PINTURA DéBORAH PRUDEN
La nueva muestra de Déborah Pruden, Auto retro, abarca su obra de los últimos diez años, con pinturas realizadas entre 2004 y 2014. Cuadros exuberantes y amistosos, donde el color es protagonista y el lenguaje es tan reconocible como barroco, entre la abstracción lírica y cierta desprolijidad porteña; así, esta artista que empezó su carrera en el Rojas exhibe un primer pantallazo de su evolución: para ella, la pintura es intuitiva e improvisada, un proceso que no debe ser proyectado, algo parecido a un relato del que se conoce el principio pero no el fin.
› Por Claudio Iglesias
No son pinturas, son cuentos. Cuentos de los colores complementarios, de las gotas de agua, de un cristal de sal, una copa, un diamante. Un monólogo del magenta, un bodegón. A veces todo lo importante pasa en el fondo, como en una novela histórica integrada por relatos de amor y de espionaje que dan vueltas alrededor de una revolución invisible, narrada desde una isla del mar Egeo. Los personajes hablan inglés, francés y griego, dependiendo de las circunstancias, de la conveniencia de hacerse entender o no. Las pinturas esotéricas y fáciles de Déborah Pruden tienen un lenguaje que se entiende, o no, según el destinatario: un idioma familiar y enrevesado, a veces barroco, pero sin términos técnicos. Se privilegia la jerga porque puede ser ambigua, y el negocio de la pintura es la ambigüedad: la muestra se llama Auto retro; es una selección que realizaron juntas Pruden y Valentina Liernur: un grupo de obras de gran y mediano formato que abarcan desde la serie El fantasma de la libertad (2004) hasta la última serie perteneciente a la muestra que se llamó Amnesia (2014). Todas las obras: óleo sobre tela. Los personajes principales: las gotas, las rectas, las curvas, una fruta brasileña, una mesa y una sustancia sensitiva que algunos otros artistas que escribieron sobre Pruden llamaron lago, otros silencio, o vacío. Un vacío cargado de ebriedad y desequilibrio.
Esa ebriedad está presente, incluso si la selección es extremadamente sintética, al punto de que se extrañan muchas obras: las pinturas de Pruden acompasadas en la sala J, con la que el Centro Cultural Recoleta recuerda a otro cuentista, le hacen honor a la sinfonía de licores de Des Esseintes, el órgano maravilloso donde el escabio forma acordes. Se hace necesario mezclar cosas fáciles y otras bebidas más sofisticadas, colores nuevos y colores de fábrica. Se dice siempre que para mezclar hay que saber, y en estos cuadros exuberantes, los elementos que vemos son siempre pocos: el color casi plano y las líneas que deja el paso casi seco del pincel, un pigmento raspado sobre la trama de la tela llena de blanco. A este yeite, Londaibere le puso un nombre: el brochazo, se trata de un golpe mecánico, que pide fuerza del brazo y actúa casi en ausencia de medio líquido, extrayendo las últimas máculas de pigmento del pincel hasta dejarlo exhausto.
Lo contrario del brochazo es el plano de color húmedo, un lago entre montañas que a veces desborda en una gota barranca abajo, en alguno de los triángulos que se entrecortan en una grilla de líneas. Así ocurre en Made in Picasso 2, una improvisación con tres tonos, cada uno con sus propios recortes sobre el fondo blanco. Este espejo de color suele ser homogéneo, inmóvil (el pincel a veces ni se nota) y generalmente concibe matices extravagantes. (Al brochazo, en cambio, por algún motivo le va mejor un primario bruto o el color de pomo.)
El contraste entre las regiones casi táctiles del cuadro, en las que la pincelada seca forma relieve, y aquellas en las que el color se retrae a la profundidad de su propio enigma le dan a las pinturas un extraño cinetismo, un aspecto topográfico. Además, la mayor parte de los cuadros pescan en el dominio incierto entre el bodegón y la abstracción lírica de un Arshile Gorky, mejorada con cierta desprolijidad de escuela porteña. Los planos de color forman lagunas de información en el fondo blanco; y el blanco mismo a su manera propende a emerger. El fondo se vuelve figura, con el blanco que invita al grumo; la grilla de líneas forma un borrador; los planos de color se retraen. A Pruden, y al divertido culto que se generó alrededor de su obra, le gustan las paradojas de esta clase. Londaibere y Fabián Burgos tuvieron ocasión de resaltar su ambigüedad, su elocuencia vacía de palabras y su desorganización estructurada. Valentina Liernur habló de una “seriedad anti seria”.
Sus profesores fueron, además de Londaibere, la profesora de pintura china del Rojas, Chiu Tai Li, y Alberto Goldenstein. Del Rojas viene también el aspecto cenacular, la clave de pandilla de amigos: ver los primeros retratos y el clima de gremio, su novio Ruy, su amiga Valentina. Los retratos son retratos de amigos, por definición. La pintura misma es cosa de amigos. Y su primera muestra fue en el Rojas, en 2001; luego vinieron una serie de individuales sacadas con paciencia de la galera, casi todas en Buenos Aires. Auto retro es el primer pantallazo a su evolución, una excursión de la pintura al paso del tiempo. Podemos volver a presenciar entonces la aparición del fondo blanco, como se llamó su muestra de 2006: la trama de líneas largas que se mueven y se tocan, entrecortándose en planos llenos y vacíos en el interior de una estructura inestable, el blanco que hace espuma y el color repartido en triángulos y cuadrados. Aunque Pruden sale y entra del fondo blanco y su evolución es una no evolución, y tiene algo de querer volver, de extrañar algún momento anterior. El blanco y el color raspado, que se agota en su propia pincelada, le dan a cada cuadro un aspecto inconcluso y al mismo tiempo final. No hay que esperar nada parecido a la cinta de enmascarar, la escuadra o el lápiz. La pintura, esa cosa paradojal de amigos, es también un asunto intuitivo, improvisacional, que no puede ni debe ser proyectado.
Una vez Burgos le hizo a Pruden la pregunta clave, dentro de esta escuela: ¿cómo sabe cuándo terminar un cuadro? Ya que Pruden pinta sin proyecto, dejar un cuadro puede ser una decisión más misteriosa que comenzarlo. La respuesta fue cortés, pero firme: “No me interesa saberlo, no sigo una línea de principio a fin; más que saber cuándo terminan me interesa saber cómo reaccionan”.
Se puede arriesgar ahora otra hipótesis: el cuadro termina cuando deja concretada una acción. Esta acción es superficial, a veces intraducible, pero en todas las imágenes está presente. En todas pasa algo: una diagonal se mueve, una taza se dobla, una línea amarilla corta al cuadro en dos y se aleja del violeta. Hasta en los más descriptivos y bodegoneros, alguna acción se mantiene en vilo. Cosa intuitiva, la pintura es también un asunto de contar algo. El primer cuadro en escena, antes de pasar al salón rectangular de la sala J, es el del fondo azul, con las botellas-gotas y la sandía anaranjada que levita con la cara abierta hacia arriba. Una sandía que levita, como los pollos que hipnotizan de William Burroughs (que entusiasmaron, también, a Iggy Pop). Esta pintura, Naturaleza carioca, es de 2008. Es un bodegón: cuesta no pensar en Matisse, en un Cézanne tropical, en una fruta que alcanza el satori o en las bananas ameboides de Olitksi, pero sería posible pensar en un mundo en el que no existan todas estas referencias, en el que las pinturas vivan solas. Los apellidos de los pintores forman una oración, un divague: la pintura tiene afasia, dislexia o algún otro síndrome que le impide hablar de forma normal. Otro bodegón es el Sín título de 2009, donde las botellas rectilíneas también comparten el cartel con las frutas, ahora casi reducidas a curvas que proyectan una sombra, una niebla blanca sobre la mesa. Las botellas pueden ser gotas o peras, las curvas pueden ser una sonrisa. Un cuadro no incluido en la muestra (Sin título, de 2008) muestra las gotas dentro de la estructura acristalada y blanca: una familia de cinco gotas, todas marrones, dentro de una vasija reducida a una curva.
¿De dónde vienen las gotas, frutas o botellas, crecientemente indiscernibles? “Los mejores amigos” son los personajes principales de las obras de la obra temprana de Déborah, presentes en varios de sus títulos: una pareja de encapuchados que andan de la mano, a veces sonriendo, en un viaje por Marruecos. Podrían ser personajes típicos de C. D. Friedrich: las hermanas o los amigos que miran juntos un barco encallado en el mar, una catedral en la niebla, unos Alpes a la distancia. Los mejores amigos tienen algo aventurero, estilo Bouvard y Pecuchet, que del tiempo libre hacen un proyecto muy serio: siempre de la mano, van de un templo marroquí a ver a la reina en Mauritania o a reunirse con un burro en la calle. Y sus capuchas son gotas: pueden ser pronto cebollas, frutas (¿membrillos?) o botellas. Después de Marruecos, las gotas se cebaron con viajar, no de un cuadro hacia el mundo exterior (como en un relato de César Aira llamado, justamente, “Mil gotas”) sino de un cuadro a otro. Abandonaron la pintura de viajes, probaron la abstracción y describieron un itinerario algo errático, huidizo, lleno de curvas. Ahora las vemos todas juntas, en cuadros que dan picazón y despiertan la contradicción: fáciles y difíciles, amistosos y solitarios, pensados y sin pensar.
Auto retro de Déborah Pruden se puede visitar en la sala J del C.C. Recoleta, Junín 1930, hasta el 2 de agosto.
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