› Por Fernanda García Lao
Me enteré de su muerte por Facebook: ese mal que se parece tanto a un insomnio colectivo. El 2 de julio apareció un escueto cartel en la cuenta de El cuenco de plata. “Ayer se fue nuestro querido amigo Edgardo Russo. Poeta, escritor, traductor, el mejor editor. Irremplazable. Todos te vamos a extrañar. 1949-2015.” La primera reacción fue de incredulidad. Pero con el paso de los minutos, se confirmaba la noticia. No había un hacker siniestro. El asunto era real. La muerte estaba apurada y lo había pasado a buscar. Hay quien se muere de a poco. No fue el caso. Un infarto dijo basta con la celeridad con que a veces se maneja la desgracia. Tardamos meses en nacer, se muere en un chasquido de dedos. Intentaron reanimarlo. Edgardo ya no estaba acá.
Enseguida supe por una de sus hijas –Virginia Russo– que lo despedirían en el cementerio de la Chacarita. Antes de salir, escribí unas líneas para este diario. Escribir a veces salva, recordar es mantener las cosas en estado de suspensión. Pero no sirvió. A pesar de la distancia que nos habíamos impuesto en el último tiempo, sentarme a decir se fue, derivó en llanto. El que se va, deja a los quedan un poco menos vivos. Es que de tanto vivir, uno se olvida del final cantado.
No llegamos a tiempo a la Chacarita. Mi compañero y yo nos perdimos en una fila de cajones desconocidos que esperaban su final. Pero aunque hubiéramos llegado, ¿a tiempo de qué? Los cementerios tienen la facultad de oficiar como límite de la cordura. La conciencia se burla del rito y se pregunta qué estamos haciendo. Me ofrecieron revisar una lista donde no estaba su nombre. Vi a un sacerdote gordo pedir una fotocopia y una cruz. Volver en el subte con el estómago vacío. Entre cuerpos tibios y transpirados. Cachetada de realidad.
Un editor es un cómplice. A veces. Hasta hace unos años, cada vez que pasaba por El cuenco, tomaba café con él y nos contábamos lecturas. O hablábamos de los absurdos que a veces se generan en torno a la literatura. Como el día en que una lectora devolvió un ejemplar de Muerta de hambre porque le parecía indigno de su biblioteca. Me viene la voz de Edgardo entre carcajadas. Llamando para decir Fernanda, esto es genial, tenés que venir. Hay una lectora que te detesta. Parecía una continuación de la trama de mi novela. Un anexo del Anexo. La gente asume actitudes acordes con el estilo de lo que lee. Y entonces, los dos, disfrutamos observando la cartita como niños en plena travesura. Me traje el sobre y aún lo tengo. La firmante decía vivir en la calle Calderón de la Barca.
Busco mails y lo encuentro organizando cómo llevar el vino para presentar mi novela La piel dura, haciendo de agente de prensa, o mandándome la dirección y el teléfono de Rita Gombrowicz para que la visitara en París. Edgardo sabía de mi debilidad por el polaco y su cosmos. También conservo un par de obras de Copi que me envió antes de publicarlas: La torre de la defensa y La noche de Madame Lucienne. Subrayadas, aún con correcciones en proceso. Pequeñas piezas que dan cuenta de su modo de ser editor.
Su afán por compartir lo que había encontrado era su motor. Está lleno de canutos que esconden tesoros para disfrutar en soledad. Onanistas. No era el caso. Si no hubiera tenido capital, Edgardo habría fotocopiado. Porque primero era lector. No sé si exquisito. Leí esa palabra en los últimos días por todos lados. Era incontenible, incorrecto, obsesivo.
Escribía con su catálogo. La obra de un editor se construye por imantación. Hace unos días alguien mencionaba que gracias a sus conocimientos sobre derechos de autor, Russo había logrado publicar sin autorización a Felisberto Hernández y a Copi, sorteando a viudas e hijos. No quedaba claro si era un reclamo o un elogio. De quién es el libro cuando uno muere. De quien necesita leerlo, digo. Muerto el perro se contagia la rabia. Sino, el perro muere dos veces.
La última vez que nos vimos, nos comportamos como dos extraños. Fue en la Embajada de Francia. Edgardo acompañaba a Marie Darrieussecq. Eramos pocos a la mesa. Yo había publicado varios libros fuera de El cuenco de Plata, nuestro vínculo se había enfriado. Sin embargo, cruzamos una mirada en un momento. Habíamos pescado a la vez un disparate que se produjo en la conversación. Supuse que tendríamos ocasión de volver a encontrarnos. No fue así. Y me toca escribir esto.
A modo de contra rezo, de herejía contra la solemnidad y los buenos modales, va el final de La noche de Madame Lucienne que él me regaló. No queda otra. Hay que saber hacer mutis por el foro:
—¡Se acabó el teatro! ¡Se acabaron los vestidos hermosos y las coronas de strass, se acabaron las cabezas de compañía y las artistas de variedades, los culos postizos y las pestañas postizas, se acabaron los directores, sus amantes y sus queridas, se acabaron las marionetas sifilíticas, los telones rojos y las pelucas verdes, se acabaron los dramas, las comedias y las tragedias, se acabaron los decorados y los haces de luz! ¡El teatro se ha acabado!
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