PUNCH
Esa boquita
En una reseña de una novela ajena, John Updike dijo de un personaje que era un “judío rico”. Un diario norteamericano lo acusó de antisemita. ¿Tiene límites la policía de los estereotipos?
Por Philip Hensher, de The Independent
John Updike no es un tipo polémico, así que debe haberse sorprendido al descubrir que el New York Observer lo acusaba de antisemita. Su ofensa apareció en una reseña de My life as a Fake –la nueva novela de Peter Carey–, donde hablaba de un personaje, Peter Weiss, describiéndolo como un “judío rico”. El New York Observer objetó la expresión –que era de Updike, no de Carey– y aclaró que “el antisemitismo histórico del que está cargada está implícito”. ¿O acaso Updike describiría a alguien como “un católico rico” o “un protestante rico”? Pero la situación no tardó en complicarse. Timothy Noah, un colega más concienzudo que yo, hurgó rápidamente en la vasta producción del señor Updike y, en efecto, descubrió más de un caso en que describía a católicos y protestantes como ricos.
En un relato de 1985 se lee: “Amaban a mi familia, amaban la idea de que fuéramos tantos, ricos y episcopales”. En Parejas, escribe: “Su experiencia religiosa no era gran cosa; un tenue presbiterianismo; su padre era generoso en promesas pero había sido demasiado rico”. En un ensayo sobre Graham Greene: “Greene encuentra en esta rica y glamorosa norteamericana a su alma gemela; como él, ella era una católica promiscua, juguetona y bebedora”. En definitiva: no era difícil encontrar instancias en las que Updike respondía afirmativamente al test planteado por el NY Observer. Pero ¿tienen esos ejemplos el mismo tono que resuena en la expresión “judío rico”? Por ejemplo, si Updike hubiera escrito “un rico editor judío”, ¿habría herido alguna susceptibilidad? No hay dudas de que Updike tenía sus razones para aludir al personaje de ese modo. La novela de Carey, basada en un caso real, descansa en parte en el hecho de que Weiss es judío y también en que es rico; no trata esos temas con frivolidad sino que se ocupa, al menos en parte, de la manera en que alguien que ocupaba esa posición sólo podía ser aceptado provisoriamente en la sociedad de los años ‘30. Los dos hechos –que el personaje sea rico y también judío– son significativos para la novela, y es responsabilidad de quien reseñe el libro mencionarlos; no es sólo algo que llamaría la atención de un antisemita.
Hasta aquí, parece increíble acusar a Updike de antisemita sobre la base de estas pruebas, y espero que el escritor querelle al periódico por difamación. Pero al mismo tiempo debo decir que a mí jamás se me ocurriría usar la expresión “judío rico”, y mis razones son las mismas que invoca el NY Observer. Es simple: es una expresión que suena antisemita.
Es absurdo, por supuesto. Pero ¿qué pasa cuando hablamos de alguien como el personaje de Carey, en quien la judeidad y la riqueza sí son asuntos pertinentes? Después de todo, los judíos ricos existen. Puede parecer absurdo fruncir la nariz ante la simple fórmula “judío rico” invocando el uso que los antisemitas de antaño hicieron de ella. Pero ¿es realmente así? Quiero suponer, también, que debe haber judíos a los que se podría considerar tan ambiciosos como algunos gentiles, y negros que cultivan la deshonestidad. Pero nadie en el mundo que se jacte de tener alguna inteligencia usaría jamás expresiones como “judío ambicioso” o “negro delincuente”, aun cuando en circunstancias específicas ambas descripciones fueran razonables. Es tanto el fanatismo que destilan que dan asco.
En el caso de Updike, sin embargo, me parece que la susceptibilidad en esta materia ha llegado a un punto tal que la objeción afecta a una descripción llana de un hecho relevante. No queda del todo claro si el NY Observer objeta las palabras utilizadas o el hecho de que Updike llame la atención sobre el hecho. Si las palabras “rico” y “judío” se han vuelto inaceptables, separadas o juntas, creo que podemos convivir perfectamente con eso y escribir, cuando sea necesario, “judío y rico”, como por otro lado ya hacemos muchos de nosotros. Pero si –como parece insinuar el NY Observer– lo que se ha vuelto inaceptable es sugerir en cualquier contexto que alguna gente puede ser judía y también rica, entonces estamos en el terreno de la simulación más deshonesta y nadie debería tener nada que ver con el asunto. Está mal, por supuesto, sacar a colación automáticamente este tipo de expresiones, pero también está mal y es irresponsable descubrir abusos en cualquier lado, y también está mal equiparar esos casos marginales con excesos mucho peores.
Cualquiera que pertenezca a una minoría tolera esa pereza que suele deslizarse en el acto de etiquetar, y tal vez sería un acto de responsabilidad reconocer que los perpetradores de agravios verbales no son necesariamente perpetradores de odios reales. Aquí el ejemplo problemático es el de G.K. Chesterton, un hombre que al principio de su carrera escribió versos realmente ponzoñosos contra los judíos en general: “Me gustan los judíos/ A los judíos les gusta el dinero/ no importa de quién sea/ Me gustan los judíos/ Ah, pero cuando pierden/ Demonios, qué divertido”. Nada puede ser más transparente que el antisemitismo de Chesterton.
Y sin embargo, cuando llegó el momento, Chesterton luchó con coraje e independencia contra la creciente marea de antisemitismo real, denunciando primero a Beaverbrook, luego la posición antijudía de Rothermere en los años ‘20 y por último, hacia el final de su vida, los horrores que el partido Nazi empezaba a perpetrar. Fue uno de los pocos que comprendieron entonces que la perversidad del nazismo residía en perseguir a los judíos y fue uno de los primeros que habló constantemente del asunto. Tras su muerte, muchos de sus admiradores estaban en las filas judías. Sus poemas antisemitas son inaceptables, pero mucho más pesan las acciones que emprendió después, en los momentos realmente importantes.
El caso Updike es un caso engañoso, porque si la gente se ofende por un estereotipo, entonces no hay razón alguna que justifique que otras personas les pidan que no se ofendan. Pero hay una diferencia entre una etiqueta involuntaria y un insulto intencional; y hasta puede haber alguna diferencia entre el insulto verbal y el odio real. En esos casos no deberíamos ignorarlas sino abrirlas y desplegarlas para poder discutir. Quizá tengamos que entender, sin embargo, que aquello con lo que nos enfrentamos aquí es, en el mejor de los casos, una forma peculiar de ingenuidad, y tal vez ni siquiera eso. Parece un poco excesivo que el New York Observer haya calumniado tan dramáticamente a John Updike por una ofensa tan discutible.