HISTORIETA LAS AVENTURAS DE PI-PíO
Antes de las míticas animaciones televisivas de Hijitus y Larguirucho, antes de taquilleros largometrajes protagonizados por Ico, Pantriste o Manuelita, Manuel García Ferré dibujó Las aventuras de Pi-Pío, la gran joya secreta de su imperio. Publicada originalmente durante los años ’50 en Billiken y desde la década siguiente en Anteojito, Pi-Pío es el territorio donde García Ferré exploró lo mejor de su creatividad y desparpajo. El rescate, realizado por el especialista Pablo Sapia y la Editorial Común en un exquisito volumen, permite recuperar este tesoro perdido.
› Por Rafael Cippollini
Manuel García Ferré sigue siendo una presencia compleja, incluso difícil. Más de una generación creció junto a su troupe única, border, de personajes imborrables. La sumatoria de nombres producen el efecto de un electroshock: Hijitus, Larguirucho, Pichichus, Neurus, Pucho, Serrucho, la bruja Cachabacha, Oaky, Anteojito, Gran Hampa, el Boxitracio y la lista sigue y sigue. Historias y más historias que, a veces motivadas por la nostalgia, pero otras tantas por el residuo alucinógeno de estas interminables aventuras, formó ejércitos de eruditos en todo a este continente de la cultura popular (pasionales, minuciosos blogs como Hijituslogía, El Sombreritus, o las sucesivas bitácoras de Fanas de García Ferré así lo demuestran).
Pero no menos cierto es que en generaciones posteriores (la gran mayoría hijos o de la edad de los hijos de estos tempranos fanáticos inclaudicables) la pasión se invierte. Nos referimos a una audiencia que fue contemporánea a la expansión de la obra cinematográfica de este artista, empresario autodidacta hispano argentino radicado en Buenos Aires, que llegó al país en 1947 y falleció hace poco más de dos años.
Si bien Ico el caballito valiente, Las aventuras de Pantriste y Manuelita la tortuga fueron exitosas en la taquilla y reconocidas efusivamente (Manuelita llegó a concursar para los premios Oscar), el tiempo señaló que el impacto devino bastante diferente. No faltaron quienes sugirieron que coexistían, por lo menos, dos García Ferré: aquel de los maravillosos delirios de la troupe de Trulalá, y ese otro de la continuada sensiblería de los largometrajes que siguieron a Trapito. Una extendida opinión que puede rastrearse incluso en las salvajes críticas que recibió su último experimento, Soledad y Larguirucho, hace poco menos de tres años.
Sin embargo, inmune a estos bandos beligerantes, el mito de Pi-Pío no dejó de crecer y reclutar adeptos casi más vigorosos que los fanáticos y detractores recién citados. Una leyenda que ya podemos volver a disfrutar como nunca antes.
Hace ya tiempo, en un reportaje, Manuel García Ferré confesó que Pi-Pío era sin dudas su personaje más brutal. Y esto para nada debido a las características de este pollito inquieto y justiciero, sino a la libertad que experimentó durante casi una década al dibujarlo y guionarlo. Un singularísimo desparpajo que vino a coincidir con sus años de aprendizaje, una época de constantes tanteos, hallazgos y errores y apuestas.
Desde su aparición, Pi-Pío, un pollito que se presenta como linyera y muy pronto se convierte en sheriff, fue el secreto a voces mejor guardado de la que luego se transformaría en la Factoría García Ferré: un manjar para iniciados.
Pi-Pío es un personaje que permaneció a la vez activo y encapsulado, protegido, apartado. García Ferré nunca lo olvidó, pero por motivos jamás aclarados lo resguardó en un limbo particularísimo, transformándolo en lo que es: una saga de culto, además de una obra maestra.
La compilación que acaba de editar la exquisita Editorial Común –proyecto dirigido por Liniers y su mujer, Angie Del Campo– es una maravilla en todos los sentidos. Reúne siete episodios completos –que oscilan entre las 11 y 56 páginas–, publicados originalmente en la revista Billiken entre enero de 1952 y octubre de 1956. Se trata de un trabajo de recuperación muy delicado, en la búsqueda de los colores –en aquellas impresiones a cuatro tintas–, que recupera el sabor vintage de las ediciones iniciales de la década del cincuenta. Un exquisito botín arqueológico que recobra la potencia de los textos y dibujos originales, que exhiben a García Ferré en la que acaso sea su mejor forma. Pi-Pío dejó de publicarse en la revista de los Vigil en 1960.
La historieta volvió a circular en octubre de 1964, cuando García Ferré estrenó ese clásico que fue la revista Anteojito. Pi-Pío fue parte de la publicación hasta su cierre, 37 años más tarde. Como cuenta en uno de los prólogos Pablo Sapia, historietista y erudito en la materia, figura clave en este rescate, la versión de Anteojito fue a todas luces disímil: las viñetas originales habían sido recoloreadas, muchos personajes de la tira rebautizados, otras tantas páginas suprimidas y los textos en gran parte reescritos y reformulados.
“Pero el mayor cambio fue sin dudas la alteración del orden de las aventuras, un nuevo barajar para crear una suerte de historia circular que abarcaba aproximadamente un ciclo de siete años, es decir, el tiempo en que se cursa la escuela primaria. La sucesiva reimpresión creaba en los lectores la ilusión de leer una historieta sin fin.” Alguna vez el New York Times afirmó que nuestro organismo se renueva por completo cada siete años, célula por célula. Ateniéndose a una lógica similar, García Ferré concibió esta nueva etapa de Pi-Pío como un loop perpetuo sobreimprimiéndose a ese escenario patrio de la infancia que es la escuela primaria. Algo muy similar a lo adoptado a fines de los setenta por Dante Quinterno, otro de los grandes de la historieta argentina, para las sagas de los no menos populares Patoruzú, Patoruzito e Isidoro, aventuras que siguen publicándose con similar circularidad.
Leer Pi-Pío en su formato libro, tan cercano a lo que hoy se suele llamar novela gráfica, es una experiencia potente. Hijitus tuvo su propia revista, Larguirucho más de una, hubo publicaciones y recopilaciones de todo tipo con los muchos personajes de García Ferré. Mientras, Pi-Pío tuvo su continuidad fiel a su dieta tenaz de una página por ejemplar de la revista Anteojito. Durante décadas, la estrategia de tantísimos fans fue recortar las páginas en cuestión y coleccionarlas. El más obsesivo de ellos fue y es, sin lugar a dudas, el citado Pablo Sapia. No sólo compiló la mayor cantidad de páginas del pequeño Sheriff, tanto de Billiken como de Anteojito, sino que estudió maniáticamente la suma de claves eruditas de la dislocada epopeya, esto es: transformaciones de los personajes, cambios de apelativos y parentescos sorprendentes.
En El Siglo de Oro de Villa Leoncia, uno de los episodios rescatados para la ocasión, hace su aparición un personaje que tanto dio que hablar: ni más ni menos que el célebre Hijitus. En esta versión temprana, Hijitus aparece como un niño bizarro y alucinado de sombrero mágico, experto en la confección de históricas estatuas de cera, y, para no menor sorpresa, descendiente de faraones. Más exactamente de un chozno bautizado Amenembhitus MCLIX. Un vástago de faraones que, ignoramos cómo, aparece en un extravagante poblado llamado Villa Leoncia, locación privilegiada para historias fuera de control que poco debería envidiarle al condado de Yoknapatawpha de Faulkner.
En la trama, otro niño prodigio llamado Calculín –famoso personaje que llegó a tener su propio programa de televisión en los años ochenta– crea su propia Escuela de Altos Estudios, destinada a nutrir intelectualmente a una nueva generación de educandos villaleoninos (o villaleonicenses o como sea el gentilicio). Es entonces que hace su aparición el primitivo Hijitus, freak encantador que masculla un castellano monstruosamente latinizado, abusando de tantos signos de admiración como un Louis-Ferdinand Céline todavía más descontrolado. Este Hijitus en versión casi medieval, obliga a Pi-Pío, Calculín y compañía, a embarcarse en un viaje en el tiempo, regresando así al Egipto de los faraones para desbaratar el plan del siniestro Pakot-And-Punk, que no es otra cosa que un maligno antepasado de Paco Pum, némesis y doble maligno de nuestro héroe pollito.
Será un misterio el porqué dos de las personalidades más emblemáticas de la historieta criolla descienden de faraones. Patoruzú, nos cuenta su fantasiosa genealogía, es descendiente directo del faraón Patoruzek I. Ahora volvemos a descubrir que también Hijitus desciende de faraones: en este caso de un tal Amenembhitus. También será un misterio por qué García Ferré supo bautizar, en los tempranos cincuenta, a un faraón con un nombre que lleva apenas disimulada la palabra menem y un antiguo villano reencarnado con el seudónimo punk. Tampoco nadie tiene respuestas concluyentes de por qué en las sucesivas ediciones Hijitus fue bautizado con el nombre de Gregorio, reemplazando su inolvidable sombreritus por un bombín colorado.
No debería sorprender que la radical singularidad de Pi-Pío estuviera presente desde su primera manifestación. Como cuenta la historiadora Judith Gociol en el libro, García Ferré inauguró el período de profesionalización en la animación nacional, con cerca de 800 comerciales en su haber (los memoriosos recordarán a la pandilla de Mantecol, la gallina de Fanacoa, la banda de los quesitos Adler y tantos otros). El corto que presenta a Pi-Pío, sin embargo, es anterior. De una época, muy a principios de los años ’50, en que García Ferré “experimentaba con algunos cortos de animación pensados para el consumo familiar en hogares que poseían proyectores de 16 mm. La firma Ocypa vendía los aparatos con pequeños cortos protagonizados –entre otros– por Pi-Pío, el primer personaje público del artista”. Ni más ni menos que una animación silente.
Tantos años después, esta inicial aparición cinematográfica de poco más de dos minutos, titulada “Soy feliz”, puede disfrutarse en YouTube y se reproduce en secuencia de fotogramas en el imperdible ejemplar de la Editorial Común.
Resta decir, que más allá de las facciones de admiradores y detractores, ya sólo por una genialidad como Pi-Pío, García Ferré merece la gloria eterna en el paraíso de los más grandes creadores que ha dado nuestro país.
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