FLAMINIA OCAMPO
Hay mundos que, por diferentes motivos, rara vez recorre la ficción. Uno de esos mundos, a pesar de sus posibilidades, es el de la poderosa industria farmacéutica. Hasta ahí se aventuró Flaminia Ocampo con su novela policial Cobayos Criollos que, además de poner en escena una intriga que abreva tanto de la novela negra como de Agatha Christie, desmenuza con precisión quirúrgica la lógica de las corporaciones. En esta entrevista desde Nueva York, donde vive, Flaminia Ocampo habla de cómo fue inventar una píldora mágica para incrementar el deseo de las mujeres, de sus influencias y su variada producción literaria y también de su vida en el seno de una familia tradicional argentina, como hija del pintor y diplomático Miguel Ocampo y de la extraordinaria escritora tucumana Elvira Orpheé.
› Por Osvaldo Aguirre
La flibanserina es el primer fármaco diseñado para incrementar la libido de la mujer. Se supone que aumenta el deseo sexual al disminuir la conducción de serotonina del sistema nervioso central. La Administración de Alimentos y Medicamentos, en Estados Unidos, lo rechazó dos veces porque su eficacia fue inferior al placebo en pruebas realizadas con más de mil mujeres, pero a principios de junio un comité de expertos recomendó que se aprobara su comercialización. Salud, dinero y amor se mezclan así en un experimento que pone en escena los procedimientos de la gran industria farmacéutica, un mundo escasamente recorrido por la ficción, a pesar de sus posibilidades.
Flaminia Ocampo llegó a ese mundo a través de Cobayos Criollos, por casualidad. “El punto inicial de esta novela fue una investigación que me tocó hacer sobre los laboratorios farmacéuticos con la idea de escribir un artículo sobre el tema –cuenta desde Nueva York, donde vive–. Iban a ser unas páginas de no ficción y punto. Y a medida que me iba enterando me daba tanta rabia que tuve ganas de matar a alguien en alguna corporación farmacéutica. Como evidentemente no voy a matar a nadie, recurrí a la escritura.”
La víctima de la ficción es Kathy Gateway, una norteamericana de 39 años que desapareció una noche de una fiesta en un lujoso hotel y apareció muerta una semana después, en el Río de la Plata. Su trabajo consistía en promover el uso de nuevas drogas, sobre todo psicotrópicas, en encuentros con psiquiatras y médicos, y voluntarios dispuestos a sacrificarse por la ciencia y por las ganancias de la industria. Su laboratorio, Big Pharma, desarrolla un medicamento para el placer erótico de las mujeres, que ella misma probaba en citas con hombres que no le atraían. Una investigadora privada viaja entonces desde Nueva York bajo una identidad falsa, la de la periodista Elena Asaire, para tomar el caso.
Elena Asaire es antipática, se expresa mal y hace chistes malos que sólo festeja ella misma. “Mi modesta teoría es que mi profesión me obliga al secreto y que de tanto obligarme al secreto, a ser otra persona, no actúo ni converso con naturalidad”, se excusa. Nació y vivió dos años en Buenos Aires y extraña la ciudad, pero al mismo tiempo se siente fuera de lugar. El horario de la siesta le produce una sensación de vacío, el atardecer melancolía y a veces se siente sola, “más sola que en cualquier otra parte del mundo”. El personaje y la ironía con que percibe las situaciones en que le toca estar sostienen la novela de Flaminia Ocampo y la singularizan dentro de la producción reciente del género en Argentina.
Como buena novela de enigma, Cobayos Criollos despista con sutileza al lector y proporciona piezas sueltas que recién en el final componen la figura del asesino. Elena Asaire –cuyo verdadero nombre no se revela– no es tan inteligente y observadora como cree: se guía por suposiciones sin fundamento, tiene distracciones, le cuelan un espía sin que lo advierta y se olvida de que actúa de periodista. Su forma de ver las cosas tiene el sello de la mejor novela negra: “El amor por el dinero es el único amor que siempre retribuye”, es uno de sus pensamientos característicos.
“Me gustan mucho las novelas de Simenon y de Highsmith –dice Ocampo–. Los dos presentan el crimen como una cosa sin mucha importancia, algo fácil que cualquiera puede cometer antes de sentarse a la mesa a comer. Muchas de sus novelas tienen ese tema del hombre que sale de la regularidad de su vida y se entrega a una obsesión, que comienza o termina con un crimen. Sus criminales son casi empáticos, psicópatas pero empáticos”. Tiene muchos conceptos de novela negra, a los 12 años ya leía a James Hadley Chase antes de irse a dormir pero no le atraen las versiones sangrientas, con prostitución, narcotraficantes y asesinos en serie: “En Cobayos criollos intenté más bien una intriga al estilo Agatha Christie: hay una sola gota de sangre en toda la novela”. Y un círculo restringido de sospechosos, integrado por psiquiatras, médicos y una mujer disfrazada de vieja pordiosera, cada uno con un secreto y una razón para matar a Kathy.
Flaminia Ocampo nació en Roma en 1957, hija del pintor y diplomático Miguel Ocampo y de la escritora Elvira Orphée. “Fui el estilo de adolescente a quien le gustaba mucho estar sola y para ese estilo de personalidad no hay nada mejor que la lectura, porque en realidad leyendo nunca me aburrí y nunca me sentí sola”, recuerda. Estudió en un colegio francés, por lo que los libros en esa lengua marcaron su iniciación en la literatura. Entonces había que leer a Jean-Paul Sartre y a Albert Camus: “El mito de Sísifo fue un libro fundamental, si bien me acuerdo de haberme obstinado con discutirle a un profesor que tal vez Sísifo encontraba cierta satisfacción en el esfuerzo inútil de subir la roca por la pendiente. Si a mí no me gustaran los esfuerzos inútiles, nunca habría escrito”.
Leía a Colette y pensaba que nunca sería capaz de escribir de esa manera. “En la juventud me aplastaba medir con tanta precisión la diferencia que había entre la calidad de mi escritura y la de los escritores que me gustaban –dice–. Así que realmente debió gustarme escribir para superar lo poco atractiva que me parecía la vida de mi madre, a quien siempre veía sentada o acostada escribiendo, y las pocas cualidades que le encontraba a mi escritura, e igual seguir escribiendo.”
El padre mostraba literalmente otra postura. “En París, cuando yo era chica, empecé a observar su universo pictórico en medio de las rutinas de una familia. Llegaba a casa, se quitaba el traje, la corbata y los zapatos de diplomático, y se ponía la camisa medio rota, el pantalón manchado y los zapatos de pintor”, recuerda en su libro Miguel Ocampo (2012, con fotografías de Tomás Barry). Ella y sus hermanas, Laura y Paula, tenían expresamente prohibido pasar el límite de plástico que cubría el piso, para que no tocaran pinturas y pinceles. A veces, por turnos, se quedaban sentadas sobre un taburete, mirándolo pintar. “Era un espectáculo bastante hipnótico que hacía totalmente superflua la palabra y nos hizo adquirir a las tres el gusto por el silencio. No había forma de hablar. Su pintura venía acompañada de música clásica, mezclada con el sonido rítmico de estar golpeando durante horas un pincel impregnado de pintura contra un palo. De ese modo lograba un salpicado que se inmiscuía entre unos finos palitos, colocados estratégicamente sobre la tela. En sus talleres, o al menos en los que yo recuerdo, no había caballetes. La tela se desplegaba siempre bajo sus ojos y no enfrente”, dice en otro pasaje del libro.
Al final del secundario, en Buenos Aires, comenzó a estudiar Medicina. Cursó tres años, con la idea de ser psiquiatra. “Me sorprende pensar que dejé en el año de las materias que más me apasionaron, farmacología y patología –cuenta–. Como me interesaba el cine pensé: por qué no estudiar cine.” Se recibió de guionista en el Incaa: “Era una excusa para justificar lo mucho que me gustaba mirar tres, cuatro películas seguidas, y que eso se interpretara como estudio y no como pereza. No creo que esa formación haya influido en mi manera de escribir, pero tal vez sí. Me acuerdo de Bioy Casares diciéndome de mi primer libro que era demasiado cinematográfico y yo repetía muchas gracias, muchas gracias, sobre todo por el hecho de que lo hubiera leído. Tardé años en darme cuenta de que para él no era un halago”.
Por entonces acumulaba ya años de lectura y una biblioteca de literatura que comenzó siendo europea. “Tuve la época rusa con Dostoievski, Gogol, Babel, Chéjov –enumera–, la época italiana con Morante, Calvino, la alemana con Kleist, Walser, Joseph Roth, después la geografía se fue abriendo hacia la literatura japonesa: Akutagawa, Mishima, Kawabata y finalmente terminé como era lógico en la latinoamericana: Machado de Assis, Clarice Lispector, Felisberto Hernández, Ribeyro. En esa zona la lista es interminable porque ahí también entraron los poetas. Antes de mi primera novela siempre me gustó leer lo que yo sabía nunca iba a ser capaz de escribir. Después empecé a leer más a mis contemporáneos, que me resultan en general una escritura menos densa y no tan alejada de la capacidad literaria de la mía.”
Su interés por los casos clínicos derivó en un libro de cuentos, La locura de los otros (2003, traducido al inglés en 2013). Un hombre que odia los botones, otro obsesionado por la calvicie y una médica fóbica que se dedica a tratar justamente pacientes fóbicos son algunos habitantes de ese universo. Publicó además dos novelas, Siete vidas (1989, 2004) y Un amor antiguo (1995) y en 2014 fue finalista del premio Clarín con otra que por ahora, asegura, no tiene ganas de publicar. Un día, cuando hojeaba los diarios de Virginia Woolf en la biblioteca de la Universidad de Nueva York descubrió el apellido de Victoria Ocampo –el suyo– sistemáticamente mal escrito. A continuación leyó lo que Victoria había escrito a propósito de Virginia y pensó que el encuentro entre ambas había significado algo distinto y desproporcionado para cada una. Hizo lo mismo con otros escritores, y así surgió Victoria y sus amigos (2009), un ensayo atípico donde reconstruye y analiza las relaciones de Victoria Ocampo con Gabriela Mistral, Waldo Frank, Virginia Woolf, Pierre Drieu La Rochelle, María Rosa Oliver y José Ortega y Gasset.
Victoria Ocampo le parecía en principio aburrida. Su abuela le había dicho que era una tilinga. Y en esa época estaba abocada a una compilación de textos sobre la melancolía. Escribió inesperadamente, por efecto de un proyecto que quedaba finalmente postergado o en segundo plano. Como le volvió a pasar con Cobayos criollos.
La fiesta en que Kathy Gateway fue vista por última vez con vida quedó filmada en cámaras de seguridad. Elena Asaire mira obsesivamente esas imágenes y lo que ocultan. “Me divertía imaginar a la investigadora de un crimen que básicamente lo resuelve observando la filmación de un evento, que puede avanzar, retroceder, detener y mirar muchas veces, algo que la realidad no nos permite hacer”, dice Ocampo.
El fármaco que deben probar los cobayos se llama Zexed. Una droga mágica contra la melancolía, el cansancio, el insomnio y la angustia que exacerba la libido y remite desde su nombre al sexo. Como efecto secundario provoca amnesia, algo ideal para el sospechoso de un crimen. A medida que avanza la narración, la novela desmenuza con precisión quirúrgica la lógica de las corporaciones. Y las cosas que la costumbre naturaliza, como que “el mejor amigo del hombre, después del perro, es el farmacéutico”, según dice un personaje, o que Buenos Aires es la ciudad con mayor proporción de farmacias por metro cuadrado. La industria tiene aquí su propio diccionario, donde la palabra remedio es “uno de los primeros éxitos lingüísticos”, impotencia fue borrada del discurso masculino y guineapigging significa hacer de cobayo (neologismo de guinea pig, conejillo de Indias).
Big Pharma elige a sus pacientes con tanto cuidado como oculta el hecho de que sus medicamentos son apenas un poco más efectivos que los placebos. El perfil apunta a personas con solvencia para mantener un tratamiento largo con una droga costosa. Los cobayos criollos deprimidos son especialmente aptos porque siempre quieren agradar y se esfuerzan por ser aceptados. Kathy Gateway trata de seducirlos con estrategias retóricas aprendidas en los seminarios de cómo hablar en público y algo de psicología: “Su teoría era que todos tenemos en nuestra personalidad algún rasgo que intentamos esconder, y es ese esfuerzo por no mostrarnos del todo lo que nos termina delatando”.
La idea de que la novela negra documenta las condiciones de su época lleva a veces a confusiones. Algunos escritores se confunden y hacen denuncias que no sorprenden a nadie. Flaminia Ocampo se desmarca del estereotipo con observaciones sobre el funcionamiento social de las corporaciones farmacéuticas: “Ahora, con fármacos, todos tenemos derecho a ser normales. Nadie discute qué es ser normal porque ser normal es recurrir a fármacos para serlo”, escribe.
Flaminia Ocampo dirige talleres de narrativa en la Universidad The New School. “Creo que el punto de partida es tratar de entender lo que la persona intenta o quiere escribir y ayudarla y acompañarla en ese camino –dice al respecto–. A mí me pasa muy seguido tener estudiantes hijos de padre o madre alcohólica. Los reconozco enseguida. Entonces intento apoyarlos para que escriban lo que quieren escribir sin delatar ante los otros que la visión que ellos tienen viene de una experiencia muy específica que muchos de ellos no quieren revelar. Quieren escribir sobre las consecuencias en sus vidas, no sobre el tema del alcoholismo. Ellos se dan enseguida cuenta que de algún modo entendí y se sienten protegidos. Creo que al final ésa es para mí la definición de un buen taller: que cada integrante adquiera más claridad sobre lo que quiere lograr y yo hacer todo lo posible para que lo consiga”.
También enseña “el lado muy aburrido de la escritura: cuando se cree que un texto está terminado, en realidad recién se empieza. Como decía Augusto Monterroso en broma: él no escribía, sólo reescribía. Y aborrezco la estúpida frase de que hay que mostrar y no decir. Si uno es capaz de decir algo que valga la pena ser escuchado, bienvenido. Escritores como Gertrude Stein lo único que hicieron fue decir”.
Se radicó en Nueva York, dice, cuando sus hijos eran pequeños, para no legarles la nostalgia por el lugar que se amó y ya no se habita. “Viví en demasiados lugares y después por mucho tiempo no pude dejar de mudarme de país en país. Siempre lo vi como un privilegio que me avergonzaba un poco. Sólo en los últimos diez años me di cuenta de que las vidas desterradas no son ningún privilegio porque no construyen mucho. Yo hablo bastantes idiomas pero en realidad nunca sé en cuál me siento más cómoda”, confiesa. Entonces “mi visión del mundo es una visión de no pertenencia, que me permite observar mucho la pertenencia de los otros a su lugar de origen y sorprenderme de que sea posible pertenecer tanto. Si me hago la norteamericana o la francesa, o hasta la argentina que soy, me da risa”.
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