LAS DOCE GRANDES REVOLUCIONES DE LA MUSICA
Buenos Aires, 1958
Capítulo XI Contemporáneos del frondizismo, el grupo Contorno y las enérgicas primeras ficciones de David Viñas, dos discos desconcertantes cierran la década del cincuenta y fundan el horizonte moderno del tango: Tango progresivo y Octeto Buenos Aires. Los dos llevan la firma de Astor Piazzolla, el ex bandoneonista de Troilo que se fue a París, vampirizó a Gerry Mulligan y volvió a Buenos Aires a cumplir con una misión más que polémica: arrancar al tango de su clasicismo confortable, redimirlo de su monotonía y encumbrarlo en la historia como música a secas.
POR DIEGO FISCHERMAN
En 1958 empezaba la modernidad en Buenos Aires. El frondizismo –el nacional y el universitario–, el grupo Contorno –esa mezcla entre Boedo y ribera izquierda del Sena– y, como una de las músicas de fondo posibles, un nuevo tango capaz de registrar esos aires flamantes. En 1958 transcurre la novela Dar la cara, de David Viñas. Allí aparecen, como personajes, León Rozitchner y Leopoldo Torre Nilsson, disimulado con un seudónimo muy poco disimulador. Allí se muestra, según la solapa de la primera edición, de 1962, “un ancho e inquietante mural de Buenos Aires”. En una escena de ese mural, un personaje que está de levante mira a varios muchachos en una disquería: “El rubito ése parecía enajenado con la canción de Eddie Pequenino y el otro jugueteaba abrazándose a un álbum de discos con las manos de Piazzolla en la tapa”. Viñas describe un disco que en realidad, en 1958, aún no había salido a la venta. Apenas un malentendido más. En 1958, Piazzolla decía haberse inspirado para su nuevo grupo en el octeto de Gerry Mulligan. Y Gerry Mulligan, claro, jamás tuvo un octeto: el grupo que Piazzolla había escuchado en 1954, mientras estaba en París, era su Tentette. Pero el error poco importa. Ese octeto que por primera vez incluía guitarra eléctrica además de dos bandoneones, violín, piano, cello y contrabajo, inauguraba una nueva historia para esa música cuyo origen se debía, también, a una cadena de equivocaciones.
A finales del siglo XIX, algunos compositores españoles de música de salón habían malinterpretado un ritmo centroamericano y lo habían puesto de moda entre las niñas burguesas de su país. Las partituras de esas habaneras viajaron en barcos y, entre otros lugares, llegaron a los peores salones que pudieran imaginarse: los burdeles de una ciudad austral, del otro lado del océano. Las notaciones ya habían transformado bastante esa exótica música afrocubana, pero los músicos de los prostíbulos porteños, con escasa técnica instrumental y peor lectura, terminaron de deformarla. A la confusión se sumaron el uso de un órgano portátil inventado por un tal Band que los alemanes habían dejado de lado, unas letras que al principio se limitaban al humor grueso y un baile entre hombres que entretenía la espera de los clientes. A la novedad se la llamó “tango”, una palabra que aparentemente venía de Africa, como quilombo, y poco a poco fue estilizándose y conquistando salones de mayor prosapia. Entonces llegaron el disco y la radio y, con ellos, nuevas formas de circulación que determinaron, también, nuevos usos.
Ya en la década del cuarenta (y aun antes, con algunos cantantes como Charlo o Carlos Gardel), el tango, además de bailarse, empezó a ser escuchado. El concepto de autoría respondía más al sonido de la orquesta y a sus arreglos que a la propia composición del tema original. En esos años, Aníbal Troilo tenía uno de los mejores orquestadores posibles, Argentino Galván. No era el único. El 3 de mayo de 1943, junto a su orquesta, Troilo grabó Inspiración, de Peregrino Paulos (hijo). El arreglo era de uno de sus bandoneonistas, un tal Piazzolla, un músico que en esa época había empezado también a componer –obras maestras como Prepárense, Para lucirse o Lo que vendrá– y que tres años después formaría su primera orquesta. Así describía uno de sus arreglos de entonces: “El Desbande, que tiene un comienzo del tipo de El Tamango de Carlos Posadas, sigue después con las variaciones endemoniadas y terriblemente difíciles que ya empleaba yo. Y en la parte final tiene un valseado. Entraba a dejar de lado el ritmo clásico, a olvidarme de los bailarines, a tocar para que la gente escuchara”.
Piazzolla escribió para Basso y para Fresedo. Se fue a París. En 1955 grabó con las cuerdas de la orquesta del Teatro de la Opera de esa ciudad y, alternándose en el piano, Martial Solal y Lalo Schiffrin, que no figura en los créditos. Entre sus nuevos tangos (Marrón y azul, Picasso) está Nonino, dedicado a su padre. Piazzolla dice haber escuchado entonces al octeto de Mulligan, con el que descubre “ese goce individual en las improvisaciones, el entusiasmo de conjunto al ejecutar un acorde, en fin, algo que nunca había notado hasta ahora con los músicos y música de tango”, y forma el genial Octeto Buenos Aires a imagen y semejanza de ese falso recuerdo. Los integrantes eran Leopoldo Federico (junto a él, en bandoneón), Enrique Mario Francini y Hugo Baralis en violines, Atilio Stampone en piano, Horacio Malvicino en guitarra eléctrica, José Bragato en violoncello y Juan Vasallo en contrabajo.
En 1958, el grupo edita dos discos, Tango progresivo (un álbum de duración media, con seis temas) para el sello Allegro, y Octeto Buenos Aires para Disk Jockey. El primero incluía Lo que vendrá, La revancha, Tema otoñal, Boedo, Mi refugio y Taconeando, y nunca fue reeditado. El segundo –con Haydée, Marrón y azul, Los mareados, Neotango, El Marne, Anone, El entrerriano, Tangology, Arrabal y A fuego lento– cuenta con varias publicaciones, entre ellas una de Página/12.
En las notas de la edición original, Piazzolla escribía: “Era necesario sacar al tango de esa monotonía que lo envolvía, tanto armónica como melódica, rítmica y estética. Fue un impulso irresistible el de jerarquizarlo musicalmente y darles otras formas de lucimiento a los instrumentos. En dos palabras, lograr que el tango entusiasme y no canse al ejecutante ni al oyente, sin que deje de ser tango, y que sea, más que nunca, música”. El compositor buscaba legitimarse doblemente, en la tradición del género y lo que llamaba “música”, a secas, es decir en la sofisticación del contrapunto à la Bach (que convertiría en una de sus marcas de fábrica), en el coqueteo con el ruidismo (a tono con las vanguardias europeas del momento) y en el uso de una armonía y una rítmica que remitían a Ravel, Bartók y Stravinsky.
“El cielo estaba negro, sí, pero esos enormes manchones de luz lo iluminaban a trechos. No era el centro del mundo sino una ciudad inmensa y oscura (...). Más allá, empezaba el campo de batalla”, terminaba Viñas su novela aludiendo a las luchas políticas. Para Piazzolla, su contemporáneo, las batallas eran otras. Aunque mucho más exitoso (y reconocido oficialmente) de lo que admitía, no conseguía ninguna de las dos legitimidades que quería. El mundo del tango ortodoxo, ligado a los cantantes y al baile, nunca dejó de considerar extraña esa música instrumental que se desentendía de los bailarines. La música clásica, por su parte, siempre lo vio como un advenedizo, alguien que sabía bastante de técnicas tradicionales pero no lo suficiente (sus fugas, por ejemplo, carecían de desarrollo), y, sobre todo, alguien que, a pesar de sus esfuerzos, fracasaba en las formas grandes. Sus conciertos y piezas sinfónicas perdían la fuerza y la contundencia de sus piezas para el octeto, los quintetos, el noneto o el último sexteto (sus grupos populares), pero no ganaban a cambio la complejidad formal, textural o tímbrica de la llamada música clásica.
Y en ese rechazo había algo de verdad. Porque la obra de Piazzolla, mucho más que algo situado a mitad de camino entre lo popular y lo clásico, como todavía aseguran algunos, era uno de los mejores ejemplos posibles de uno de los grandes fenómenos estéticos del siglo XX: las músicas artísticas (que circulan como tales, y cuya funcionalidad predominante es estética) desarrolladas a partir de tradiciones populares.