque no tome ninguna droga.”
Los años psicodélicos se presenta el próximo miércoles 20 de mayo a las 19, en la galería porteña Henrique Faría (Libertad 1628). Van a exhibirse las páginas conservadas de la revista (el tamaño original es similar al de un tabloide) y se proyectará una filmación que Minujín hizo a fines de los ’60 en Nueva York. Estarán a la venta grabados de la artista y, a pedido de ella, como un guiño al rock argentino de entonces, se va a servir jugo de tomate frío.
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