MúSICA
El hombre del año
Los discos conceptuales tienden a reducirse al afán de un músico por contar una misma historia a lo largo de un puñado de canciones. Por suerte, no es el caso de 1972, el último disco de Josh Rouse. En lugar de una historia, la única ascendente estrella del country capaz de opacar la consagración unánime de Ryan Adams, decidió utilizar como hilo conductor algo mucho más inaudito: el sonido de un año. Tiembla Ryan Adams.
› Por Rodrigo Fresán
Josh Rouse es el hombre del año y el año es 1972 y 1972 es el año en que se fabricó su querida guitarra Telecaster y el año en que también nació él y todas esas silly love songs que llenaban las AM de EE.UU. y el nuevo disco de Josh Rouse se titula 1972.
Y 1972 es más que probablemente el disco que convertirá a Josh Rouse –ya dueño de un culto saludable, admirado por gente como Robert Plant y Cameron Crowe, quien lo incluyó en la banda de sonido de Vanilla Sky– en el indiscutido hombre del año. Y gran idea: 1972 –cuarto trabajo de Josh Rouse luego de los muy bien considerados Dressed Upp Like Nebraska (1998), Home (2000), Under Cold Blue Stars (2002) y el minidisc de cinco canciones Chester en coautoría con Kurt “Lambchop” Wagner en 1999– es un álbum conceptual. Pero su concepto pasa no por el más o menos torpe ensamblaje de canciones que pretenden narrar una historia más o menos tonta sino que está basado en un sonido determinado. El sonido de 1972 y de todo ese pop setentero –la música de la zombie y resacosa Me Decade– que todos dicen odiar en público pero que aman a escondidas, con la luz apagada y los auriculares bien puestos: la mejor manera de escuchar 1972.
EL SILENCIO DE LOS SONIDOS
Ya saben: flautas, vibráfonos, teclados eléctricos marca Fender Rhodes, el inevitable solo de saxo, coros de voces finitas y secciones de cuerdas gruesas, anteojos con cristales de colores, atardeceres en la playa, camisetas desteñidas, confesiones de primavera y coreografías de discoteca pre-travoltiana donde sólo se mueven los piecitos. Ese sonido y ese look West Coast, ese sabor a caramelo y a cocaína. Esa postal con surfista domando olas contaminadas. Ya saben: Carole King, Al Stewart, Wings, Gerry Rafferty, Barry White, E.L.O., Jackson Browne, The Partridge Family, Stevie Wonder, Supertramp, Elton John, Fleetwood Mac, Peter Frampton, los restos paranoicos de los Beach Boys y todos esos dúos –Captain & Tenille, Seals & Croft, Loggins & Messina, Hall & Oates y The Carpenters– sonando en las radios mientras todo se venía abajo en Vietnam y en Watergate, sonando en las colas de las estaciones de servicio donde no había nafta, sonando en las colas de las oficinas de desempleo donde no había trabajo para repartir, sonando en las colas para subir al flamante World Trade Center y en los televisores de colores desvahídos donde Steve Austin corría en cámara lenta para demostrarnos la biónica y vertiginosa velocidad de sus piernas de seis millones de dólares. En los setenta era el Verbo y el verbo era, sí, sonar: 1972 redescubre el sonido de esos tiempos a la vez que reinventa y consagra a Josh Rouse –hasta ahora uno más en la noble manada de songwriters entreverados en la onda del alt.country– como uno de los nombres a seguir en los próximos años. Y no es que las antenas no hubieran captado, ya que aquí había buen material para cortar. Su debut incluía ese pequeño clásico que es “Late Night Conversation”; su siguiente álbum albergaba a “Little Know it All”, una hermosa y melancólica canción de despedida arropada por trompeta y trombón; y todo Under Cold Bule Stars –su primer flirteo con lo conceptual, once tracks girando alrededor de las alzas y bajas de un matrimonio durante los años cincuenta– ofrecía la seguidilla casi intimidante por su calidad de “Nothing Gives me Pleasure”, “Christmas with Jesus”, “Ugly Stories”, “Feeling No Pain” para cerrar con la inolvidable “The Whole Night Through”. Alegres canciones tristes que acercaban a Rouse a los territorios de Freedy Johnston y Duncan Sheik y Ron Sexsmith y Matthew Sweet (otro arqueólogo del sonido seventies) y, ay, Ryan Adams, con quien la crítica comienza a compararlo. Y a enfrentarlo a la hora de definir quién es el mejor, quién es el presente del futuro. Josh y Ryan se cruzaron varias veces en Nashville y cuando sale el nombre del segundo en una entrevista con el primero se oyen cosas como ésta: “¿Ryan? Sí, lo conozco. Es un gran tipo cuando está sobrio. El problema es que bebe todo el tiempo. Ryan es una rock star, con todo lo que eso implica. ¿Soy yo mejor que Ryan? No lo sé, no podría decirlo. De lo que sí estoy seguro es que mis canciones son mejores que las de Ryan”.
HISTORIAS VERDADERAS
“Y ese Will Oldham que se disfraza de Bonnie ‘Prince’ Billy para hacerse pasar por campesino cuando en realidad viene de familia rica...”, continúa acusando Josh Rouse. Y es que a Rouse le preocupa la verosimilitud, la autenticidad de ciertas credenciales, el ser o no ser. Y es que Rouse está orgulloso de su truculenta historia –no en vano una de sus canciones se titula “The White Trash Period of my Life”– y de no haberse visto dramáticamente afectado por ella sino graciosamente fortalecido. A saber: padres divorciados, Rouse se va a vivir con su madre y su nuevo amante (un boxeador cocainómano) y conoce todos y cada uno de los parques para casas rodantes de EE.UU. (“teníamos qué comer, pero no teníamos dónde vivir”, comenta Rouse) para después ser enviado a su padre biológico, un sargento del ejército norteamericano quien le informa que en su casa no se escuchará a The Clash o a The Cure. En algún momento se mete en una banda punk (como Ryan Adams) y aprende a tocar el violín y el trombón, y descubre que, en realidad, lo suyo son las melodías suaves de dientes afilados. Estudia filosofía y deja la carrera a una materia del diploma. Bebe hasta cansarse (y casi agotar su hígado; por lo que ha dejado de beber) y aquí está ahora habiendo completado la odisea existencial que va de Nebraska a Nashville. Y está claro que para Rouse es importante vivir primero lo que se va a cantar después. Ver y oír todo esto en Fact/Fiction –un lindo DVD documental sobre su vida y obra que acompaña la edición limitada de 1972– en tándem con el retro-video de “Love Vibration”, primer single donde Rouse y su banda aparecen tocando en una fiesta de oficina con decadente estética Boogie Nights ofreciendo una canción tonta y siniestra al mismo tiempo, una de esas odas optimistas que en realidad no hacen otra cosa que mostrarnos el norte de una personalidad bipolar. Sí, Rouse cree y hace creer y le basta con cantarle “The Whole Night Through” a una presentadora de la BBC para hacerla estallar en lágrimas de agradecida tristeza feliz. Sí, Rouse tuvo una vida movida y una discoteca rara. Y durante todo ese tiempo y esos tracks –ahora lo confiesa– se la pasó escuchando a escondidas música de los años setenta.
Y ahora, por fin, con 1972, Josh Rouse ha salido del armario.
CANTANDO SOBRE LAS RUINAS
Lo que no impide que en los planes de Josh Rouse también figure la escritura y composición de todo un LP para Morrissey; lo que no implica que 1972 sea un mero pastiche de melancolía trash, un novelty-record destinado a unas pocas audiciones hasta que se superan los efectos del chiste y a otra cosa. En 1972 no dejan de descubrirse nuevos y nutritivos matices sónicos y –como ocurre con los anteriores trabajos de Josh Rouse– 1972 es un apasionante capítulo más en su tesis de investigación sobre el arte de escribir canciones. Y es que –más allá de su engañosa sencillez– las canciones de Rouse son animales raros, nunca se sabe bien del todo acerca de qué cantan, y pocas veces la melodía es un fiel reflejo de lo que se dice en los versos. Este Efecto Rouse se hace todavía más notorio y apasionante en 1972 –a partir de materia un tanto bastarda, las letras de las canciones abundan en palabras demodé y slang que ya ha superado hace décadas la fecha de vencimiento– y donde Rouse construye diez canciones invocando por momentos los modales de nobles setenteros como Paul Simon, Randy Newman, Steve Forbert, Boz Scaggs y Warren Zevon, pasándolos por el filtro de sí mismo hasta conseguir un producto raro. Así –como el personaje de Michael J. Fox en Volver al futuro–, Rouse viaja al pasado para modificar el futuro y entonces trae al presente, con modales mitad posmodernistas y mitad That 70’s Show, lo que se supone sería la música de la Era Nixon/Carter de haber crecido inteligente y sana y fuerte. 1972 transcurre en los setenta, pero como si fuera codificado y transmitido desde el aquí y el ahora. Lo que equivale a decir que los años de Rouse acaban imponiéndose al año del título y, enseguida, 1972 deja de ser un artefacto ingenioso para convertirse en un objeto genioso –de algún modo emparentado con otros conceptos sonoros y no argumentales como el Harvest de Neil Young o el Hunky Dory de David Bowie–, donde vuelve a apreciarse todo el talento de su dueño para el paisaje de un sentimiento o el sketch de un personaje.
Rouse explicó que toda la idea se le ocurrió luego de ver el film Los excéntricos Tenenbaum, de Wes Anderson: “Escribí una suite de canciones basada en una estética y donde comulgaran diferentes personajes que conocí durante mi última gira. De ahí el sufrido comisario de a bordo gay de “Flight Attendant”, el depredador sexual de la muy curtismayfieldiana “James”, el pobre tipo que pide la mano de su amorcito intuyendo que le está abriendo las puertas al horror en la saltarina y endiabladamente pegadiza “Slaveship”, o –casi al final de la fiesta, cuando Rouse se quita la máscara y vuelve a ser el chico de la guitarra– esa bellísima y tristísima “Sparrows Over Birmingham”, donde lo folk crece a gospel (con la presencia casi espectral de la voz negra de James Nixon como contrapunto a esa suavidad paulsimonesca de la voz de Rouse) para contar la historia de una chica solitaria que sólo tiene su fe en Dios para sostenerse y acaba enamorándose y casándose con el hijo del predicador del pueblo. Cuentos cortos, canciones duraderas.
¿QUÉ AÑO ES?
La sensación que produce 1972 es la de un sueño que olvidamos y que –súbitamente y con esa rara y ligera y contundente fuerza del déjà vu– nos toma por sorpresa y nos obliga a recordar o a inventarnos lo que fue o lo que pudo haber sido. Una dislocación temporal que convierte el cuarto disco de Rouse en algo novedoso y venerable al mismo tiempo, en una sorpresa de verdad. Una de esas sorpresas que no se esperaban y así 1972 –un state of mind uto/distópico donde no se trabaja y se juega al pool todo el día y se fuma marihuana toda la noche– no le canta a un muerto sino a un fantasma mientras empieza preguntándose cosas como “¿Es ya demasiado tarde?” y termina preguntando “¿Alguien apagará la luz?”.
El 2003 ha sido un buen año para cosechar buenas uvas de excelentes songwriters. Excelentes nuevos trabajos de Lloyd Cole, Rickie Lee Jones, Elvis Costello, Ed Harcourt, Randy Newman, Paul Westerberg, Emmylou Harris, David Bowie, Lyle Lovett, Tom McRae y Richard Hawley. Al 2003 de todos ellos se une ahora este 1972 de Josh Rouse.
Feliz Año Viejo.