PUENTE DE ESPíAS
La nueva película de Steven Spielberg que, además, vuelve a reunirlo con su actor mimado, Tom Hanks, es una de espionaje en el estilo gris y despojado de las novelas de John le Carré. Escrita por el dramaturgo inglés Matt Charman con una ayudita en los diálogos de los hermanos Coen, Puente de espías trata sobre la historia real del abogado James B. Donovan, que pasó de defensor de un topo soviético a negociador en intercambio de prisioneros, todo en los tensos años que van de 1957 a 1962 en Estados Unidos y Berlín, dos de los más calientes teatros de operaciones de la Guerra Fría. Con un estilo impasible y su puesta en escena rítmica y sin sobresaltos, más un protagonista de una integridad rayana con lo inverosímil, aborda algunos asuntos oscuros e inquietantes de la historia contemporánea, convirtiéndola en una producción que, casi sin tirar un tiro, trata de modo directo esos tensos años del siglo XX donde el mundo parecía una partida de ajedrez siempre al borde del jaque mate.
› Por Mariano Kairuz
Le debemos a los años más tensos y paranoicos de la guerra fría –el dedo temblando en el gatillo a un lado y a otro– muchas de las mejores y más interesantes películas estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX, un vasto territorio que se divide esencialmente en dos: films sobre el terror nuclear y films de espionaje. Los primeros son los que mejor representaron la cruda sensación de que en cualquier momento todo iba a estallar en mil pedazos, aquél estado de alta tensión conocido como MAD (“destrucción mutua asegurada”), mediante historias de apocalipsis atómicos, desde La hora final (On the Beach, 1959, con Gregory Peck) hasta Testamento o El día después o Matinée (ambientada durante la crisis de los misiles de Cuba) en los ‘80 y ‘90 y, de manera gráfica y pesadillesca, con relatos de ciencia ficción y terror, de insectos agigantados, hombres empequeñecidos y todo tipo de criaturas mutantes. Las otras son las películas engendradas por el red scare, el pánico rojo, que, es cierto, también produjeron una desbordada dosis de fantasía y horror; todos aquellos cuentos de extraterrestres que, como indicaba el ampliamente difundido imaginario occidental del régimen comunista en su momento, vendrían a “homogeneizarnos” a todos, volviéndonos meros engranajes del sistema, matando nuestras individualidades; en definitiva, arrasando con todo aquello que nos define como humanos: The Invasion of the Body Snatchers. Pero en rigor, el red scare encontró su veta más exitosa en las historias de agentes secretos y topos, CIA, MI6 y KGB, que también reconocen una división interna: las hay de aventuras, al estilo James Bond, que tuvo muchos colegas algo menos famosos, como Harry Palmer, el “007 pobre” de los libros de Len Deighton que Michael Caine interpretó en películas como Archivo confidencial (The Ipcress Files) o Billion Dollar Brain. Y las hay del estilo John le Carré: el espionaje realista, de observación y negociación, la gris desventura de escritorio, pura burocracia, archivos clasificados, microfilms, política, muy poco bang bang y mucho menos kiss kiss.
A esta última clase pertenece la nueva película de Steven Spielberg, Puente de espías, una producción ambiciosa que lo reúne una vez más con Tom Hanks (tras Rescatando al soldado Ryan, La terminal y Atrápame si puedes) y que, con su estilo impasible y su puesta en escena rítmica y prácticamente despojada de sobresaltos aborda algunos asuntos bien oscuros e inquietantes de la historia contemporánea, convirtiéndola en uno de los relatos –sin hongos nucleares ni monstruos mutantes, ni Pentágono ni agentes secretos en casinos o autos veloces– sobre la Guerra Fría más directos y reflexivos del cine reciente. Ambientada principalmente en Estados Unidos y Berlín entre los años 1957 y 1962, su argumento se basa en la historia real del abogado James B. Donovan (Hanks), quien es reclutado inicialmente por el gobierno norteamericano para ponerlo a cargo de la defensa de un espía soviético capturado en territorio estadounidense, de modo de garantizarle una representación independiente, justa, acorde a los valores que promulga la democracia “modelo”. Renuente al principio a aceptar una misión que lo va a convertir en una figura pública inevitablemente impopular, Donovan termina involucrándose a tal punto en las circunstancias de su representado que, un tiempo después del juicio, habrá de reencontrarse una vez más con él, esta vez para gestionar un peligroso intercambio de prisioneros. Escrita por el dramaturgo inglés Matt Charman con una muy publicitada y por momentos evidente intervención de los hermanos Coen en los diálogos, Bridge of Spies llegó una semana atrás a los cines norteamericanos y arribará el jueves que viene a los argentinos, precedida por pronósticos de casi seguras nominaciones al Oscar.
Puente de espías arranca con una secuencia poderosa, casi desprovista de palabras, que nos presenta al espía ruso instalado en Brooklyn. El hombre se llama Rudolf Abel y lo conocemos haciendo lo que, es evidente, más le gusta hacer: pintando un cuadro. Al rato, con la misma naturalidad y tranquilidad con que ejerce su artística y verdadera vocación, sale de su departamento en busca de una pieza, una moneda que encierra información encriptada y valiosa que, asumimos, deberá pasar a los suyos. Acto seguido, los agentes americanos que vienen pisándole los talones por las calles y en el subte, llegan hasta su departamento. La escena está diseñada de manera de producir cierta tensión en el público; sin embargo, a la hora del arresto, “el topo” Abel, que está en calzoncillos y tiene los dedos manchados con pintura, no se inmuta en lo más mínimo, y acepta su destino con el temple de siempre. “¿Puedo ir a buscar mi dentadura?”, le pregunta a uno de los agentes. “¿No estás nervioso?”, le preguntará más tarde y en más de una ocasión su abogado. A lo que el hombre responderá, inmutable: “¿Serviría de algo?”
Aunque luego pasará a un segundo plano para darle el protagonismo casi absoluto al Donovan de Tom Hanks, el personaje de Rudolf Abel encarna una idea central de la película: la de los agentes, a un lado y otro, como hombres que siguen órdenes, cada cual un patriota a su manera; la de que no hubo verdaderos héroes ni villanos en la Guerra Fría, ni un Bien y un Mal absolutos. El abogado Donovan basa su primera estrategia de defensa de Abel justamente en el argumento de que no le corresponden los cargos de traición que el gobierno americano le ha echado encima, sencillamente porque el acusado no traicionó a nadie: hizo por la Unión Soviética lo que un leal espía americano hubiera hecho por Estados Unidos. Abel es, según lo ha definido Spielberg en varias entrevistas, simplemente “un hombre que hace su trabajo”. El actor que encarna este concepto con magnética impasibilidad es el inglés Mark Rylance, a quien Spielberg conoció casi treinta años atrás, cuando se disponía a hacer El imperio del Sol, y a quien reencontró hace un tiempo al verlo en una puesta teatral de Noche de reyes, y en la serie de la televisión británica Wolf Hall. “Mark interpreta a su personaje con una paz inescrutable” dice el director. “Te invita a mirarlo en profundidad e intentar descubrir sus secretos. ¿Queremos que este personaje nos guste, o queremos evitar que nos guste demasiado?”.
La historia de Bridge of Spies se divide en dos. La primera parte trata el conflicto de Donovan, que debe aceptar, a instancias de su jefe y socio en el estudio (Alan Alda), el trabajo para el que los ha convocado el gobierno: garantizarle ese juicio justo al “enemigo”. Spielberg representa el desprecio que Donovan se gana ante la opinión pública -–por asumir el lugar de abogado del demonio comunista– con el pulso del cine clásico, en dos escenas concisas: una en la que el hogar de Donovan es blanco de un ataque anónimo que pone en peligro a su familia. La otra, de un gran poder simbólico, tiene lugar a bordo del tren, donde los pasajeros reconocen al abogado por su foto en el diario y le echan miradas de desconfianza y desaprobación. Es en escenas como esta que se cifran las intenciones más cabales de la película: hablar acaso menos de los pormenores de un caso histórico, que de la atmósfera general y las psicosis colectiva en la que se vio inmersa la sociedad estadounidense en ese momento. El subtema del pánico nuclear aparece a través del personaje del hijo de Donovan, que vuelve de la escuela con la cabeza embarullada por los documentales institucionales con que por esos años se les enseñaba a los niños el duck and cover (“agacharse y cubrirse”), los pasos a seguir en caso de un ataque atómico en territorio americano, la preparación y abastecimiento del refugio, etcétera; todo esto algunos años antes de la crisis de los misiles que llevó al mundo al borde del desastre.
La segunda parte de Puente de espías nos transporta hasta el puente del título, el Glienicke, auténtico nexo de actividades militares, cerrado a los civiles por el gobierno de Berlín Oriental en 1961. Ya había pasado un tiempo desde que Donovan consiguió que Abel no fuera enviado a la silla eléctrica, cuando la CIA volvió a llamarlo, esta vez para pedirle que participara en el intercambio del espía ruso por el piloto Francis Gary Powers, espía estadounidense cuyo U2 fue derribado en la Unión Soviética mientras intentaba tomar fotos aéreas. Misión a la que Donovan no solo accede, sino que complejiza por cuenta propia cuando se entera de que hay otro norteamericano en manos de los soviéticos, un muchacho llamado Frederic Pryor (Will Rogers), estudiante, que fue arrestado en Berlín Oriental a metros del Muro en plena construcción, cuando intentaba cruzar a su novia al otro lado. Hagamos un dos-por-uno, insiste Donovan, a pesar de que el agente de la CIA que lo ha convocado le aclara que estará solo, que el gobierno americano no puede intervenir, y que la negociación se llevará a cabo con la intermediación de Alemania Oriental.
Contra la voluntad del estudio para el que trabaja, contra la voluntad de su propia esposa (que no lo quiere ver en peligro), y hasta en contra de la de los agentes de la CIA (que no están dispuestos a arriesgar la misión por el estudiante y solo están interesados en recuperar al piloto por miedo a que le saquen información sensible bajo tortura), Donovan se erige en la figura más idealista, justa y altruista del relato. En la vida real, antes de estos incidentes, Donovan fue fiscal en los juicios de Nuremberg donde, como el constitucionalista indoblegable que era, cumplió con su trabajo convencido de que a los nazis no había que salir a matarlos, sino que había que atraparlos por medios legales, y juzgarlos. El propio abogado, que narró su historia en 1964 en su libro Strangers on a Bridge: The Case of Colonel Abel and Francis Gary Powers (“Extraños en el puente: el contexto histórico del incidente del U2 y la historia del ex jefe de la CIA en Berlín Occidental William King Harvey y la Operación Oro”), argumentaba que, ni bien EEUU empezara a torturar a sus prisioneros, estaría autorizando al otro lado a hacer lo mismo, y que “no es eso lo que la democracia americana busca representar”.
A muchos podrá resultarles ingenua la postura de Donovan, de tan sensato y noble que lo pintan Hanks, Spielberg, los guionistas y hasta –en su meticuloso trabajo de iluminación– el director de fotografía Janusz Kaminski. Por momentos, y así lo ha visto buena parte de la crítica americana, Puente de espías puede parecer la película que hubiera querido hacer Frank Capra con ese everyman, ese otro americano-modelo que, muchos años antes que Hanks, fue Jimmy Stewart. Aunque, si la hubiera filmado en esa época, dice Spielberg, probablemente hubiese llamado a William Holden. “El también –argumenta el director– tenía esa integridad del hombre común”.
Pero el que estuvo a punto de interpretar a Donovan en su época no fue ni James Stewart ni William Holden, sino Gregory Peck. En 1965, el actor que había hecho de Atticus Finch en Matar a un ruiseñor, se interesó en la historia de Donovan y Abe e intentó ponerla en marcha su adaptación al cine. Llegó a conseguir que Alec Guinness se comprometiera a interpretar al espía soviético, y que el (legendario) Sterling Silliphant escribiera el guión. Pero cuando todo parecía encaminado, la MGM dijo finalmente que no, que no la harían. “El incidente de Bahía de Cochinos acababa de ocurrir”, dice Spielberg, intentando explicar por qué Hollywood rechazó en su momento una historia con tanto potencial. “La Crisis de los Misiles había sido contenida hacía tan solo un año y medio, y las relaciones entre la Unión Soviética y EE.UU. estaban más tensas que nunca, así que la Metro no se iba a meter con la política de esta historia”.
Por supuesto, no es que a Hollywood no le interesara meterse con estos temas en general: durante los primeros años de la guerra fría, varias instituciones –como la Legión Católica de la Decencia, el Production Code Administration, la Motion Picture Alliance for the Preservation of American Ideals, y eventualmente el propio FBI– fogonearon la producción de relatos que, hábilmente convertidos en entretenimientos, funcionaran como propaganda anticomunista; que contribuyeran a consolidar la imagen del comunista como un claro enemigo a combatir. (Controlado más directamente por el Estado, el cine sovietico intentó al mismo tiempo hacer lo propio, aunque con menos suerte).
El influjo de la guerra fría sobre casi todos los aspectos de la vida cultural de EE.UU. fue largo y perdurable, señala el experto en el tema Philip J. Landon (y autor de un artículo sobre su representación cinematográfica), extendiéndose entre 1946 y 1991. Hollywood fue de hecho “uno de los blancos más visibles de la HUAC, el Comité de Actividades Anti Norteamericanas”, y de la caza de brujas macartista, que puso en una lista negra a quienes no cooperaran con la búsqueda y delación de simpatizantes comunistas, llegando a mandar presos a varios. No tardaron en aparecer películas que captaron el oscuro espíritu de la época. En 1948, apenas un año después de que el periodista Walter Lippman acuñara la expresión “guerra fría”, la 20th Fox estrenaba La cortina de hierro, de William Wellman, historia de un empleado ruso (Dana Andrews) que desertaba al servicio de operaciones de espionaje soviéticas en Estados Unidos. Casi tan tempranas como aquella fueron también Acusado de alta traición (1949, de Felix Feist, sobre un cardenal húngaro que no se doblega ante la tortura de sus verdugos comunistas) y Walk East on Beacon, de 1952 y que, basada en un artículo de J. Edgar Hoover, cuenta los intentos de los soviéticos por descular un proyecto científico ultrasecreto relacionado con armas atómicas. Algunos de los títulos eran, más que elocuentes, desvergonzada y divertidamente sensacionalistas: ahí están Me casé con un comunista, y Fui un comunista para el F.B.I. (de Gordon Douglas), en la que Frank Lovejoy interpretaba a un agente encubierto que se separa de familia y amigos para infiltrarse en el partido comunista y desde ese lugar denunciar a otros americanos “desleales”: un tema común a otros films de la época, como Intriga en Honolulu, con John Wayne, El traidor, con Robert Taylor, o Un alma envenenada, de Leo McCarey, en la que Robert Walker es negado por sus propios, patrióticos y religiosos padres cuando se enteran que espía para los comunistas. Asimismo, la idea algo enfermiza de que los Estados Unidos estaban llenos de espías soviéticos de incógnito, dice Landon, es la que permea infinidad de otros films, como Security Risk (Harold Schuster, 1954), e incluso alguno que otro de grandes autores como Jacques Tourneur (en The Fearmakers, 1958). También, a su particular modo, habla de la lealtad patriótica Strategic Air Command, del gran Anthony Mann, en el que Jimmy Stewart abandona su próspera carrera en el béisbol, y a su esposa, para defender a su país una vez, como lo hizo antes, durante la guerra. Mujer amorosa pero, antes que nada, leal norteamericana, la esposa de Stewart –interpretada por June Allyson–, aceptaba finalmente que la defensa de la democracia estaba por encima de sus intereses individuales y la felicidad familiar. Un detalle argumental sobre el que Puente de espías ofrece una suerte de relectura, a través del personaje de la esposa de Donovan –gran actuación de reparto de Amy Ryan–, una mujer de carácter que antepone la seguridad de su marido y su familia a cualquier consideración “patriótica”.
No todos los films de espionaje hollywoodenses de los ‘50 son unívocamente anticomunistas, claro. De la primera mitad de la década, no pueden ignorarse dos películas que se convirtieron en verdaderos clásicos del noir: El rata, de Sam Fuller, y Bésame mortalmente, de Robert Aldrich (versión propia del libro de Spillane protagonizado por Mike Hammer). En ambos hay cuestiones de espionaje nuclear, pero sus protagonistas actúan motivados menos por patriotismo o idealismo que por razones personales.
Hubieron, también, voces disidentes: Carl Foreman dice haber escrito la desventura del sheriff interpretado por Gary Cooper en A la hora señalada como una alegoría sobre la cobardía de los ejecutivos de Hollywood, que eligieron proscribir y entregar antes que hacerle frente al comité anticomunista. Foreman estuvo, claro, en las listas negras, y hoy no cuesta entender que, incluso unos años más tarde, los estudios todavía no estuviesem preparados para filmar una historia como la de Donovan, Abel y Gary Powers, que los hubiera obligado a revisar el espíritu patriotero que había alimentado a buena parte del cine de la última década.
Una historia –la de Donovan– que fue mayormente olvidada durante mucho tiempo, y de cuyo rescate el principal responsable fue el citado dramaturgo londinense Matt Charman, quien llegó a ella a partir de una nota al pie en una biografía de Kennedy, unos pocos años atrás. La nota en cuestión mencionaba a este abogado norteamericano que había sido enviado por el presidente a Cuba para negociar la liberación de 1113 prisioneros. Hasta que Charman llegó a Dreamworks con su proyecto de guión, Spielberg, un hijo de los años del espionaje y el terror atómico, no conocía la historia. “Me crié en los 50 y 60 y estaba conciente de lo que ocurría durante la guerra fría, pero no sabía nada sobre el intercambio de Abel por Francis Gary Powers”, reconoce el director. “Sabía algo de Powers, porque la noticias del U2 derribado estuvo por todos lados; pero pareció que la historia se había terminado ahí”. Charman y los Coen recuperaron el relato del proceso posterior, incluyendo el intercambio clandestino, que se desarrolla con la intermediación de dos personajes más bien oscuros: un abogado alemán interpretado por Sebastian Koch, y un agente de la KGB autodesignado secretario de la embajada soviética en Berlín del Este. A pesar del carácter villanesco de estos personajes –que por momentos pueden recordar a El tercer hombre de Carol Reed– los guionistas hicieron su trabajo manteniéndose siempre en un estilo más Le Carré que Ian Fleming, es decir, sin entrar del todo nunca en el terreno del cine de acción, sino a través de escenas resueltas casi exclusivamente en conversaciones. Es en parte por esto que más de una crítica americana encontró en Puente de espías “una valiosa respuesta estadounidense al brillante film británico El topo –la meticulosa adaptación que Tomas Alfredson hizo cuatro años atrás de Tinker Tailor Soldier Spy, de Le Carré, con Gary Oldman como Smiley–, un retrato de la edad de oro del espionaje que no sentimentaliza ni a sus antagonistas ni a su época”. La interpretación general del estilo narrativo adoptado por Spielberg y sus colaboradores, es que la puesta en escena debía dar cuenta de que la Guerra Fría fue una guerra de información e inteligencia, no de armas disparándose ni bombas explotando.
Esas historias, las de las bombas estallando y la vida sobre la tierra pulverizada, conforman el relato esencial de las infancias y adolescencias de los cineastas de la generación de Spielberg, que mantiene un aspecto absolutamente jovial pero, no hay que olvidarlo, cumplirá 69 años dentro de un par de meses. Fue cuando el macartismo (y la idea de que todos vivían rodeados de espías socialistas y traidores) empezó a perder predicamento, que el cine se lanzó a abordar la guerra fría a través de historias engendradas por el pánico nuclear y de monstruos radioactivos. Están los films de submarinos, como el mencionado On the Beach (Stanley Kramer 1959), ambientado en un planeta Tierra que ha quedado devastado sin retorno tras un desastroso intercambio de bombas H entre la URSS y los EE.UU., así como The Bedford Incident (1964) y Estación Polar Zebra (1968). En 1964 se estrenaron las fundamentales Límite de seguridad (Fail Safe, de Sidney Lumet) y Dr. Insólito (Kubrick), que llegaron casi juntas, como dos formas posibles –la primera solemne, la otra paródica y absurda– de narrar la misma historia: bombardeos americanos sobre la Unión Soviética y la posterior escalada hacia el desastre. La primera en particular, puede verse como una versión que, por la vía de la ficción, explotaba los mismos miedos que esos institucionales con que el gobierno preparaba y espantaba a sus escolares. (Algunos de esos films pueden revisarse en el extraordinario documental The Atomic Cafe).
“Aquellas películas institucionales hicieron mucho daño; crearon tal nivel de miedo que nos llevó a un especie de odio ciego”, dice el director de ET y La guerra de los mundos, quien de chico miraba al cielo por dos motivos: en busca de visitantes extraterrestres, y atemorizado por los aviones que surcaban el espacio aéreo presagiando las peores posibilidades. “El cielo era un entretejido de estelas de aviones durante la crisis de los misiles de Cuba, cuando yo era un adolescente. Yo asumía que eran B52s dirigiéndose a sus puestos de ataque, lo cual exacerbaba mis miedos más profundos de que el mundo iba a terminarse. Mi padre Arnold, un ingeniero que trabajaba para General Electric, había viajado a la Unión Soviética unos años antes como parte de un programa para la paz, y me decía: no te preocupes, nunca va a haber una guerra, nadie está tan loco. Pero yo nunca le creí. De hecho, cuando era chico sentía que todos estaban locos. Yo veía a la Rusia comunista como el enemigo, pero mi padre los veía como seres humanos, que estaban tan asustados de nosotros como nosotros de ellos. Con los asesinatos de Kennedy y Martin Luther King yo sentía que los adultos estaban más chiflados que nadie, y que terminarían haciendo algo tan estúpido y maligno como comenzar un intercambio termonuclear con la URSS. Lo que, como sabemos, fue evitado por un pelo”.
Durante su viaje a la Unión Soviética en 1960, Arnold Spielberg se encontró con la exhibición pública que el gobierno ruso había dispuesto del U2 de Gary Powers y de su casco americano. Un militar ruso que identificó a papá Spielberg, lo llamó, lo detuvo y, tras pedirle el pasaporte, gritó ante la concurrencia: “miren lo que su país nos está haciendo”. Pero Arnold no le contó esta anécdota a su atemorizado hijo hasta muchos años después, creyéndola irrelevante. Fue recién un año y medio atrás –el hombre aun vive–, cuando supo que su hijo iba a filmar esta historia, que se lo contó y le mostró las fotos que había sacado del traje de Powers.
El cine de la guerra fría tuvo sus últimos exponentes puros y duros durante los 80, con la Guerra de las Galaxias y los misiles antibalísticos de Reagan; películas como Clave Omega (The Ostermand Weekend, de Peckinpah), Espías sin rostro (Little Nikita, de Richard Benjamin, con Sidney Poitier y River Phoenix), Juegos de guerra, o Jóvenes guerreros (el Red Dawn original de John Mllius, que imagina, como la miniserie Amerika , una inesperada invasión soviética a EE.UU. y su resistencia), y hasta las nuevas entradas de Rocky y Rambo, totalmente desviadas de sus orígenes para enfrentar a los soviéticos, cada uno en su territorio, dieron cuenta de un tema que volvía a levantar temperatura una vez más. Pero poco más tarde estos films darían paso a otros de un tipo más, puede decirse, “revisionista”: entre ellos, El halcón y el hombre de la nieve, de John Schlesinger, en el que la CIA no queda exactamente bien parada; Gorky Park e Infierno rojo como exponentes de todo un subgénero en el que americanos y soviéticos se ven obligados a colaborar; y otros que, ya sobre los ‘90, parecen expresar de manera inmediata las nuevas incertidumbres que acompañaron todo el proceso que llevó hasta la caída del Muro: a la cabeza de esta tendencia está La caza al Octubre rojo, sobre libro de Tom Clancy.
Cuando, en la conferencia de prensa posterior a la presentación de su nueva película en el festival de Nueva York, le preguntaron a Spielberg qué le parece que liga hoy a Puente de espías con el estado de cosas en el mundo (“qué la vuelve relevante”, prefiera decir el cineasta), este contestó: “Basta leer los titulares de los diarios para encontrarnos con que la conversación nacional cambia todos los días, pero la guerra fría parece estar volviendo. Yo no diría que lo que está pasando hoy (en la relación poco amistosa) entre Vladimir Putin y la administración de Obama es una guerra fría como la de los ‘50, ‘60 y ‘70, pero hay ciertamente algo de escarcha en el aire, que resulta de las recientes incursiones en Crimea, de los intentos de seguir entrando en Ucrania, y lo que está pasando en Siria. Pareciera que la historia se repite. Hay, por supuesto, muchas otras conexiones entre lo que pasó en aquel momento y lo que pasa hoy, en tanto el espionaje continúa aunque con otras tecnologías. En lugar de mandar aviones U2 en vuelos de reconocimiento usamos drones, y el hackeo cibernético, que se parece mucho al viejo espionaje, se hace casi por deporte, sin un objetivo específico: simplemente se trata de escarbar mucho a ver si hay alguna información sobre la cual se pueda operar o negociar. Da la impresión de que el espionaje ha alcanzado su apogeo tecnológico, y es temporada de caza para cualquiera que sepa usar un sistema operativo y cómo meterse en el de otro”.
Cuando Spielberg era chico, recuerda, sus miedos eran bien específicos. A veces, tal vez, infundados, como cuando creyó, como muchos, que el Sputnik era un satélite diseñado para espiar. Pero el “enemigo”, al menos, parecía claro. “Hoy nos acecha un temor mayor: el miedo de no saber quién puede estar observándonos”, dice. “No conocemos el rostro del enemigo. En ese sentido, la guerra fría de los 60 fue casi amable, en tanto unos y otros se espiaban mutuamente. Pero hoy ya no sabés siquiera cuando estás mirando televisión y cuándo la televisión te está mirando a vos”.
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