Dom 19.07.2015
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ENTREVISTA LUCAS MONZóN

CHE, ACORDEÓN

Dentro de la escena contemporánea del chamamé, Lucas Monzón se destaca por varias cuestiones: porque prefiere el riesgo y evitar lo seguro, porque estudia jazz y composición de manera autodidacta y, sobre todo, porque no es correntino. Nacido en Chaco, vive en Puerto Tirol, cerca de Resistencia, y acaba de editar Noctámbulo , su segundo y excelente disco en el que busca un chamamé original, sofisticado y universal.

› Por Mariano del Mazo

Alguna vez el chamamé fue una música marginada aún dentro del folklore. Los carteles callejeros de las peñas y locales bailables decían, hasta no hace mucho tiempo, “Hoy Folklore y chamamé”, como si uno no contuviera al otro. Tal vez esa división persiste, y los motivos habrá que rastrearlos en la configuración de la Argentina como Nación, en la distancia existente entre los salones criollos del Noroeste y las bailantas mesopotámicas, entre el acento castizo y el acento guaraní. Pero perdura una discriminación interna, regional, como un círculo concéntrico que protege al género de quién sabe qué impureza, que persiste a través de las décadas. La sufre más o menos solapadamente quien hace chamamé y no es correntino. De eso está hablando Lucas Monzón, chaqueño de Charata, 31 años, acordeonista excepcional que maravilló con su segundo disco Noctámbulo y que persigue algo que suena a utopía: desarrollar un chamamé original, sofisticado y universal. “El correntino siente que es un género que le pertenece. Lo consideran algo religioso, está más allá de lo terrenal. El correntino es devoto del chamamé. ¿Sabés cuántas veces escuché la frase ‘toca chamamé pero es chaqueño’?”

Sin ser un devoto del sapukay, Monzón sí es un artista bastante secreto que aparece mezclado en una movida litoraleña vital y móvil, que combina una excelencia y una búsqueda que no ocurre en otras regiones o ritmos. Entre ese misticismo que destaca en la cosmogonía correntina y el baile, entre la música instrumental y la canción, el presente se despliega como un origami. Las propuestas se amontonan y destacan en la tarea tenaz del también chaqueño Coqui Ortiz, en la del entrerriano Carlos Aguirre, en los repatriados Rudi y Nini Flores, en Chango Spasiuk y sus incursiones camarísticas, en los Hermanos Núñez, en el trío Tajy, en el pianista formoseño Emanuel Alvarez, y más.

El paisaje es exuberante. “Yo saqué un disco de muy joven, en 2004, Verde profundo, que es inconseguible. Ni yo lo tengo, lo grabé en un pueblito del interior del Chaco. Ahí seguía la línea de Raulito Barboza y estaba muy cerca de la escuela de Nini Flores. No había escuchado prácticamente música de otros lugares del mundo. Para hacer Noctámbulo me tomé mi tiempo. No me resulta sencillo tener una buena idea, sentirme convencido. Componer es complicado, al menos para mí. Mi intención no es repetir fórmulas, es tratar de aportar cosas nuevas en el folklore argentino”, dice.

Lucas Monzón hizo las inferiores durante siete años en Amandayé, un grupo muy popular de Corrientes. Con el dinero ahorrado pudo alquilar un departamento en Resistencia. Allí se empezó a gestar una mirada propia y, finalmente, Noctámbulo. “Tuve varias iluminaciones. Yo cuando terminé el secundario me puse a estudiar piano y me inscribí en la Facultad de Letras. Tres años estuve en la universidad. Siempre me gustó la lectura. Descubrí a Borges, a Arlt, a Camus, a Ingenieros, a Nietzsche. Y al piano. Estudiaba en el Conservatorio Beethoven.” Pía Sebastiani nos tomaba los exámenes. En Resistencia se me reveló una cantidad de música que para mí era nueva, y que me voló la cabeza: Pat Metheny, John Coltrane, Miles Davis, Chick Corea, Egberto Gismonti. Se abrió un universo. Y a su vez caí en una especie de depresión...

¿Por qué?

–Porque sentía que mi música no gustaba, no interesaba. Casi no tenía trabajo. Pero bueno, me la banqué.

¿Qué hiciste con toda esa información musical?

–Traté y trató de procesarla. Incorporarla a lo que mamé de chico. Yo admiro a artistas como Monchito Merlo. Monchito es un grosso en serio. Un chamamecero santafesino que la rompe. Es amigo de mi viejo, y desde muy pequeño me aconsejaba. También tengo incorporado por supuesto a don Ernesto Montiel y su Cuarteto Santa Ana, al bandoneón de Blas Martínez Riera, a Tilo Escobar, a Abelardo Dimotta, a Pedro Montenegro. Montenegro tocaba diferente a todos: en la mano derecha metía melodía y acorde. El chamamé es muy rico. Lástima que muchos van a lo seguro.

¿Por qué?

–Mirá: en el Festival Nacional de Chamamé hace unos años pusieron una regla de lo más significativa: que cada grupo estaba obligado a presentar al menos una canción inédita. Fue un grito desesperado para frenar algo imposible de frenar, que es el aburguesamiento, el hacer lo probado. Hay excepciones, pero en general se repite lo que funciona hasta el hartazgo. Si no dejás a la gente parada arriba de una butaca revoleando un poncho parece un fracaso. Yo creo que no es la única forma de aceptación. Y creo también que si uno tiene algo para decir, lo tiene que decir más allá de que el público lo acepte.

En la actualidad Lucas Monzón vive en Puerto Tirol, a ocho kilómetros de Resistencia. Escucha discos de Frank Marocco y de Richard Galliano (“Marocco es todo sobriedad; Galliano tiene más exabruptos, va para adelante como Barboza”). Toca con el trío que completan Mariano Parrilla en contrabajo y Bruno Ortiz en guitarra. Ensaya con un quinteto de jazz y estudia composición de manera autodidacta por medio del Tratado de armonía, de Arnold Schoenberg. “Me junto con un pianista amigo y seguimos paso a paso el tratado. Para mí estudiar composición es fundamental. Funciona como un ejercicio para lograr más certezas en menos tiempo”, señala.

¿Cómo sería eso?

–Me permite revisar en profundidad aspectos de la composición, ordenar los elementos. Es como aprender palabras nuevas... Una vez que las aprendés, tenés que estar capacitado para hacer un cuento o un poema. Porque si no sabés qué hacer con esas palabras no sirve para nada. Mis últimos temas, los que voy a grabar en mi tercer disco, tienen formas que giran ampliamente en torno al Litoral. Hay mucho rasguido doble. Y un chamamé con todos los yeites que escribí pensando en mi papá, un guitarrero de ley. Pero yo siento que el chamamé es un punto de partida, no de llegada. Quiero incorporar todos los recursos que encuentro en mi folklore, pero con coherencia, con fluidez, no uno arriba del otro. Sé que es un camino larguísimo. Lo que adopté del jazz tiene que ver con la improvisación y con la ampliación de los campos sonoros. No vale de nada poner frases jazzísticas dentro de un chamamé tradicional... Yo busco otra cosa. Tiene que ver con esa fluidez, con un puente. En el chamamé hay muchas formas de improvisación. Por ejemplo la de Los hermanos Barrios o la de Los hermanos Cardozo, por citar un par. Los acordeonistas y bandoneonistas siempre plantean formas contrapuntísticas para contestar las melodías de los cantantes, a veces armadas previamente y muchas veces improvisadas.

No deja de ser significativo que Noctámbulo haya sido editado por Los años luz, un sello discográfico independiente más relacionado con el pop. Si bien han insistido en un concepto que funcionó muy bien en vivo, el Club Atlético Litoral, y han publicado discos de Los Hermanos Núñez, de Ramón Ayala, de Cecilia Pahl y otros, Los años luz pone un foco porteño y llega a otros públicos, tal vez lejanos o refractarios a otras formas del chamamé. “A Lucas lo conocí hace ya tres años en el marco de un pre MICA hecho en Formosa –dice Javier Tenembaun, responsable de Los años luz–. Tocaba solo con su acordeón. Desarrolló una fórmula perfecta: técnica, un gusto exquisito, tradición y el espíritu popular de la música del Chaco. Para mí es como un Barbozita pero con un sonido chaqueño, algo muy refinado. En tiempos en que todo pasa por el filtro de la world music, que todo lo homologa de una manera horrible, los ritmos del Litoral son como una lengua viva. No fueron absorbidos por la industria como algunos ritmos del norte, como el huayno, o como la cumbia.”

Vive de dar clases de música en una escuela primaria pública de su pago. Va y viene con su acordeón por todo el país. Se pasa horas frente al pentagrama, escribiendo cada una de sus composiciones (“escribir en partitura no vuelve mejor tu música, pero a mí me sirve”). Siente que está en medio de encrucijadas que no son sencillas de resolver. “Por estos días la paciencia no es una virtud de la mayoría de los músicos. Todo tiene que ser ‘ya, ahora’. Se vive así. Todo tiene que ser mostrado, exhibido. Estamos encadenados a la opinión de todo el mundo. Es como una domesticación permanente e invisible. Influyen los medios, las redes sociales, la enseñanza pública.” Todos te dicen de qué forma uno le sirve al sistema en el que vivimos, subordinados a complacer a los otros y no a uno mismo. Los músicos también somos víctimas de esto. ¡Estamos perdidos..! Lucas Monzón sonríe levemente. No pierde esa sonrisa cuando dice, alta la mirada y firme la voz: “Sobrevivirá solo aquel que escuche su grito interior y sirva a la tierra, a su paisaje, a lo genuino”.

¿Cuál es tu grito interior?

–Aguantame un tiempito. Todavía no lo tengo claro. Pero está ahí, agazapado. Y lo voy a sacar. Ese grito es lo único que tengo para decir en la música.

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