EL CLAN
Cuando en agosto de 1985 estalló la noticia bomba de que una próspera familia de San Isidro –incluyendo hijo rugbier del CASI– se dedicaba a secuestrar a empresarios y mantenerlos guardados en su propia casa, muy cerca del centro, muy cerca de los vecinos paquetes, la conmoción fue tremenda. Se trataba de la familia de Arquímedes Puccio, que pronto pasaría a ser conocida como el clan Puccio. El 13 de agosto se estrena El clan, de Pablo Trapero, reconstrucción de época pero también ficción salvaje acerca de uno de los episodios más impactantes del delito argentino de todos los tiempos. Radar habló con Trapero y Guillermo Francella –quien interpreta a Arquímedes Puccio– acerca de cómo se logró llevar a la pantalla esa trama de alta sociedad, sometimiento familiar y negocios turbios de la dictadura que volvían a meterse por la ventana en plena transición a la democracia.
› Por Mariano Kairuz
La mujer de Arquímedes Puccio se llamaba Epifanía, pero el 23 de agosto de 1985 no la vio venir: salió de su casa en el centro de San Isidro a hacer unas compras, y cuando volvió, la policía había tomado el lugar y capturado a su hijo Alejandro, que estaba allí con su novia. En el sótano llevaba 32 días cautiva la empresaria Nélida Bollini de Prado. Era la cuarta de las víctimas de secuestros extorsivos que realizaba el llamado Clan Puccio o, en rigor de verdad, el cuarto de los operativos de este tipo que la Justicia consiguió probar, y por los que serían condenados Arquímedes y sus dos hijos mayores, Alex y Daniel “Maguila” Puccio.
Uno de los datos del caso que más descolocaron a la opinión pública en su momento fue que aquellos cuatro secuestros realizados entre 1982 y 1985 –los de los empresarios Ricado Manoukian, Eduardo Aulet, Emilio Naum y Bollini de Prado– habían tenido lugar ahí mismo, en una casa ubicada en una de las calles más transitadas del centro comercial de San Isidro, a un par de cuadras nomás de algunos de sus espacios más conocidos, como su plaza y su catedral, su auditorio y la vieja municipalidad, sus galerías comerciales, y el Club Atlético, el CASI en el que Alejandro se había convertido en algo así como una celebridad local del rugby. Dueños de más de un negocio instalado en el frente de su propio domicilio –primero una rotisería, luego una casa de venta de artículos para deportes náuticos que manejaba Alejandro–, los Puccio no eran una familia tradicional (una familia, ejem, bien) de San Isidro, sino un hogar de comerciantes de clase media más o menos “próspero”. Pero el periodismo enseguida se apoyó en el estereotipo, incrementando el misterio y el morbo: ¡una familia modelo de una de las zonas más acomodadas del conurbano bonaerense había tenido escondidas a sus víctimas prácticamente a la vista de todo el mundo! Los propios vecinos y amigos no quisieron creerlo en un principio: a los Puccio les hicieron una cama, pensaron.
Ahora, apenas diez días antes de que se cumplan treinta años exactos de la noche en que el clan fue desbaratado, el próximo 13 de agosto, llega a los cines El clan, la película de Pablo Trapero sobre los Puccio. Poco menos de un mes más tarde, El clan estará compitiendo por el León de Oro en el festival de Venecia, que seguramente llevará al Lido a sus protagonistas, Guillermo Francella (que interpreta a Arquímedes) y Peter Lanzani, quien con el papel de Alejandro (y en coincidencia con el estreno de la obra teatral Equus, que protagoniza) empieza a despegarse de la estampa de estrella juvenil que se fraguó trabajando en producciones de Cris Morena.
El clan empieza, sugestivamente, con imágenes televisivas de Alfonsín y unas palabras sobre el Nunca Más, y apenas después lo encontramos a Puccio padre hablando con Aníbal Gordon, aquel oscuro personaje fuertemente vinculado con la Triple A que durante la dictadura armó su propia banda de secuestros. La escena transcurre durante un encuentro en una suerte de oficina de la SIDE. La elección que hace la película para introducirnos en la historia de Arquímedes y su banda quizá no tenga mucho que ver con el recuerdo que muchos guardan de la cobertura periodística que el caso tuvo en 1985; pero no es arbitraria. Esta vinculación de Puccio con personajes de la dictadura no se conoció en su momento, ni durante el juicio a la familia, del cual Epifanía resultó absuelta por falta de pruebas y en el que la mayor de las hijas, Silvia, no llegó a ser procesada. (Alejandro intentó suicidarse varias veces, sin éxito, y murió en libertad, tras 23 años de cárcel, por una enfermedad. Maguila se fugó mientras esperaba sentencia.)
“Lo que yo recordaba inicialmente del caso es lo que contaron los diarios y los noticieros –dice Trapero–. Después empecé una investigación, y hablé con amigos de la familia, con los jueces que intervinieron en la causa, como Piotti y Servini de Cubría, con peritos, fiscales, abogados, y fui encontrándome con la historia menos conocida de Puccio.” Una historia que se remonta a los años ’50, cuando, ya recibido de contador, fue vicecónsul del ministerio de Relaciones Exteriores y trabajó como correo diplomático de Perón. Luego fue gerente de relaciones públicas de un supermercado e improbable subsecretario de Deportes de la municipalidad porteña. Ya en los ’70 su currículum se oscurece, vinculándose con la Triple A y luego con la SIDE. “Lo que más se recuerda es la incredulidad con la que se tomó la noticia. Y es que todo había pasado ahí, a la vista de todos –dice Trapero–. Eran una familia casi ideal: el padre respetado y el hijo estrella del rugby, no solo en el CASI sino que también había jugado con Los Pumas. Epifanía era profesora en un colegio de por ahí y la hija mayor, Silvia, estaba empezando a dar clases. Toda una familia integrada a la sociedad, bien vista. Así que en un principio muchos creyeron que eran perejiles; que, como dijo Arquímedes, todo esto estaba armado para encubrir a los ‘verdaderos y poderosos culpables’. Está en las notas de la época: cómo los compañeros de rugby de Alejandro salieron a hacerle el aguante hasta en Tribunales. Aun después de las condenas. Actualmente, hay amigos de Alejandro que siguen creyendo que él era inocente y que nunca participó en nada, que no hizo aquello por lo que fue juzgado.”
En esas escenas iniciales se abre una línea que se retoma hacia mitad de la película, en un encuentro de Puccio con Aníbal Gordon en prisión, justo cuando su banda acababa de caer; una línea en la que Trapero delinea la otra historia que cuenta El clan: un retrato de la “transición”, de la posdictadura y el caótico retorno democrático. “Lo que ocurrió entre 1982 y 1985 es un emergente de ese período particular, de una situación que no había terminado de sanearse con el comienzo de la democracia”, dice el director y guionista de El clan. “Todo esto que pasó fue posible porque había un contexto que lo contenía. Casos como los del clan Puccio y la banda de Gordon son síntomas de una época. Hoy sabemos que Puccio tuvo una causa por contrabando de armas a través del correo diplomático, y que en 1973 tuvo otra junto con Gordon por un secuestro, que no les pudieron probar. Lo que pasó con el fin de la dictadura fue que cruzó el límite entre el laburo que venía haciendo para otros, ese servicio de ‘hotelería’, de alojar a los secuestrados, y el laburo privado, lo que empieza a hacer por su cuenta. Tras ser Tacuara, Triple A, estar conectado con la SIDE, en sus últimos años Puccio dijo haber sido montonero y revolucionario, lo que habla por encima de todo de cómo iba mutando su situación de acuerdo con su conveniencia, con su negocio del momento. Por todo esto creo que el caso no habla tanto de un sector idealizado de un barrio de zona norte sino de cómo una familia, en Argentina, en ese momento, pudo llevar esta doble vida, y de cómo esto era así porque estaba respaldada en lo que se vivía en la calle, por el nivel de silencio y complicidad cívicos que existía, con tipos que supuestamente defendían la democracia, pero que encontraron un gran negocio económico en la dictadura.”
“Lo más atractivo era ver a través de la familia el afuera, ir de la vida familiar a la vida criminal.” Cuenta Trapero que decidió que había una película en el caso Puccio más o menos hacia 2008, cuando terminó Leonera. “Interesarme para filmarlo, me interesa desde que soy director, porque es como una deformación que viene con el trabajo, eso de buscar todo el tiempo dónde hay una película. Pero ahí, en 2008, fue que empecé a tomar apuntes, a examinar el caso, a ver si aquello que era tan interesante de leer en una crónica periodística podía convertirse en un relato cinematográfico.”
En un principio, Trapero armó una línea argumental más detectivesca, “con un tipo que va siguiendo a la familia a lo largo de distintos casos”, pero lo cierto es que era lo opuesto a lo que había ocurrido realmente, donde nunca hubo una causa madre, unificada, y fue recién a partir del rescate de Bollini de Prado que pudieron empezar a vincularse los distintos secuestros. “Esta es mi primera película basada en hechos y personajes reales y aunque lo que se cuenta es una interpretación, quería ser lo más literal posible, así que esa línea inicial cambió y se convirtió en el corazón de lo que se ve ahora, que es esa intimidad familiar que nos permite asomarnos a otra cosa. Como había muy poca información sobre el caso, se dio lugar a un proceso de investigación periodística del tipo pre Internet: muchos llamados telefónicos, tocar timbres, hablar con las fuentes, verle la cara a la gente que tuvo que ver de un modo u otro con el caso. Fue un proceso emocionante, porque una cosa es encontrarte con un perito que tiene una relación afectiva nula con los hechos, o leer un expediente, y otra muy distinta hablar con Rolly Possi, que era la mujer de Aulet, o con el hermano de Manoukian, que participaron muy activamente en su momento, ofreciendo datos y presionando a la Justicia para que investigara. Gracias a ellos pude conocer facetas de esta historia que no estaban en ningún otro lado.”
¿Y qué fue lo que más te sorprendió de lo que aprendiste en la investigación?
–Creo que entender cómo de alguna manera los hijos de la familia Puccio fueron las primeras víctimas de Arquímedes. Como lo dijeron el juez y los peritos, por la estructura que tenía la casa, no había manera de que alguien viviera en ella sin saber lo que pasaba. Los hijos entonces eran cómplices, participando con el silencio o de manera más activa, pero a su vez víctimas. Alejandro ya era grande, y tenía ambición, y así como el más chico de los varones, Guillermo, en un momento se escapó, él podría haber hecho lo mismo, pero no lo hizo. Es uno de los misterios de la historia: que alguien que tenía su vida medio encaminada, que tenía a mano todas las posibilidades que le daba su desempeño deportivo, no pudo salirse o enfrentarse al padre. Y esto es justamente una de las cosas que me interesaba contar: la familia por dentro, y esa lucha entre Alejandro y Arquímedes.
Si ésta es la primera película de época y basada en hechos reales de Trapero, además de una que se ubica en un mundo bien distinto de los que retrató en Mundo grúa, El bonaerense, Leonera y Elefante blanco, El clan está indisolublemente ligada al resto de su filmografía por su vocación decididamente narrativa, una que apuesta a los elementos más sólidos de la ficción y los géneros para acercarse a su tema. Años atrás Trapero le dijo a Radar que, si bien su cine tiene siempre un pie en la realidad, “no busca el realismo”; que le gustan las películas que “estimulen mis sentidos, que me permitan hacer anclaje en el poder emocional de la historia”. Fiel a esa convicción de que las buenas ideas en el cine se traducen mejor en escenas de acción, Trapero vuelve a moverse entre el thriller y el melodrama y echa mano a dos de los recursos más potentes de la ficción: el sexo y la violencia. La violencia es un componente natural de la historia de El clan. Lo del sexo es otra cosa. Desde aquella imborrable escena con Mimí Ardú en un auto en El bonaerense, hay al menos una escena de sexo en casi cada una de sus películas; en El clan el sexo es breve pero intenso, y vuelve a tener por escenografía el apretado interior de un automóvil. Una secuencia de innegable apelación sensorial en la que ambos elementos quedan brutalmente entrelazados mediante un montaje vertiginoso con Virus y “Wadu Wadu” de fondo. “El personaje de Mónica, la novia de Alejandro, representa para él la posibilidad de un cambio, la ilusión de una vida mejor; su relación con ella lo mantiene afuera de la familia. Por eso cada vez que ella aparece intentamos que la escena fuera un poco artificial, como de cuento o película. Y a eso apunta la escena de sexo: él la está pasando bomba con su chica en el auto, mientras su padre está haciendo las cosas más terribles, y es en ese momento donde esas dos cosas que venían pasando paralelamente se ven de manera nítida, donde los dos mundos de Alejandro se encuentran. Efectivamente hay algo de eso que decía en relación con mis otras películas: a mí me gusta mucho la ficción. Estoy muy orgulloso de que se valore la parte social del cine que hago, pero desde siempre, desde Mundo grúa, o El bonaerense, que retrata una situación de época pero es definitivamente un policial, creo que la ficción va por delante; que es la mejor manera de acercar los temas. Cuando ponés el tema delante de la narración, el relato se vuelve pesado. Es algo que recuerdo mucho del cine argentino de los ’80, esos temas tan monolíticos... uno pensaba: pará, dejame ver la película y sacar mis propias conclusiones; vengo al cine a disfrutar, no a que me eches encima tu dogma.”
Todo lo cual lleva a otro de los elementos de género y concreta marca de autor del cine de Trapero: los autos. El sexo no es lo único que ocurre a bordo de un auto en El clan: los autos son un micromundo; en ellos pasa de todo. En parte porque las particularidades de la historia –secuestros, traslados, postas; incluso el asesinato accidental de una de las víctimas– determinaron que así fuera. Pero también porque estos vehículos forman parte del cine de Trapero desde siempre. “La razón profunda de esta obsesión que tengo con los autos, la desconozco –dice él–, pero hay algo ahí. Mi padre tenía un negocio de repuestos mecánicos, y yo lo ayudaba cuando era chico. Mi corto El negocio, que dio origen a Mundo grúa, sale de ese mundo, de las charlas que yo tenía con mi viejo sobre motores y rulemanes. Mi primer auto fue un Torino que me regaló mi viejo y hoy me gusta mucho manejar. Pero después de todo, creo que esto tiene que ver con que los autos representan algo muy cinematográfico, que pasa por autores tan distintos como Kiarostami y El sabor de la cereza y Magnolia de Paul Thomas Anderson, con sus choques impresionantes. El auto es la acción, el movimiento, la velocidad. Me encanta filmarlos aunque es muy demandante, aunque sea un quilombo filmar escenas como las de El clan, donde todo está en movimiento y tenés que mover la cámara y al equipo dentro de una misma escena sin que se note. Es una pesadilla pero también un desafío.”
Y es hacer lo que Trapero mejor hace: tomar escenas de la realidad y convertirlas en narraciones potentes. En ficción. Incluso un caso como éste, uno de esos casos en los que la realidad supera la imaginación de cualquier guionista.
“Es el cine que hago”, dice. “Y el que siempre me gustó ver.”
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