Dom 23.11.2003
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MúSICA

El americano inasible

A los 26 años ya había disuelto una banda legendaria, era el referente de todo un movimiento lanzado a reformular el country y acababa de grabar uno de los discos más emotivos de la historia de los cantautores. Tres años después arrastra una leyenda de compositor compulsivo, recitales que pendulan entre el caos y la perfección, discos piratas, depresiones, bourbon, euforias y benzedrina. Para algunos, es el comienzo de una larga y prolífica carrera a lo Bob Dylan. Para otros, en cualquier momento se convierte en el “el Kurt Cobain del alt.country”. Mientras tanto, Ryan Adams acaba de sacar dos discos (Rock N Roll y Love is Hell), está por lanzar un tercero y tiene listo varios más. Hagan sus apuestas.

POR RODRIGO FRESAN

“Como una piedra que rueda”; así se podría describir a Ryan Adams, uno de los más verosímiles Nuevos Dylan de los últimos tiempos y alguien que –como Bob a mediados de la década del sesenta– parece empeñado en no detenerse, en seguir, en componer canciones a la velocidad de la luz y del sonido y de la vida.
Rewind y recapitulemos y esto es lo que hizo Ryan Adams desde que desactivó a Whiskeytown, banda alt.country de culto y de prestigio con la que grabó los más que meritorios Faithless Street (1996), Strangers Almanac (1997) y la recopilación de rarezas juveniles Rural Free Delivery (1997): 1. Ryan Adams grabó en el 2000 Heartbreaker (uno de los más hermosos y tristes y perfectos álbumes en la historia de los songwriters de corazón destrozado que le ganó la admiración de sus pares y la veneración de la crítica). 2. En el 2001, Ryan Adams regrabó a su manera Pneumonia (disco perdido de Whiskeytown y el mejor de la banda, una especie de White Album multiestilístico de la nueva música campesina cruzándose con el pop americano). 3. Ryan Adams lanzó el mismo año el doble Gold (celebrado como evidencia de su genio camaleónico para homenajear reinventando y, en ocasiones, mejorando a fuentes diversas y a dioses ancestrales) y su primer single –el efervescente “New York, New York”– fue prontamente adoptado por los habitantes de Manhattan como curita musical a la hora de curar las heridas de aquel 11 de septiembre. 4. A continuación –sin interrumpir gira de conciertos que alcanzaban las dos horas y media de duración y las fiestas que duraban varias horas más-, Ryan Adams grabó cuatro o cinco discos en unos seis meses. Uno de ellos, dicen, es una obra maestra y responde al nombre de The Suicide Tapes y fue parido a lo largo de una noche de hotel en cualquier parte; otro, dice él, está “completamente inspirado en mi muy admirada Alanis Morrisette”; otro más está “protagonizado” por un alter-ego suyo y la banda punkie The Pink Hearts. Todos ellos y algún otro fueron destilados en el 2002 en una especie de best of fantasma y compuesto por demos convenientemente titulado Demolition. Y en Europa –donde es más querido y respetado que en Estados Unidos, país en el que sus canciones engalanan los avisos para televisión de Gap– se consiguen cada vez más numerosos CDs piratas rebosantes de canciones inéditas que vaya uno a saber de dónde salieron (se asegura, hay testigos, que Ryan Adams compone un promedio de seis o siete canciones “buenas” por noche). 5. Lo que le deja tiempo para producir y tocar en el disco de su protegé Jesse Malin con el ilustrativo nombre de The Fine Art of Self-Destruction (2002) y convocarlo en el 2003 para ese mal chiste de hard-core rock que fue We are Fuck you registrado por su banda fantasma The Finger. 6. Por el camino y en sus ratos libres, Ryan Adams salió y dejó de salir con Winona Ryder (a quien rebautizó como “Sylvia Plath” en una de sus canciones), se peleó con The Strokes y The White Stripes, se enamoró de otra actriz (Parker Posey, quien de vez en cuando hace coros en sus canciones), vació botellas de bourbon y frascos de benzedrina, y la crítica comenzó a cansarse de su pose de chico problema y el público comenzó a cansarse de soportar conciertos erráticos y de esa dedicación de Ryan Adams por ofrecer a la perfección la imperfecta imagen de alguien que, habiendo iluminado con intensidad, también iba a arder demasiado rápido. Como su admirado Gram Parsons o Hank Williams, o algo así. En cualquier caso –mientras tanto y hasta entonces y 7.–, Ryan Adams acaba de sacar dos discos nuevos. Y a principios de diciembre sale otro. ¿Quién da más?

EL CHICO DE ORO
¿Será Ryan Adams (North Carolina, 1974) un caso patológico, un complejo espécimen a ser estudiado cuando se busque, en un futuro siempre cada vez más próximo, entender cómo se estropeó un gran talento? ¿O será Ryan Adams simplemente un genio sencillo y fácil de comprender viviendo ahora un momento raro que, inevitablemente, pasarápara que él vuelva, fortalecido por la experiencia, a grabar un nuevo y maduro disco a la altura de Heartbreaker? Porque todos estamos de acuerdo en que Heartbreaker es una obra maestra, tal vez el único álbum de songwriter joven capaz de acercarse a conversar con aquel Blood on the Tracks de Bob Dylan (con el que se lo compara a menudo por su intensidad sentimental y su poética encendida) a la hora de cantar y narrar con los bolsillos vacíos el fin de un amor en New York City.
Y también estamos de acuerdo en que el brillante Gold ya demostraba, por momentos, una preocupante tendencia a cierto exhibicionismo mimético. En Gold –acaso contaminado por la euforia de ver el estrellato después de tantas nubes y por la necesidad de mostrar su peso en oro–, Ryan Adams sonaba un poco como ese chico que descubre que puede andar en bicicleta sin manos y quiere que todo el mundo lo mire y lo aplauda. Y está claro que había razones de peso para aplaudirlo. Gold era sólido, abundante, febril y –detalle preocupante que comienza a percibirse ahora y con cierta perspectiva– Gold también tenía algo de inmaduro maniático referencial. Era como si Ryan Adams –después de haberse inventado como original chico sangrante de amor en su primer disco solitario– ahora sólo quisiera pasarla bien con sus amigotes de renombre, hubiera descubierto el ropero de sus héroes mayores y quisiera probarse todos los sombreros. Así, en Gold, Ryan Adams parecía más preocupado por recrear que por crear y se nos presentaba con pasión refleja digna de Zelig convertido en Neil Young, Van Morrison, Elton John, los Rolling Stones, Tom Waits, Randy Newman, The Who, dejando para los outakes que rellenan los singles esos grandes temas dignos de un Son of Heartbreaker y que sólo podría haber compuesto un enfermito como él y nada más que él regresando a sus tonalidades sepias después de unas vacaciones technicolor en las coloridas tierras de la psicosis.

EL HOMBRE INQUIETO
Con Gold, Ryan Adams se metió en una especie de dylaniano y mini Neverending Tour y se contaron muchas cosas de él, y él vivió para cantarlas y alguien no demoró en definirlo como “el Kurt Cobain del alt.country” y está todo dicho. Noches largas, lectura de El diario de Anna Frank, Susan Sontag y Das Kapital (alguien alguna vez tendrá que escribir algo sobre el curioso sistema de lecturas de los rockers), e innumerables entradas a estudios de grabación (cruzándose en sus baños con Keith Richards, a quien le compuso y le dedicó un temita in situ ahí nomás) para registrar todas esas canciones que se multiplicaban como cucarachas de hotel barato o como groupies de suite cara.
Ryan Adams –ya se dijo– grabó muchos discos y no se decidía por ninguno y finalmente consiguió ensamblar un puñado de canciones que le parecían nobles y, por fin, otra vez suyas, las reunió bajo el título de Love is Hell. Ahí las cosas se complicaron: los ejecutivos de su discográfica –todavía entusiasmados por el eclecticismo para todo público de Gold– consideraron al disco “demasiado sombrío y deprimente”, y se negaron a lanzarlo a no ser que Ryan Adams volviera a pararse frente al micrófono y armara algo más “optimista”. Y ahí las cosas se complican todavía más porque Ryan Adams dijo que sí –después de todo le sobraban canciones de todos los estilos– y en un par de semanas registró los quince tracks de lo que ahora es el sucesor oficial de Gold y se titula Rock N Roll. Pero, atención, detalle perturbador y revelador: en la portada –que muestra a un Ryan Adams en blanco y negro sosteniendo desganadamente una guitarra–, el título Rock N Roll aparece invertido, como si se lo leyera frente a un espejo. Y otra vez las múltiples personalidades pero, esta vez, planteadas como un juego perverso y evidente y rebosante de mala leche para un álbum que la revista Mojo (a la que no le gustó Gold) definió como “su mejor trabajo desde Heartbreaker”,mientras que la revista Uncut (que nombró a Gold disco del año 2002) lo considera “insoportable”.
Ni tan tan, ni muy muy. Para empezar, Rock N Roll es la broma despechada de un muchacho malcriado que les da a sus mayores la versión perversa de lo que le pidieron a la hora de portarse bien. “¿Quieren alegría? Aquí tienen”, parece decir Ryan Adams y se manda un álbum rebosante de energía casi tonta y decididamente paródica y firmemente respetuosa donde se invocan –con receta de cóctel modelo agítese con fuerza– los fantasmas formativos y deformadores de Nirvana, Hüsker Dü, Roxy Music, Tom Petty, The Ramones, The Smiths, Oasis, The Stooges, New Order y, por encima de todo y de todos, The Replacements de Paul Westerberg, con quienes tan a menudo –a la hora del concierto etílico– fueron comparados Whiskeytown y Ryan Adams. Y como tiro de gracia –a la hora del single “So Alive”–, un juguetón calco del U2 por los días de Boy y October. Y, por si quedara duda alguna, Ryan Adams arranca todo el asunto –en “This is it”, un venenoso dardo lanzado contra The Strokes, a quienes no ha vacilado a la hora de acusar de plagiarios– cantando a los gritos: “Déjame que te cante una canción que nunca fue cantada antes”. Lo dicho; y lo dice su responsable al definirlo como un fun record que él alaba o desprecia según el humor de quien lo entrevista. Y, sí, Rock N Roll es divertido y es talentoso y se escucha con interés, pero –a ver, a oír– ¿cuántas veces te causa gracia el mismo chiste?

EL PACIENTE IMPACIENTE
A los pies de la tan dolorosa como dolida crítica a Rock N Roll en las páginas del último número de Uncut, hay una pequeña entrevista al autor del crimen donde se le pregunta: “¿Qué le diría a aquellos que dicen extrañar al Ryan Adams de Heartbreaker?”. A lo que Ryan Adams responde: “Les diría que se sienten a escuchar Love is Hell. Es más oscuro y está mucho más jodido que cualquier cosa en Heartbreaker. Son canciones que surgieron de una profunda depresión y algunas de ellas son como amenazas de muerte a mí mismo. Vendría a ocupar en mi obra algo así como el lugar que ocupa Tonight’s the Night en la obra de Neil Young”.
Por lo que queda claro que Rock N Roll es el disco para reír y Love is Hell es el disco para llorar; pero nada está tan claro porque, en realidad, Love is Hell comienza ya en la única balada con piano de Rock N Roll. Una breve canción, una interferencia de menos de dos minutos que -nada es casual– se llama como todo el disco y donde se oye esa voz suave y quebrada confesando: “Todos son tan cool tocando rock’n’roll / Y yo no me siento para nada cool / Denle mis mejores deseos a la banda / No creo que pueda ir al show / Hay una chica que no puedo sacarme de la cabeza / Y no me siento para nada cool”. Pensar en esta canción como el puente que te hace cruzar de una orilla a otra –de la vereda del sol al camino de sombras– y, buenas noticias, la discográfica de Ryan Adams finalmente consintió en sacar a la luz Love is Hell. Pero lo ha hecho con modales malditos: cero promoción y cortándolo en dos partes. Así, Love is Hell Pt. 1 llegó a las disquerías junto a Rock N Roll sin que nadie lo esperara, mientras que Love is Hell Pt. 2 hará lo propio durante la primera semana del próximo diciembre con la diferencia de que todos estaremos esperándolo. Y noticias todavía más buenas: en las diez canciones de la primera parte de Love is Hell, Ryan Adams vuelve a ser Ryan Adams con la sola excepción de dos deslices adrede: el tema que da nombre al minidisco bien podría formar parte de un Best of The Replacements, mientras que el cover del “Wonderwall” de Oasis no es una humorada fácil sino –en su perfecta traducción del brit-pop a la canción apalache– una reinvención de una gran canción para hacerla todavía más grande. Dicen que cuando Noel Gallagher la escuchó, dijo: “A partir de ahora, ‘Wonderwall’ es de Ryan Adams y yo no voy a ser más que su intérprete”. Más allá de todo esto, pero sin alejarse demasiado, en Love is Hell Pt. 1 –grabado con dosbandas diferentes, una en Nueva York y otra en Nueva Orleans– aparecen varios títulos dignos de incrementar el siempre creciente canon de Ryan Adams: ese cuadro de Edward Hopper que es “Political Scientist”, la desesperada “Afraid not Scared”, la triste “This House is not for Sale” y dos obras maestras: la majestuosa “The Shadowlands” y esa dolida posdata para un amor que se fue y no va a volver que es “Avalanche”. Segundas partes pueden ser buenas y sólo se perdona el crimen de haber serruchado semejante maravilla porque falta poco para diciembre y porque cualquier noche de éstas, dicen por aquí, Ryan Adams va a volver a tocar en la ciudad.
Quien firma esto vio en vivo a Ryan Adams dos veces. La primera de ellas fue en Barcelona en un tumultuoso y alcoholizado concierto de presentación de Gold, con banda desmadrada y un Ryan Adams lanzándose al público, perdiendo un zapato, pidiendo que se lo devuelvan, y recitando monólogos on the rocks sin por eso dejar de ofrecer buena música perfecta para amenizar cualquier fiesta-karaoke inolvidable. La segunda de las veces vino Ryan Adams solo y sobrio, y se ofendió cuando alguien del público dejó caer sin querer un vaso al suelo y amenazó con no seguir tocando las canciones más hermosas del mundo con la voz más frágil y emocionante que jamás se había oído en Madrid.
A ver cuál de los dos gana.
Ojalá que gane el mejor.
Ojalá que gane Ryan Adams.

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