› Por Sara Gallardo
En otros tiempos, cuando veía la foto de un escritor –¡de una escritora!– en la tapa de una revista pensaba, fríamente: “Seguro que se siente envanecido por eso. Y al fin y al cabo, ¿qué es una tapa de una revista? Una burbuja. Una ola borrada por otra ola, y otra ola, y otra ola. Una tapa no es un índice de nada. Puede ser un capricho, una casualidad, el fruto de una presión. ¿Una tapa? Bah...”.
El jueves 18 de julio, en realidad, hay que decir, Confirmado tuvo un sabor especial. No sé si todo el mundo lo habrá notado, claro, pero ese día me resultó de pronto muy interesante el hecho de que Confirmado, esparciera tantos miles de ejemplares por tantas esquinas de todo el país. En fin, no sabría explicarlo. Pero le encontré un sabor especial.
Imaginemos: mi madre acechando trémulamente los kioscos de los diarieros. Imaginemos: mi hijita diciendo en voz un poco demasiado alta: “¡Estás muy linda en esa tapa!”, mientras el diariero, absoluta, irremediablemente distraído, se escarba los dientes con la mirada puesta en el infinito. Imaginemos: la cocinera de mi abuelita logrando un fugaz motivo de entusiasmo en su escéptica carrera. Imaginemos...
Hay que decir –ni siquiera es necesario decirlo– que uno, el favorecido, el retratado, el technicoloreado, se alegra ante esos acontecimientos con la magnánima alegría que despierta esa alegría inocente y desinteresada de los amigos. Uno, ejem, que, como cualquiera puede darse cuenta, tiene por hábito medir los alcances de lo accidental frente al plomizo esplendor de lo Absoluto... Pero digámoslo de una vez: ¡tantos miles de ejemplares! Tantos-miles-de-ejemplares-por-la-república. En fin. Miremos de soslayo: ¿Ni una mirada de reconocimiento? ¿Ni un gemido de emoción? Perdonen, conciudadanos, ¿ustedes carecen de ojos?
Los escritores, pobres almas errabundas, son personajes peculiares. Los lectores –género sincero y candoroso– no pueden muchas veces sospechar en qué consisten los sobresaltos de los escritores. No pueden imaginar, por ejemplo, qué sanos son los sobresaltos de las estrellitas de la TV y el cine comparados con los que a veces turban las comidas y los descansos de los escritores.
Las estrellitas, sanas, pletóricas, almitas higiénicas y virulentas, luchan entre sí, se ponen al pie, tiran la cáscara de banana oportuna y necesaria, se divorcian del marido amado y adoptan el amante odiado, en fin, hacen todo lo que pueden con una convicción: “Tengo dos años para triunfar, dos para mantenerme, cuatro para brillar. No puedo perder un escalón”. Y entonces, firmes sobre esos tacos aguja que tanto parece detestar la vecina donna é mobile, un alfiler en ristre, pinchan a quien bloquea el ascenso. Es un buen método. También es posible fotografiarse abrazada a osos de felpa bajo un título: “Encrucijada trágica: amor y destino se disputan a nuestra princesa de neón”.
Circuidas en el límite saludable del tiempo y el espacio, las estrellitas luchan sanamente.
¡Pero los escritores...! Punto primero: los escritores no pueden luchar entre sí: escuchémoslos: “Cada cual se expresa en una obra de características propias”. Escuchémoslos: “El cree en un romanticismo realista, pero la corriente lírico-confesional que creo que es hoy por hoy la mejor de...”. Escuchémoslos, sin embargo, con oídos más fino: “¿Será posible que ese mamarracho siga vendiendo edición tras edición de sus ridiculeces?”.
También están los jóvenes contra los medianos y los viejos; los medianos contra los jóvenes y los viejos: los viejos contra los medianos y los jóvenes.
Los jóvenes: “Canallas, esperpentos, figurones, hay que cantarles las cuarenta, aquí venimos los genios a demoler, yo, mis dos compañeros de colegio y los muchachos del café, una casualidad increíble, todos genios, ya van a ver, Olimpo de basura, canallas”. Los medianos: “Hola, ¿qué tal? ¿Estás por publicar algo? Yo saco el mes que viene cuatrocientas mil páginas, una novela, Sudamericana, sí, ejem”. Los viejos: “Lo copian a uno, lo plagian, y lo execran”.
Hasta aquí, todo normal. Todo normal porque no se ha mencionado el elemento que vuelve a esta batalla entre fantasmal, angustiosa y épica. Ese elemento se llama la gloria. Ningún escritor la menciona. Todos sueñan con ella. Y entonces, como hay antecedentes de todo tipo, todo sirve de consuelo, todo de desconsuelo. Está Keats, el poeta puro, que escribe y escribe desde Escocia a sus amigos: “Creo que he entrado en la historia de las letras inglesas. ¿Oh, cuánto trabajo por un deseo de gloria! Creo que nunca alcanzaré la más mínima gloria”. Keats muere, joven y casi desconocido, en Roma, y dicta una lápida para su tumba: “Aquí descansa uno cuyo nombre fue escritos sobre el agua”. Y todo escritor piensa: “¿Seré un Keats? ¿Nadie me da bolilla pero yo apreté la tecla de oro?”. Cervantes por su parte fue un best seller con don Quijote. Y el autor exitoso piensa: “Dicen que las muchedumbres aman lo vacuo. Pero, ¿y el Quijote?”. También puede ocurrir, como en un banquete reciente en Buenos Aires, que los literatos se digan discursos asegurándose mutuamente el haber cruzado el solio del Olimpo y el laurel de bronce. El escritor misántropo y el salvaje piensa que Horacio Quiroga vivió en la selva, y el escritor frívolo y amante de las modas piensa en el desdichado Scott Fitzgerald. Y el escritor indiferente por las glorias y las publicidades piensa que Borges siempre desdeñó la publicidad y hoy la tiene. Y el escritor camandulero y autobombista piensa que Proust se trabajó no sé qué premio, y quién discute la grandeza de Proust.
Por eso, cuando alguno de ellos aparece, digamos, en una tapa de revista, ninguno piensa, como las estrellitas: “¡Maldición, la mataría! ¿Primero Antena y ahora Radiolandia!”. Piensa “¡Bah! ¡Qué es una tapa!”.
Y la que salió en la tapa –Sara, digamos esta vez, por azar– va por las calles esperando que alguien la reconozca, y nada, che, nada. Nada. Miradas que resbalan sobre un faz ignota. Hasta que sí, un chofer de taxi se detiene, se asoma, vacila, se atreve a la pregunta: “Dispense, señorita, disculpe el atrevimiento: ¿usted no es por casualidad parienta de Bárbara Mujica?”.
Esta columna de Sara Gallardo, publicada el 25 de julio de 1968, forma parte de Macaneos. Las columnas de Confirmado, 1967-1972, un libro de la editorial Winograd que recopila los trabajos periodísticos de la autora de Eisejuaz y que revelan una de sus facetas más modernas y brillantes.
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