Dom 08.11.2015
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INTERVENCIONES > FEDERICO BACHER

EN UN BOSQUE DE LA CHINA

INTERVENCIONES Alguna vez quiso ser músico pero muy joven Federico Bacher comprendió que lo suyo era la escultura –y así, en pocos años, después de pasar por el Prilidiano Pueyrredón, estuvo estudiando en Florencia y ahora es profesor titular de la materia en el UNA. El año pasado Bacher logró una residencia en Shanghái y ahí pintó con tinta china sobre papel de arroz los árboles de su serie Bosque celulosa que cubrieron tres pisos de una galería en esa ciudad. Ahora su bosque se trasladó a Buenos Aires, se llama Bosque subterráneo y recibe a los pasajeros en la estación Dorrego de la línea B.

› Por Cristina Civale

Un árbol crece con la prepotencia de una maleza. El árbol, mejor su representación estricta, extiende sus ramas a otros árboles y así crea en su virtud visual la idea de la vida que se regenera una y otra vez. Es el flujo de la vida hermanada, en red, con los vasos comunicantes de una savia que se adivina por la habilidad de quien lo pone sobre la pared ruda. En la corteza de los árboles, muy parecida aquí a la piel humana, se descubre la sutileza del descubrimiento de una técnica que le otorga a esos troncos una fortaleza que contagia.

Federico Bacher (Buenos Aires, 1974) es el creador de los murales que hoy se pueden apreciar en la estación Dorrego de la línea B del subte de Buenos Aires, a metros de Chacarita. Un espacio lúgubre que el artista logró llenar de luz con su obra Bosque subterráneo, una serie de arboles enjutos, de troncos fornidos pero delgados en pleno crecimiento. Se intuye que esa obra fue creada por un artista que se mueve con frescura y respeto en un espacio público. Y lo convierte en un trabajo sólido que requiere años de experiencia.

Podría imaginarse, quizá sin volar mucho, que este hombre que ahora pinta con rigor pudo haber sido un chico especialmente dotado para las artes pero el cuento que nos hace de su vida desmorona esta intuición equivocada. Así es, a pesar de lo que se ve hoy de su obra, Bacher-niño pensaba que sería músico aunque el ideal de rock star no le duró mucho. De pronto dejó de armar baterías con las cacerolas y empezó a desarmar y rearmar todos los aparatos que encontraba en su casa y que eran propicios para tales fines. Había frenesí pero aún una vocación errante. Luego de un fugaz romance con la literatura donde fue galardonado por un cuento remoto en un concurso igualmente lejano, decidió ser escultor por esa pulsión vital de tocar la materia y modelarla. Elegía algo primitivo pero también omnipotente: crear desde un soporte informe un destello de vida. Su elección no se asemeja a quien se siente iluminado o apremiado por una compulsión creativa, se asemeja más a una decisión sopesada con la consciencia de que lo elegido exige trabajo, concentración y esfuerzo y decisiones acertadas, además del valor agregado de eso que se llama talento.

Estudió en la Prilidiano Pueyrredón donde se recibió de profesor de escultura y siguió estudiando en Florencia en el Instituto Estatal de Arte. Se dirigió sin dudarlo a la ciudad donde creyó que empezó todo, al menos todo lo que a él le interesaba: en principio la escultura que lo seducía, la del Renacimiento, ese tiempo de creadores dotados en la armonía a través de un material prepotente como el mármol. Pronto, tanto como por curioso, audaz y práctico, amplió sus horizontes expresivos al dibujo –porque supo que es el origen de toda creación visual-, la pintura, la fotografía y el video. El arte para él es una unidad que no reconoce soportes.

Por eso sus óleos hoy perfuman esa especie de sótano urbano e inmenso por donde circulan cientos de porteños en días de ajetreo. Allí desparramó mucho amarillo en diversos tonos en las ramas que nacen de los troncos de sus árboles, unos árboles que ya son insignia de su obra, porque vuelve una y otra vez sobre ellos. Ahora constituyen un arrebato de belleza visual inesperado para quien se hunde en la búsqueda de un tren que circula bajo tierra. Convocado en 2014 por Subtes de Buenos Aires, Bacher presentó su propuesta para esta estación y al ser aceptada empleó quince días de hace dos inviernos, a subte cerrado, desde la medianoche hasta las 4 de la madrugada, para transformar el espacio público y tratar de convertirlo en una ofrenda para los transeúntes. En octubre de este año volvió tres jornadas de nuevas noches en vela para retocar lo que la humedad y el fragor de la vida habían estropeado. A lo largo de esas noches de encierro y trabajo duro, fue compartiendo con Radar sus ideas sobre este Bosque y algunas otras obras de estos tiempos. Trabaja con el frenesí del nene que desarmaba aparatos, su producción es prolífera. Un año en su vida quizá se traducen en varios años en el transcurrir de otro artista. Subido a una escalera, luciendo un pantalón y una remera traqueteados por el trabajo, en una pausa que le imponemos, nos cuenta sobre la estación donde estamos encerrados: “Cuando vine a ver el lugar por primera vez, mi impresión fue la de una estación de techos bajos, antigua, pesada visualmente, había mucha propaganda y carteles –explica Bacher-. No me resultó una espacio propicio para pintar objetos, caras y no quise recargarla más visualmente. Así es que me decidí a proponer todo lo contrario, darle luz, darle aire, espacio y naturaleza”.

El espacio público y las obras que se ensamblan en él, tienen sus propias reglas y así reflexiona Bacher sobre el asunto mientras tira una línea amarilla sobre la pared: “Cuando pinto en espacios públicos, como ahora, pienso más en la gente que en mí. No pienso en lucirme técnicamente o como artista. Pienso en lo que puedo ofrecer con mi obra. Mi pregunta es qué puedo hacer acá que a la gente (y a mí incluido como usuario) le guste ver todos los días. ¿Qué puede mejorar ese día a día pesado y monótono de trabajo y el gris de la ciudad? Por eso, para este lugar elegí el amarillo primario y le agregué todavía mas pigmento para que el lugar brille lo máximo posible. Pienso que el artista tiene dos grandes maestros a quien escuchar. La naturaleza y la gente. Hay que aprender a decodificarlos y eso no se aprende en ninguna parte. Se va experimentando con los años y las horas de trabajo”.

ARROZ CON TINTA

Los árboles de Bacher no sólo crecen y nutren muros en Buenos Aires, existe otra serie de ellos realizada con una técnica sutil y exquisita. Bacher pintó con tinta china sobre papel de arroz los árboles de su serie Bosque celulosa que cubrieron los tres pisos de una galería en Shanghái, China, como resultado de una residencia que realizó también durante 2014 y que duró tres meses. Unos días veloces de su frenesí creativo que le cambiaron la vida en un país que, desde su infancia, se presentó como una obsesión. “China siempre fue una atracción. En el secundario tenía dos compañeros chinos, en la época que casi no había chinos aquí. –cuenta Bacher en otra pausa de la pintada en la estación Dorrego-. Y me fascinaban, siempre estaba hablándoles, preguntándoles. En las clases de inglés, yo les pedía que me enseñaran chino. Allí aprendí muchas malas palabras y algo de su cultura. Los caracteres me parecían hermosos, mágicos. Siempre quise conocer China, así que cuando vi que había una residencia todo pago en China me anoté, siendo consciente de que eran pocas las probabilidades. Es fácil ganarse residencias donde uno paga, pero las pocas que pagan todo son muy rigurosas y difíciles de ganar. Fui afortunado, el destino me llevó a China. Viví tres meses en Shanghái. Fue muy intenso, volví diciendo que ir a China no es ir a otro país, es ir a otro planeta”.

Antes de viajar estudió ocho meses mandarín lo que podría parecer mucho pero para el chino es un suspiro. Con el balbuceo de una nueva lengua aprendida en ese poco tiempo se arregló como pudo. Convivió en un palacio de arte, en la esquina más cara de Shanghái, con diez artistas de distintas disciplinas y armó banda con un poeta búlgaro, un fotógrafo alemán, un bailarín español y una videasta sueca. Fue tan aplicado y enfocado en su trabajo que consiguió hacer una muestra individual en una galería enorme que pintó en sólo dos meses, durante los cuales apenas salía de su taller. Un ermitaño creativo.

La muestra fue un éxito que destacaron los medios locales y los coleccionistas del lugar no faltaron a la cita e hicieron sus compras para sorpresa y felicidad de Bacher que sentía que ya había ganado con la experiencia de transitar por esa ciudad y crear en ella.

SOY NATURALEZA

Podría considerarse a Bacher como un artista romántico. Un cruce entre Turner y Novalis en estos días. Él se piensa a sí mismo como parte de un todo homogéneo y de idénticos valores, ese totalidad para él es la naturaleza de la que es parte al igual que un árbol o que un animal. Mientras remata uno de los troncos de su Bosque subterráneo nos explica su visión: “Soy un amante de la naturaleza, en realidad no es más que haber entendido que soy naturaleza. Que un perro o árbol es igual de evolucionado que un hombre. Sólo que el hombre tiene la cualidad de la razón. En mi opinión eso no lo hace superior, sino diferente”.

Desde esta concepción, surgió su obra Rino que estuvo expuesta este otoño en el Centro Cultural Recoleta. Se trató de una escultura gigante que representaba un rinoceronte de la sub raza Diceros Bicornis Longipies de cinco metros de largo, un animal al borde de la extinción. La inmensa escultura se llamó Autoextinción e iba acompañada de la frase “extinguirlos es extinguirnos”.

“Me imaginé en ese espacio un animal enorme –cuenta– que diese la impresión de no caber en la sala. Pensé en un rinoceronte, que es un animal muy especial para mí por su contradicción de volumen, dureza, fuerza y dulzura. Un gigante potente pero inofensivo. También lo pensé por su momento delicado de cercana extinción”.

Bacher empleó una tonelada de yeso y aplicó una técnica de escaneo 3D para ampliar el boceto de su rinoceronte. También usó un router mecanizado para cortar la estructura y armó un pequeño equipo de asistentes-colegas que lo ayudaron a cumplir con la fecha. Un trabajo faraónico que consistió en cortarlo en cinco partes, trasladarlo desde su taller y hacerlo entrar por la puerta de la la sala medía un metro de ancho. Pero valió la pena el esfuerzo. “Mi pretensión era dar un golpe bajo, una atmosfera lúgubre y que la gente tomara conciencia de la autoextinción que estamos llevando adelante –enfatiza-. Mucha gente se movilizaba al ver la escultura, pero el éxito o alcance mayor fue con los niños”.

A Bacher le importa que su obra atraviese a la gente, que sea amigable y comprensible para todos, siente que en estos últimos tiempos el arte se alejó de la gente al punto que cuando muchos entran a un museo en ciertas ocasiones dicen no entender lo que ven. Ese rumbo del arte contemporáneo no lo comparte. Siempre riguroso y curioso y también sinceramente humilde, ahora dice que el secreto para no rumiar soberbia se encuentra en nunca dejar de ser un alumno, un aprendiz eterno. Y eso es lo que aspira a transmitir como docente en la UNA (ex IUNA), en donde desde hace tres años es titular de la cátedra de escultura. “Lo que más trato de mostrar a los alumnos es el amor por la naturaleza, el respeto general, aprender a ver y observar; a ser conscientes de que hay un lenguaje por aprender, una serie de fundamentos que son las herramientas básicas que les servirán de por vida en cualquier carrera artística. La enseñanza es una actividad de ida y vuelta. A través del monólogo no pasa nada. Es química, acción-reacción”. La misma acción que ahora transmite a sus árboles del Bosque subterráneo para que los transeúntes reaccionen ante ella cada día. “Espero que este trabajo transmita alegría, color y vitalidad”, nos confiesa y sigue pintando ahora concentrado en la pared, como si no estuviéramos. Vuelve el frenesí del niño errático la actitud del hombre en que Bacher se ha convertido. Todavía falta más de una hora para que sean las cuatro de la madrugada cuando debe terminar su trabajo y dejar la estación impecable para que arranque el día para los otros con los que hoy va a contramano en el tiempo, pero es una excepción porque Bacher espera ir al mismo ritmo que los que aprecian su arte, nunca soberbio, nunca por encima, sino entre los demás creando para ellos, en la misma línea recta y en la misma altura, construyendo en cada instancia las huellas indelebles de un romance perdurable.

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