› Por Federico Kukso
En la primavera de 1931, en plena resaca de la depresión económica estadounidense, un tímido poeta californiano llamado Stanton Coblentz se aventuró en lo desconocido y con un par de imprecisos –y algo sensacionalistas– recortes periodísticos imaginó un mundo. “Nos situamos a millones de kilómetros más allá de Neptuno, en un planeta perdido en la oscuridad del vacío exterior, cuyos años son más largos que nuestros siglos, sus estaciones más extensas que nuestras vidas. ¿Qué historias tiene para contar? ¿Qué clase de criaturas habitan sus llanuras congeladas a las que casi no baña la luz del Sol?”, se preguntaba en las páginas de Wonder Stories Quarterly impulsado por aquella imaginación desbocada de las revistas pulp que por entonces alimentaban la curiosidad voraz pero siempre insatisfecha de las masas. Los exploradores Andrew y Dan lo descubrirían en el arranque de Into Plutonian Depths (En las profundidades plutonianas): bajo la superficie de Plutón, gobernaba una fantástica raza dividida no en dos sino en tres sexos: femenino, masculino y neutro.
Hacía sólo unos meses Clyde Tombaugh, un granjero estadounidense bastante miope de 24 años, había detectado en unas placas fotográficas tomadas en el Observatorio Lowell de Arizona un puntito tenue que no debía estar ahí. Pero estaba: se trataba del tan buscado “planeta X” al que la comunidad científica internacional primero amagó llamarlo Atlas, Zymal, Artemisa, Perseo y Prometeo hasta que una nena de 11 años, Venetia Burney, sugirió con timidez Plutón, el dios del inframundo, y el nombre pegó. A Tombaugh lo agasajaron, le llenaron los hombros de palmaditas y lo embriagaron con homenajes. Sin embargo, un día despertó y descubrió que Plutón ya no era suyo.
Los escritores y dibujantes se lo habían arrebatado: por ejemplo, el ilustrador Frank R. Paul –quien en 1927 le había dado forma a las locas ideas de H. G. Wells de The War of the Worlds para la revista Amazing Stories– pobló las profundidades de Plutón de una raza de hombres murciélagos de tecnología avanzada, habitantes de una ciudad cavernosa conocida como “Profundo”. El gigante de la literatura fantástica Robert Heinlein instaló también allí, en los confines de nuestro barrio solar, una base humana, como cuenta en Starship Troopers (1959). En World’s Fair 1992 (1968), Robert Silverberg envió una expedición con la misión de abducir indígenas plutonianos con aspecto de cangrejo. En la saga de animé Space Battleship Yamato (1974), Leiji Matsumoto emplazó un basurero nuclear terrestre en este mundo oscuro, congelado y gobernado por la soledad al que el poeta húngaro Robert Zend solía describir como “un anciano que vive solo en un ático”.
Durante 85 años, Plutón estuvo bajo la dictadura de la ficción. Hasta que esta semana, una nave bautizada New Horizons se adentró en la fría soledad donde ningún ser humano había aun viajado y, como si se tratara de un San Martín robótico, lo liberó. Fue el día de la independencia de este cuerpo primero alzado y luego degradado de categoría: el momento exacto, a las 8.49 (hora argentina), en el que una especie contradictoria y compleja como la humana, al fin, vio cara a cara a un mundo tan misterioso como excéntrico al sobrevolarlo a 12.000 km de altura, tras un viaje de nueve años y medio.
Tocamos a Plutón con la mirada: además de símbolos corporizados de nuestros deseos, las máquinas que creamos son guantes vacíos a través de los cuales nos extendemos y palpamos el universo.
Eclipsados por el marketing y los nacionalismos de cotillón que suelen acompañar estos eventos (tanto de la NASA como de Rusia, la India, China y la agencia espacial europea), olvidamos que los lanzamientos y las misiones espaciales que rozan lo fantástico exceden la categoría de hitos y proezas científicas. Cada fuga de esta nave espacial a la que llamamos Tierra presiona un nervio sensible, excita nuestra imaginación sentimental. Sin drogas u otros potenciadores químicos, abren un poco más las puertas de nuestra percepción. Renuevan nuestra capacidad de asombro. “Los viajes interplanetarios nos devuelven a la infancia”, exclamaba Ray Bradbury quien, en la misma sintonía que Arthur Clarke, Isaac Asimov y Carl Sagan, sabía cuál era la verdad que impulsa cada salto: nuestra supervivencia a largo plazo como especie.
El autor de Crónicas marcianas alentaba: “Para mí, los viajes espaciales responden a la antigua pregunta: ¿qué estamos haciendo aquí? ¿De qué se trata a fin de cuentas la vida? ¿Hacia dónde vamos? ¿Para qué tener un universo si no hay público? Nosotros somos el público. Estamos aquí para ver y tocar, describir y conmover. Nuestra genética oculta nos impulsa hacia arriba, nos eleva hacia afuera. No podemos resistir el impulso. El medio ambiente celestial, desconocido, pide a gritos ser conocido. Nosotros somos los delegados de la cognición: nos corresponde la tarea de dar testimonio y celebrar. El cosmos se acrecienta a través de nosotros. Tenemos que ignorar los susurros de la caverna que nos dicen: ‘Quédense’. Tenemos que escuchar a las estrellas que nos digan: ‘Vengan’”.
Ante cada aventura espacial –las visitas a la Luna, las sondas Voyager, las máquinas soviéticas que se posaron en Venus, los exploradores robóticos que corretean en Marte, la nave Cassini que acosa fotográficamente a Saturno y la europea Rosetta que estacionó un robot en un cometa–, el universo se abre como experiencia sensible. Las fotografías espaciales, además de dar cuenta de ello, imponen una estética que se desparrama rápido por toda la cultura. Ya lo decía con maestría Susan Sontag: “Las fotografías alteran y amplían nuestras nociones de lo que merece la pena mirar y de lo que tenemos derecho a observar. Son una gramática y, sobre todo, una ética de la visión”.
La fotografía revela un secreto tanto del fotografiado como del fotógrafo. Cada cicatriz de ahora en más divisada en alta definición en la superficie de Plutón o en sus cinco lunas, cada protuberancia marciana, cada nueva mancha detectada en Júpiter, cada rasgo capturado de este reino grande y solitario que conocemos caprichosamente como nuestro universo habla de nosotros: de una especie adolescente que hace apenas cien mil generaciones vivía colgada de los árboles y que ahora ha comenzado a cruzar el espacio.
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