Domingo, 29 de noviembre de 2015 | Hoy
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Pronto se cumplen cien años de su nacimiento, el 12 de diciembre de 1915. Frank Sinatra, el ídolo, la leyenda, fue un hombre complejo: hijo de inmigrantes italianos, apasionado por el poder, de una vida privada tormentosa y amistades legendarias. Pero lo más importante siempre fue su voz, que crea un efecto de intimidad inédito para la época y aún hoy absolutamente cercano, tan natural que incluso hace olvidar su innegable virtuosismo. Aquí se repasa su vida y obra que, además, se puede ver homenajeada por Netflix en el documental All Or Nothing At All, del ganador del Oscar Alex Gibney, notable película que elige usar sólo archivos sonoros de otras voces, abandonando la idea de que los que dan testimonio lo hagan frente a una cámara.
Por Sergio Pujol
En un año generoso en documentales de grandes intérpretes de la música popular (Nina Simone, Amy Winehouse, Keith Richards), la memoria de Frank Sinatra encuentra en All Or Nothing At All (se puede ver en Netflix) su forma audiovisual más actualizada. El director Alex Gibney (en 2008 se llevó el Oscar al mejor documental largo por Taxi To The Dark Side) eligió contar la vida de La Voz con un tejido de otras voces, sin que estas en ningún momento muestren sus caras. La estrategia narrativa pone en valor un formidable archivo sonoro –¿quién conocía la voz de la madre de Frankie?–, a la vez que renueva el discurso biográfico al abandonar el bendito esquema del informante hablándole a la cámara.
El efecto es inquietante: la oralidad se impone sobre las imágenes, las selecciona, les da sentido, las acalla. Habla Frankie, hablan los otros. Uno puede ir hasta la heladera a buscar una cerveza sin poner pausa, solo basta con escuchar. Los relatos alternados y el canto soberbio del biografiado a manera de leitmotiv –fragmentos del concierto que brindó en 1972, a propósito de una falsa despedida –te siguen a donde vayas. Aunque por momentos el cotilleo de una vida sentimental agitada ocupa demasiado tiempo en detrimento del análisis musical –en Sinatra la leyenda de lo privado siempre corrió rezagada respecto de su grandeza de intérprete –, la presencia de tantos testimonios de primera mano, de Nancy y Frank Jr. a Tony Bennett y Tony Mottola, resulta un hallazgo. Una gran introducción al mundo Sinatra.
Normalmente, el cine cuenta vidas musicales en no más de dos horas, incluso en casos tan longevos y productivos como el de B.B.King. Pero con Sinatra todo es diferente. Gibney dividió su película en dos partes. El punto de corte, como era de prever, se situó en From Here To Eternity (De aquí a la eternidad), el film que detuvo la caída libre del astro, cuando a principios de los años 50 su estilo parecía agotado, y su vida, terminada. A partir del Oscar que en 1953 recibió por el papel del soldado raso Angelo Maggio, el cantante devenido actor logró la proeza de reinventarse de una manera que resultaría crucial para la historia de la música. Hasta ese momento, Sinatra era parte privilegiada de un engranaje infalible: la big band de la era del swing. En ese rol, el de crooner, había sido pionero en provocar un efecto de recepción que, más tarde, tanto Elvis como Los Beatles en sus inicios intensificaron en contextos sociales diferentes, de costumbres un poco más liberales.
Pero después de la consagración cinematográfica Sinatra tomó empuje para romper con aquel estereotipo. Así definió con gran refinamiento la figura del intérprete confesional, aquel que, ya sin fans que lo sitiaran, sin tanto fanzine a su nombre, podía conmover con una nota grave mantenida y una escenografía en claroscuro. “Me afectaba la profunda tristeza de su voz”, cuenta Bruce Springsteen en uno de los testimonios más impresionantes de All Or Nothing At All. En un momento crítico de su infancia, mientras con su madre buscaban a su padre de bar en bar, quién sería the boss oyó de una jukebox la voz de Sinatra. Esta le llegó como lección inaugural de la que sería una larga educación sentimental. Y como a Bruce, a tantos otros.
Francis Albert Sinatra nació en Hoboken, New Jersey, el 12 de diciembre de 1915. El barrio era la parcela italiana en un total compartido con judíos e irlandeses. Inmigración masiva, crisol de razas (un mito), mosaico de culturas (una realidad). Si de los niños judíos se aguardaban comerciantes y de los irlandeses boxeadores, sobre los italianitos se levantaban expectativas de canto, en el mejor de los casos. “Si eras italoamericano tenías dos posibilidades: eras el organillero con el monito o el joven con la ametralladora”, exagera el crítico Terry Teachout. (Más tarde, las trayectorias de Dean Martin, Tony Bennett, Perry Como y Frankie Valli –por no mencionar a Madonna y a Lady Gaga –colmarían la creencia de aquel destino manifiesto).
Hijo de partera y bombero, Frankie empezó a cantar en cuarteto, aunque enseguida probó suerte como solista… todo lo solista que podía serlo un joven en la era de las big bands. Hizo el circuito de rigor: radio, bailes y más radio. Se codeó con Benny Goodman y otros astros del swing. Fue crooner de Harry James y del influyente Tommy Dorsey. Obviamente, admiraba a Billie Holiday –quién a su vez admiraba a Louis Armstrong –y a Bing Crosby, al que un día decidió disputarle la cima. Cuenta la leyenda negra –que Sinatra buscó desestimar sin mucho éxito –que fue su temprano contacto con el capo mafia Charlie Luciano lo que lo liberó del contrato con el celoso Dorsey para lanzarlo al estrellato solista. Ya padre de tres hijos, su relación con su esposa Nancy quedó jaqueada por tantas actuaciones y grabaciones, mientras un diagnóstico de tímpano perforado lo eximía, para consuelo de muchas damas e indignación de muchos caballeros, de pelear en la Segunda Guerra Mundial.
Con la actriz Ava Gardner, la primera en calificar públicamente a Frankie de gran amante, tuvo un matrimonio tórrido, breve y publicitado, del que salió maltrecho. Quizá para muchos resulte inverosímil la imagen de un Sinatra derrotado, pero así fue. Y con ese material autobiográfico, hecho de cicatrices públicas y privadas, construyó su gran invención: el personaje de aquellas canciones que supo elegir. Obviamente, esta invención no pareció condecir del todo con la fascinación casi adictiva que Sinatra siempre experimentó por el poder. Sólo la sorprendente autoridad de su voz fue capaz de imponer en el corazón de su público al personaje de la última copa por encima del astro planetario amigo de J. F. Kennedy, Richard Nixon y Ronald Reagan.
La del hombre solo y abandonado no fue una iniciativa cualquiera. Caló hondo en el público norteamericano, que un día descubrió que aquel muchacho soñador, de moño y jopo, se había convertido en un adulto de sombrero negro y corbata larga y floja. Si Bing Crosby encarnaba la elegancia levemente melancólica –Gary Giddins lo definió como el cantante más cool de todos los tiempos–, Sinatra optó por la incurable tristeza: “I’ll Never Smile Again”. Es cierto, en sus mejores interpretaciones no sonreía. (Las exitosas “Chicago” o “New York, New York” realmente no cuentan mucho en el inventario de sus mejores grabaciones. En cuanto a la insoportable “My way”, digamos que Edith Piaf lo hizo mucho mejor con “Je ne regrette rien”).
Explorando las posibilidades de un registro barítono más trabajado que dotado, más construido que “natural”, Sinatra le dio una dimensión coloquial al virtuosismo vocal, creando la ilusión artística de un hombre que, habiendo sido apaleado por la vida, aun podía subirse a un escenario y cantarle a cada oyente su propia y compartida desventura. En esto jugó un papel importante el micrófono, algo también aprendido de Crosby pero que en canciones como “Angel Eyes”, “One For My Baby”, “I’m a Fool To Want You” o “Witchcraft” alcanzó un grado de destreza comunicativa inédito. Nunca antes una voz llegó a la sensibilidad del oyente de un modo tan persuasivo, creando un efecto de intimidad totalmente emancipado del estilo filo-operístico de la época precedente. Como dijo alguna vez el novelista William Kennedy, “escuchas a Frank Sinatra cantar ‘The song is you’ y la canción eres tú”. Algunos compositores, con Jimmy van Heusen, escribieron pensando en Sinatra, pero la mayoría, de Cole Porter a Jerome Kern, jamás imaginó que gracias al ex crooner de Dorsey sus musicales, convertidos en lieder de la América dorada, pasarían de un teatro de Broadway al living de millones de melómanos.
Hay consenso en afirmar que Sinatra hizo sus mejores discos en la era del long play, para el sello Capitol y bajo la batuta de Nelson Riddle (¡300 arreglos!), el sucesor del eficaz aunque quizá menos imaginativo Alex Stordhall. De aquella etapa nacieron Songs for Young Lovers, In The Wee Small Hours, Songs For Swinging Lovers y demás álbumes en el sentido que hoy le damos al término “álbum”. Más tarde llegarían otros arregladores muy competentes: Billy May, Gordon Jenkins, Quincy Jones, Don Costa. Con ellos Sinatra siguió explorando esa zona de tensión en la que lo estandarizado puede convertirse en memorable o quedar sumido para siempre en la trivialidad. Esa travesía tuvo algo de épica: ¿cuáles eran los límites que la cultura de masas le imponía a un cantante pop? Si uno revisa viejos discos de aquellos años –incluso los primeros del enorme Tony Bennett –se va a encontrar con un lote de canciones horribles que sólo el poder selectivo de la historia del arte logró ocultar. Sinatra fue quizá el único intérprete de su tiempo que logró, al menos en la mayor parte de su carrera, imponer su propia playlist por encima de cualquier presión o recomendación. Claramente, las canciones las elegía él, no sus arregladores ni sus A&R. Conocía el songbook americano como nadie, y sabía extraer de su mazo las cartas que mejor le iban a su temperamento interpretativo.
A fines de los 50, sus colaboraciones con Count Basie y un disco con Duke Ellington lo recolocaron, mutatis mutandis, en la órbita del swing de su juventud. En realidad, ni aun en sus más lánguidas baladas Sinatra dejó de expresar su amor por el jazz: fíjense como marcaba las síncopas levantando los hombros o cómo demoraba la entrada de una nota en complicidad con la orquesta. En relación a esto, su simpatía por la causa afroamericana supo expresarse en términos de enunciación musical. Su fraseo, sus acentos desplazados, la manera en la que le hacía espacio a los vientos –el soberbio solo de trombón de “I’ve Got You Under My Skin” –y la aceptación tácita de la paternidad del jazz sobre su propio oficio son elementos bastante elocuentes de lo que Sinatra pensaba en torno a la política de los géneros musicales de su país. En su reciente libro Who Should Sing ‘Old Man River’, el historiador cultural Todd Decker observa que en la versión de 1945 del clásico de Kern y Hammerstein II Sinatra habla de los blancos como de “ellos”. Canta “while the white folks play” (“mientras los tipos blancos tocan”) como si él no formara parte del grupo dominante. “¿Pero cómo, acaso Sinatra no es blanco?”, farfullaron entonces algunos racistas decepcionados.
En los años 60 fundó su propio sello, Reprise. No le fue muy bien. Por esos días, su fracaso matrimonial con Mia Farrow se convirtió en una inesperada metáfora de la brecha generacional que lo había dejado del lado de los viejos: él enviaba su abogado para el divorcio y ella sacaba pasaje a la India para aprender a meditar con el gurú Maharishi. Dos mundos, dos sociedades. ¿Qué cantar en la Era de Acuario? Si actualizaba su repertorio, como intentó hacerlo con resultados bastante magros (su presentación de “Something” como “una canción de Lennon y McCartney” es uno de los pifies más célebres de la historia de la música popular), traicionaba su gusto. Y si era leal a sus viejas canciones de amor, ya nunca más tendría jóvenes entre su público.
Pero en la historia de los ciclos artísticos nunca está dicha la última palabra. Poco antes de morir, Sinatra invitó a Bono a subirse a su limusina –esta vez la metáfora lo favoreció: el rock se había doblegado a sus encantos–, se dejó saludar por Michael Jackson y nos legó una última tanda de grabaciones a dueto con estrellas pop que al menos sirvió para que mucha gente buscara al gran Sinatra en los discos del ayer.
En el año de su centenario, el mejor homenaje a su vigencia se lo brindó a principio de año Bob Dylan con Shadows In The Night. Con su timbre rasgado, históricamente situado en las antípodas del arte canoro según Sinatra, Dylan cantó mansamente aquellas canciones que, como a Bruce Springteen, lo habían guiado por las tabernas en busca del padre. Si es cierto que el genio de “Like A Rolling Stone” instaló para siempre la figura del autor, el compositor y el intérprete en una sola persona, no es menos verdad que la contribución de Frank Sinatra al desarrollo de la música popular anterior al rock and roll siguió sonando más allá de las barreras del estilo, el idioma y la edad. Hoy, a la vuelta del vinilo y la reivindicación del swing, sólo es cuestión de sacarse los zapatos y dejarse caer en el sillón frente al equipo de música para que Sinatra te convenza de que la canción eres tú.
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