HITOS. VIDAS REBELDES
La reedición de Vidas rebeldes (Tusquets), la única novela corta de Arthur Miller y uno de sus pocos trabajos fuera de la dramaturgia, permite revisitar la clásica película de John Huston, Los inadaptados (The Misfits). Y reconocer en esos desiertos una suerte de carta de despedida: Miller escribió la novela y el guión para Marilyn Monroe, la mujer de quien se divorciaría apenas meses después. La escribió pensando en que iba a ser filmada. Sería, además, la última película de Marilyn y de Clark Gable: una obra maestra marcada por la muerte, por un paisaje de decadencia y desolación, por una inexorable tristeza.
› Por Paula Vázquez Prieto
En el prólogo de la nueva edición de Vidas rebeldes (cuyo título original es The Misfits), Arthur Miller confirma lo intuido en la lectura de las primeras líneas de la novela: que la obra ha sido pensada para el cine, pero sobre todo para Marilyn Monroe. “No es novela, ni obra de teatro, ni guión de cine”, nos aclara en primera persona, y de allí que esta forma peculiar de narrativa necesite cierto grado de presentación por parte del autor. Dramaturgo, ensayista y lúcido observador de los cambios brutales del siglo XX, Miller también comprendió la capacidad del cine para hacer vívidas esas transformaciones, la de sus figuras míticas para encarnarlas, y la de toda forma artística popular para nutrir de una inusual claridad aquello que se torna opaco al intentar hacerlo accesible. Vidas rebeldes, nos confiesa, utiliza “las perspectivas fílmicas con el propósito de crear una ficción que quizá posea la peculiar inmediatez de la imagen y las posibilidades reflexivas de la palabra escrita”.
En los primeros años ‘60, el famoso escritor, acusado en la América del macartismo por su resistencia a sumar compañeros escritores a las listas negras, cuestionador implacable del vacuo sueño americano y merecedor de premios y celebraciones en el mundo intelectual de la nueva era Kennedy, estaba en la tapa de todos los diarios por su matrimonio con Marilyn, el menos pensado, el que refería chistes y miserables especulaciones sobre la turbulenta vida íntima de dos emergentes de mundos aparentemente dispares. Más allá de toda contradicción, Miller pensó cada una de sus palabras, aun preñadas de la conciencia de su propio estilo, para el encuentro de sus personajes con la cámara, para el recuerdo de una Monroe única y auténtica, para que el Reno de sus marginados cobrara vida en esos planos desérticos que John Huston inmortalizó en una de sus obras bisagra, puente imaginario entre el Hollywood que se hundía en las tinieblas de su propia decadencia y el que emergía entre las cenizas de un tiempo amargo pero recobrado.
La película The Misfits (conocida por aquí como Los inadaptados), se estrenó en 1961 tras un rodaje arduo y conflictivo en el ardiente verano de 1960. Clark Gable, Marilyn Monroe, Eli Wallach y Montgomery Clift pasaron extensas jornadas de rodaje en pleno desierto de Reno, sumidos en eternas demoras por el clima, los encontronazos, las borracheras y las deficiencias de una maquinaria, como lo era el Hollywood industrial, que ya mostraba evidentes signos de agotamiento. Como cuenta Huston en sus memorias, A corazón abierto, entonces no había comparación entre Reno y Las Vegas; Reno todavía tenía el sabor del Viejo Oeste como The Misfits tiene el sabor del viejo cine clásico que se extingue lentamente entre los retazos de su vieja gloria y los golpes mortales de los nuevos tiempos. No hay película que transmitiera entonces, y de manera más angustiante, esa dolorosa sensación de decadencia como la obra pensada por Miller para la mujer de la que se divorciaría apenas unos meses después. Todo en ella exuda tristeza y melancolía, emociones desgarradas y sentidas en carne viva, puestas en el papel tras una experiencia imaginaria recreada únicamente mediante el lenguaje. Miller piensa en cine todo el tiempo y su escritura escapa al esqueleto del guión para convertirse en un tránsito entre la forma teatral y la novelada, eco de una visión que parece albergarse para siempre en su interior.
Todo comienza con un cartel: “Bienvenidos a Reno, la ciudad pequeña más grande del mundo”. Ciudad de tránsito, de esperas prolongadas, de falsas libertades. Estamos siguiendo el remolque de Guido (Eli Wallach), un ex piloto de la Fuerza Aérea, hoy mecánico asalariado que deambula por las calles esperando la próxima aventura, penando por la muerte de su esposa, por la vida que no fue. Allí se encuentra con Roslyn (Marilyn Monroe), que ha venido a divorciarse, que asoma radiante en la ventana mientras se prepara para una más de sus despedidas, con sus ojos tristes y su ilusión intacta. Más tarde, en un bar, se encuentran con Guy (Clark Gable), cowboy solitario como lo fueron todos los protagonistas del cine de John Huston, aventureros a destiempo, atrapados entre los escombros de un orden que se derrumba sin respiro ni remedio. El cuadro se completa con Perce Howland (Montgomery Clift), un ya no tan joven vagabundo, estrella temeraria del rodeo cuya fama local se erige a golpes y tumbos por la arena, desclasado y eterno penitente como el mismo Clift, marginal de un star system que agoniza a expensas de las almas que le dieron vida.
Tanto Miller como Huston conciben la América profunda como un espacio hermético y aislado donde se conservan los valores de una sociedad que se desgrana lentamente, asediada por una modernidad que ofrece su rostro más oscuro e implacable. Miller ofrece el cruel retrato de un mundo que se torna extraño y autodestructivo para quienes lo habitan, en el que los vínculos verdaderos desaparecen y los sentimientos se revelan vacíos e innecesarios.
En este escenario, Roslyn es nuestro instrumento de acceso, de iniciación; con ella llegamos a ese universo, compartimos su dolor y su confusión ante la insensibilidad de los hombres, y es ella quien expresa una vulnerabilidad que parecía otrora silenciada. Roslyn es capaz de ponerse en el lugar del otro, todo la conmueve y la emociona, vive el peligro como algo concreto y la vida es para ella un tesoro que puede perderse en cualquier momento. Es notable la escena en la que percibe el verdadero destino de esos caballos prisioneros, la ambigua expresión de su rostro, que Miller describe con precisión en el papel y Marilyn Monroe anima con sorprendente complejidad en la película. Cuando se le caen las lágrimas y se disculpa diciendo que es demasiado nerviosa, Elli Wallach reflexiona: “Si no fuera por la gente nerviosa, nos comeríamos los unos a los otros”.
La película The Misfits no fue un gran éxito en su estreno y hoy es recordada muchas veces por ser la última aparición en pantalla de Clark Gable y Marilyn Monroe. Pese a esa aura mortuoria, es también una obra clave del final de una época, habitada por un decadentismo inusual en el cine estadounidense, notable en la autoconciencia de sus interpretaciones e imborrable por el aura desgarradora de su puesta en escena. Fue una de las pocas veces en que Arthur Miller escribió pensando en el cine y en ese camino híbrido y escarpado se concentra su espíritu, como en la ferocidad de las imágenes del desierto infinito, habitado por caballos pequeños e incansables, solitarios en la inmensidad de un abismo que se abre de una vez y para siempre ante nuestros ojos.
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