Domingo, 31 de mayo de 2015 | Hoy
LIBROS Después de muchos años vuelve a conseguirse, en una reedición de El Cuenco de Plata, el influyente Las películas de mi vida, de François Truffaut, publicado originalmente en 1975, que compila la mayoría de sus reseñas para Cahiers du Cinéma. En el libro, el director de Los 400 golpes y el primero en usar la palabra “cinefilia” muestra un ejercicio crítico sin academicismo –a diferencia de la mayoría de sus compañeros de generación, Truffaut no era un intelectual– y con una fuerza vital demoledora, además de llena de pasión: sólo escribe, años después de sus juveniles arrebatos vitriólicos, sobre las películas que le gustan. Y siempre prefiere lo fallido pero emotivo sobre las obras maestras.
Por Fernando Krapp
Si bien es cierto, y algo común, pensar que, como todo movimiento moderno, los cineastas de la Nouvelle vague, antes de lanzarse a filmar, tuvieron que sentarse a pensar y escribir sobre cómo iban a plantar una cámara, las críticas de François Truffaut no parecen perseguir, desde su concepción, esa somera ilusión. Pueden pensarse, claro, de manera generacional pero cuando se atraviesa la “experiencia” de leer Las películas de mi vida (reeditado por El Cuenco del Plata) el efecto es otro. Se percibe que aquel chispazo de vitalidad y excitación que movilizó a Truffaut a meterse en el cine por la puerta de la crítica fue posteriormente enmarcado como una estrategia moderna, aunque su lectura destaca justamente otro sentido: el convencimiento de sí, o bien la crítica como una escuela de cine personal y privada. La crítica como una experimentación vital (y mental) de la técnica cinematográfica.
François Truffaut jugó un papel fundamental en la renovación del cine francés. Fue junto a sus otros compañeros de camada un crítico devenido cineasta, o un cineasta camuflado de crítico. Su polémico texto fundacional sobre “la política del cine de autores” sentó las bases para un modo de ver cine y de hacerlo y a la vez prestó la voz para las ideas que André Bazín, padre espiritual y teórico del movimiento, había germinado en las cabecitas de Godard, Rohmer, Chabrol y Demy, pero claramente no a la inversa, ya que Truffaut, a diferencia de sus compañeros de camada y barricada, no era un intelectual. Y si bien existe un armazón fuertemente teórico en ese texto archicitado, incluido en El placer de la mirada, el otro volumen imprescindible que aúna parte de su trabajo como crítico y que funciona como reflejo simétrico de Las películas de mi vida, lo que irradia, más que su poder intelectual, es la fuerza de una vitalidad sin demagogias.
Publicado originalmente en el año 1975, señala en su prólogo que, quizá por una cuestión de “boutade”, como dicen los franceses, o si se quiere de “saudade”, como dicen los brasileños, esa vitalidad apasionada, desenfrenada y esperanzadora, fue depurada de sus rasgos de rebeldía. Quedaron solamente las “buenas críticas”, las “constructivas”, como si hiciera honor a aquella frase tan suya de que “lo ideal sería escribir sobre las películas que nos gustan”. Todo el escarmiento y asco que destiló en su juventud hacia el “cinéma qualité” y a sus guionistas, aquel cine de sobremesa que embadurnaba a la anestesiada audiencia de la década del ’40 y que vampirizaba la estructura dramática de los novelones del siglo XIX para decorarla con luces brillantes y puestas ampulosas, es reemplazado por su profundo y límpido amor a Jean Vigo y Jean Renoir, por el cine norteamericano de los años cuarenta y cincuenta, por el cóctel explosivo que generaba Lumière (¡nunca Meliès!), Hitchcock e Ingmar Bergman; por el santo y seña que prodigó el neorrealismo de Rossellini.
El ejercicio crítico de Truffaut no se formó, como lo condenó un poco cierta prematura posteridad, con rigor académico; caso Rohmer, por ejemplo, egresado en Letras, o caso Godard, estudiante de Antropología. Truffaut fue siempre un chico en fuga cuyo padre lo mandó en cana y lo puso en un internado por robar una máquina de escribir que imperiosamente necesitaba para fundar su propio cineclub; que después de insistir en alistarse desertó de la milicia donde contrajo sífilis; que en apenas cuatro años alcanzó a ver 4 mil películas (a razón de tres por día en una época donde no había torrents ni VHS, pensemos); que consiguió hacer un primer corto gracias a la plata del padre de una novia a quien nunca le vio la cara; aquel pibito que entre un montón de geniecitos listos acunó el término de cinefilia; que corría de un cineclub a otro robando afiches de películas; que se coló en los rodajes de Renoir, fue asistente de Roberto Rossellini (con quien tuvo un sin fin de proyectos sin hacer); un día decidió suspender la escritura para probar cómo era hacer eso había deseado: “cuando yo era crítico de cine quería con todo mi empeño convencer, probablemente porque, al ignorar los verdaderos problemas que se le plantean a un cineasta, instintivamente intentaba convencerme en primer lugar a mi mismo de que tal cosa era buena y tal otra no lo era”.
Hay muchas maneras de leer Las películas de mi vida hoy. Como una cartografía personal, un mapa de lecturas y de películas de un autodidacta voraz, incluso como la novela de una vida vista a través de sus películas (el chileno Alberto Fuguet no tuvo problemas en tomar prestado el título para una novela propia), porque si bien, con el correr de los años la actividad crítica de Truffaut fue menguando, no cesó del todo. Y de hecho, en ese arco que trazan los artículos previos al estreno de Los 400 Golpes hasta las de la década del ’70 lo van revelando menos enfático en sus postulados y más permisivo en sus adulaciones.
Lo que sí resulta difícil, quizás imposible, es desvincular al Truffaut que se camufla en sus películas y al que surge escamoteado en la experiencia de escribir en primera persona, con el Truffaut aparentemente timidón, pasional y errático que aparece en las bitácoras de sus amigos. Gracias al caprichoso uso de la primera persona, hay un traspaso directo entre experiencia y ejercicio crítico, similar al practicado por la crítica norteamericana Pauline Kael. El estilo de Truffaut es sentencioso y claro, no retórico o argumentativo. Puede presentar sus dudas ante una película o un director y en el texto siguiente volver sobre sus propias palabras para resarcirse y asegurar que se equivocó. Se sabe que como director podía estar en varios proyectos a la vez; escribiendo uno, dirigiendo otro, buscando financiación para un tercero. Con la crítica, lo mismo: Truffaut escribía para las más diversas publicaciones: Cine Digest, Lettres du Monde, Frances Dimanche, Elle. En un espacio de apenas cinco años y a un ritmo endiablado y simultáneo, sus críticas más enardecidas sacudieron el polvo de un ambiente que había confundido el ejercicio crítico con las rondas de prensa hasta lograr que el presidente de la Asociación Francesa de la Crítica de Cine y Televisión, Jean Ney, pidiera públicamente su dimisión de la revista Art. Truffaut no llegaba a los 25 años.
La revista por antonomasia donde mejor se desenvolvió y donde peor cobró fue la emblemática Cahiers du Cinéma. Revista que podría ser enmarcada al lado de la bandera francesa, y que sirvió como caldo de cultivo para todas las teorías posibles y ramificaciones demenciales a lo largo de cuatro décadas. Ahí publicó la mayoría de las críticas y reseñas que se agrupan en Las películas de mi vida. Ahí conoció y discutió con quienes serían denominados los “jóvenes turcos” del cine francés. De ahí, de su caja de empleados podríamos decir, surge también la plata para financiar algunas películas (París nos pertenece, de Jacques Rivette, fue rodada en cuatro años con plata prestada de sus dedos callosos por teclear). Ahí también buscó desarrollar en sus escritos lo que después persiguió en sus películas: ¿Cuál es la especificidad del cine francés? Es decir, cómo se define un cine, que en ese momento, acartonado por una industria asfixiada en sus producciones demodé, parecía alejarse cada vez más de lo que pasaba en la calle (pensemos que estamos en la Francia de posguerra): tanto Truffaut como Rohmer, como Bazin, como Chabrol, buscaban otro tipo de cine, que por un lado reformulara la técnica cinematográfica, pero que esa misma técnica se ajustara con la realidad de posguerra. Truffaut señaló: “El arte cinematográfico sólo puede existir mediante una traición bien organizada de la realidad”. En otras palabras: ¿cómo unir a Rossellini con Hitchcock?
En la primera parte de Las películas de mi vida, Truffaut elige cuidadosamente su propia tradición: destaca la perfecta combinación de “realismo y esteticismo” en L’Atalante aunque su preferencia sentimental esté, claro, en Cero en Conducta, ambos films de Jean Vigó. Elige a Jean Renoir por sobre a Clouzot y lo define sin ningún tipo de tapujos como “el más grande director del mundo”, ya que La gran ilusión representó en cierta manera una nueva manera de hacer cine en Francia. Defiende a Abel Gance y La Torre de Neslé. Elige a Chaplin sin dedicarle muchas líneas a Buster Keaton. Es decir, elige la emoción del público al ver un chico llorando por sobre el manejo de la técnica del director de El maquinista de la general: “El cine normal, el de Louis Lumière, necesita de un mínimo de elementos para provocar emociones. El cine abusivo, para paliar la falta de talento, debe recurrir a combates trucados, violentas escenas eróticas y diálogos teatrales”.
Y avanza en los extranjeros: se desdice con John Ford a quien reconsidera como un genio después de que El hombre quieto lo lleve a rever toda su filmografía. Se desdice también de desvaloración de John Huston a quien ponía muy por debajo de Howard Hawks. Vuelve una y otra vez sobre su fanatismo con Hitchcock a quien defiende –en ese momento– de las críticas negativas que recibieron varias de sus películas. El estilo de Truffaut se despliega a tientas, es imperativo, muy poco persuasivo y polémico, pero, a la vez, esa polémica es cansina; entiende –inteligentemente– que para abrirse paso, en un medio como el cinematográfico, necesita quemar sin cauterizar. Antes que teórica, su lectura es parcial y emotiva; resalta aspectos técnicos siempre y cuando estén al servicio de generar un reflejo en el espectador. Se toma todas las licencias que quiere para diseccionar a un director; señala por ejemplo que Elia Kazan es más descriptivo que narrativo, que Samuel Fuller es más primitivo que primario, o que Agnès Varda no dirigió bien su primera película aunque sea buena. Lo que siempre prima, por sobre la gran variedad de registros y géneros, es la transmisión de una emoción.
“Todo lo que se halla en los dominios de las emociones reclama lo absoluto. Un niño quiere a su madre toda la vida, los amantes quieren amarse para siempre, todo en nosotros reclama lo permanente a pesar de que la vida nos enseñe lo provisional.” Truffaut siempre prefería las películas fallidas por sobre las obras maestras. Como si en esa falla que, según él, sería enmendada por una comprensión futura, se pudieran ver las verdaderas intenciones de un director: forzar la técnica a un cambio y al mismo tiempo darle rienda suelta a su propia emoción. Truffaut, que siempre se consideró parte de la nouvelle vague, buscó, tanto en sus críticas como en sus películas, contener (aunque fuese imposible) esas ráfagas provisionales de emoción con un lenguaje simple y nuevo. A pesar de todas las técnicas y rudimentos para contar una historia, nunca dejó de perseguir esa combustión que hacía correr al celuloide, esa simple y arcaica contradicción que, como Cecilia, el personaje que confunde la realidad con la ficción en aquella maravillosa fábula de Woody Allen, La rosa púrpura del Cairo (por cierto, una de las películas más truffautianas del neoyorquino), tensa el frágil equilibrio entre eso que llamamos películas, y eso que algunos se empecinan en llamar vida.
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