Dom 23.08.2015
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SEXO ARGENTINO

› Por Ana María Shua

El gran crítico David Viñas hablaba de una violación fundacional en el nacimiento de la literatura argentina. En nuestro primer cuento, “El Matadero”, de Esteban Echeverría, se describe con sensualidad la vil ralea de plebeyos que festonean con su lenguaje obsceno el matadero de reses de Buenos Aires. Un joven de la buena sociedad, unitario, es capturado por los brutales federales y allí mismo se lo condena a recibir verga a nalga pelada. Cuando lo leí por primera vez tenía doce años, entendí que se trataba de azotes (en esa ambigüedad lo mantiene pudorosamente el autor) y sin embargo no pude dejar de estremecerme con esa escena cargada de sexo negativo en que el muchacho muere echando sangre por la boca y por la nariz apenas le bajan los pantalones. En el cuento, la violación no se consuma, sin duda debido a lo que la época considera apropiado para convertirse en letra escrita.

Fascinada la crítica por esta cuasi-violación homoerótica, se deja de lado otro intento de violación, escrito por el mismo autor y en verso. En el poema “La Cautiva”, su protagonista, María, se defiende con un puñal del indio que intenta mancillarla. Su enamorado –al que ella libera con el mismo puñal ensangrentado–, creyendo que la violación ha sido consumada le responde con un doble ripio, métrico e ideológico: “María, soy infelice/ ya no eres digna de mí”.

Por el camino de este erotismo pudoroso que no llega a la consumación, yo saltaría a una escena de 1846. Es una carta de Sarmiento en que le relata a un amigo su encuentro en Montevideo con cierta famosa mujer. “Por la mañana de ayer desayunada en casa de Mariquita Sánchez de Thompson. Nos encontrábamos solos, sentados en un sofá, hablando mientras ella ponderaba y mentía con la gracia que sabe hacerlo. Pese a sus sesenta años me sentí víctima de una erección, ¡vamos, a cualquiera le puede pasar! y entonces estuve a punto de violarla. Pero, justo en ese instante, felizmente alguien irrumpió en la sala y me salvó de tamaño atentado.” Tercera violación no consumada en los comienzos de nuestra historia literaria.

Unos años después, como lo señala la escritora y crítica María Moreno, “en 1880 y de la mano del naturalismo, la sensualidad estalló en los libros argentinos, (...) en las novelas de Eugenio Cambacérès, Lucio V. López, Antonio Argerich y Eduardo Wilde. Son novelas de anatemas misóginos y xenófobos, adonde aparece una mistificación del goce femenino que se traduce en la noción negativa de insaciabilidad”.

Falta mucho para que el placer sea legitimado en la literatura argentina. Con un año de diferencia nacen en Buenos Aires Jorge Luis Borges y Roberto Arlt. La literatura íntimamente pudorosa de Borges, evitó todo erotismo. Los libros de Arlt abundan en situaciones que se aproximan al sexo. La prostitución es tema recurrente. Y el sexo vuelve siempre con la misma carga de culpa, horror, asco, crispación y angustia.

Julio Cortázar, quince años menor que Borges, pertenece claramente a otra generación. Se propone, casi como plan programático, una reivindicación del sexo. Sin embargo, además de volver a insistir (y lo marca muy bien María Moreno), en la idea de humillación y abuso como formas del placer, cuando se trata de la alegría del sexo, inventa un lenguaje personal que le permite decir todo lo necesario sin usar palabras que siguen considerándose impropias. A pesar de sus esfuerzos, el lenguaje coloquial de los argentinos todavía no puede entrar de lleno en la literatura erótica.

De Cortázar en adelante la crítica argentina elige caminos muy precisos. En los últimos cuarenta años surge el erotismo crítico nacional. Que recuerda solamente a unos pocos autores, casi desconocidos para el lector común y muy difíciles de encontrar en una librería como Copi, Lamborghini, Perlongher. El erotismo crítico elige el deseo sin argumento, sin historia, violentas ráfagas de sexo más parecidas a un gesto que a un relato.

Ernesto Sabato (que escribe sobre “La bestia de dos espaldas”), Abelardo Castillo en “La fornicación es un pájaro lúgubre”, siguen todavía inmersos en la idea del sexo prohibido, maligno, impuro. Manuel Puig en Boquitas Pintadas, o The Buenos Aires Affair, logra incorporar por fin el lenguaje coloquial también al sexo. Empiezan a aparecer los narradores del homoerotismo, como Paco Jamandreu, La cabeza contra el suelo, Hermes Villordo, con La brasa en la mano.

Algunas de nuestras mejores escritoras abordan con menos cautela el universo del deseo: Tununa Mercado con su Canon de alcoba desnuda con y sin violencia la belleza del lenguaje, Griselda Gambaro en Lo impenetrable, aborda el universo erótico desde un humor sutilísimo y refinado, Alicia Steimberg, en Amatista, logra lo que parecía imposible, despertar la loca fantasía y hacernos desternillar de risa al mismo tiempo.

En los años recientes todos los autores argentinos incorporan el sexo y el erotismo a su literatura con menos carga de culpa, el sexo deja de ser algo vergonzoso y abyecto y trae, por fin, un poco de alegría.

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