TELEVISIóN > RIVER
Apenas seis episodios es todo lo que necesita la británica River para consagrarse como una de las mejores series del año. Producida por la BBC pero comprada por Netflix –aunque aún no incorporada a su plataforma latina–, su autora es Abi Morgan, la guionista de otra serie británica, The Hour. Protagonizada por Stellan Skarsgard, es un policial melancólico, desquiciado y con toques fantásticos, pero que sólo sirven para enfatizar la humanidad de esta serie con comentarios sociales, adulta y en carne viva, una perla aún por descubrir en el tan traqueteado mundo de las ficciones televisivas del nuevo siglo.
› Por Mariana Enriquez
La mejor serie de 2015 duró apenas seis episodios, y ojalá a nadie se le ocurra darle una segunda temporada, porque fue perfecta así, breve y redonda. No tuvo éxito: aunque la compró Netflix, no causó fanatismos ni escrutinios obsesivos ni ratings altos. La produjo la BBC con guión de Abi Morgan, la autora de una serie muy interesante que se levantó en 2012 –The Hour, ganadora de un Emmy– y guionista de películas como la biografía de Margaret Thatcher con Meryl Streep. Y la protagonizó Stellan Skarsgard, el actor sueco de 64 años conocido por sus habilidades todo terreno y cierta actitud mercenaria: es el actor fetiche de Lars Von Trier (protagonizó, por ejemplo, Contra viento y marea), fue importante en el mítico cine erótico que produjo Suecia en los años ’70 y también es un clásico de reparto en tanques como The Avengers o Piratas del Caribe o incluso Mamma Mia!, el musical de ABBA.
La mejor serie de 2015 se llama River y se vio durante octubre y noviembre. El título no se refiere a un río, sino a un apellido, el de John River, policía veterano, desequilibrado emocionalmente y exitoso en la resolución de casos que transita el East End de Londres, el barrio donde alguna vez reinaron la miseria y Jack El Destripador y que ahora, a pesar de la gentrificación y la revalorización de las propiedades sigue siendo el más pobre de la ciudad, hogar de nuevos y viejos inmigrantes pero también de galerías de arte y restoranes baratos; un lugar dominado por los Docklands, el Puerto Madero de Londres, un desarrollo urbano que causó grandes fricciones sociales. Ahí, en ese clima, empieza la serie: John River y su compañera –en el sentido policial del término— Jackie “Stevie” Stevenson intentan comprar en un restorán de comida rápida y después dan vueltas con el auto por un barrio lleno de neón barato y humedad. Él está claramente deprimido, enfurruñado, incómodo en el pequeño auto, un hombre de un metro noventa panzón y rubísimo, un vikingo-oso lejos de su estado natural. Ella es un encanto, está llena de alegría de vivir, tiene grandes ojos azules y quiere cantar una canción que suena en la radio, el clásico disco “I Love To Love” de Tina Charles, pero su compañero se niega, aunque ella logra hacerlo reír porque es contagiosa, adorable. La química entre Stellan Skarsgard y Nicola Walker (Stevie) traspasa la pantalla de una manera tan impactante que es imposible no amarlos de inmediato, querer que se den ese beso suspendido en el aire, insinuado, callado: tienen onda, se entienden, él no se toma mal ninguno de los zarpados chistes de su compañera, ella se burla pero le respeta el malhumor esencial, tan escandinavo.
Y entonces pasa un auto que John River identifica como sospechoso. Lo sigue y, cuando el conductor baja en un tenebroso monobloc –es de noche, además–, River lo persigue por las escaleras con el vigor de un hombre mucho más joven. Con algo de desesperación. La serie recién empieza pero algo comienza a fallar, a resultar raro, a irse del cauce normal del policial urbano y negro y orillero. Y la respuesta a esa inquietud llega pronto: cuando River consigue llegar al sospechoso y acorralarlo, un plano muestra a Stevie de modo que se ve la parte de atrás de su cabeza. Y ahí se ve un agujero enorme, sangriento, el cerebro a la vista, el pelo lacio mezclado con restos de cráneo destrozado. Stevie está muerta. Fue asesinada en la calle: le dispararon desde un auto igual al que acaban de perseguir (en rigor, que River acaba de perseguir solo). River habla con ella, la ve, la siente real pero, de a ratos, ella se va. Vienen otros, sin embargo. John River tiene un sexto sentido atroz pero no son fantasmas exactamente lo que ve: son manifestaciones, “presencias”, las llama. Espectros de su culpa, de su lado oscuro, del amor sin confesar, de los casos no resueltos, de todos los que dejaron una marca en su vida desdichada.
Una aparentemente sencilla serie policial “de procedimiento” de repente se convierte en un híbrido con toques sobrenaturales y psiquiátricos (¿está loco este escandinavo que habla con los muertos? Si es así, ¿cómo puede ser un agente de la policía metropolitana de Londres?) y a medida que pasan los capítulos, si, lo más importante es la trama y quién mató a Stevie, es un “quién lo hizo”. Pero se suman los riesgos narrativos y los comentarios sociales y una increíble comprobación: River es una serie con adultos. Es impresionante comprobar cuán invisibles son los adultos en el entretenimiento popular: todos sus actores protagonistas tienen más de cuarenta años y la mayoría pasó largamente los 50 y los 60. Sus problemas son los de gente que ya tiene una vida: los hijos ingratos, las carreras llegando a su fin, el vacío de la jubilación con su consecuente merma de salario, la soledad de la enfermedad mental, la dificultad para mostrar los sentimientos, la persistencia insoportable del trauma que arrastran quienes han sufrido abusos intrafamiliares. Ningún personaje secundario en River es relleno: el nuevo compañero del detective, el reemplazante de Stevie, Ira, es medio árabe y medio judío: “Soy la franja de Gaza”, dice. Un profesor somalí que tuvo una relación incierta con Stevie se refugia en una biblioteca pública, adonde van los pobres, los migrantes y los locos del barrio buscando calor. Una adolescente suicida pasea por la casa de John River mientras él revisa su Facebook y le recuerda, en cada paso de su belleza juvenil, la intensidad perdida. Chrissie, la jefa de policía, es además amiga de River y, cuando él le pide que tenga “bolas” ella lo pone con justicia en su lugar explicándole que jamás necesitó “bolas” para tener el cargo más importante, mantenerlo y mandar sobre hombres aparentemente ingobernables como él. Los personajes de River toman vino después de comer y se emborrachan pensando que tiene que haber algo más, que la vida no puede ser una crisis de mediana edad, unos cuernos prolijamente negados, una noche en un restorán chino y el duelo por los amigos perdidos. John River, triste y melancólico, hace karaokes solitarios cantando ese clásico que de tan alegre y azucarado termina siendo tristísimo, esa canción disco que dice “Me gusta amar, pero mi chica solamente quiere bailar”. Pero hay que ver River para entender del todo el equilibrio entre locura, toques de policial escandinavo, cuento de fantasmas, retrato urbano y reflexión sobre el final de la mediana edad que la hace tan superior al resto. La buena noticia es que Netflix ya la compró; lo decepcionante es que una serie de esta calidad no pueda resultar más atrayente sólo porque se trata de problemas de gente grande. Y eso a pesar de que también tiene gente muerta.
Abi Morgan, la guionista, empezó a escribir River con la esperanza de atrapar a algún actor notable para el personaje principal, pero sin nadie en mente y sin propuestas. Un poco como hizo Nic Pizzolato cuando empezó a escribir True Detective que pronto sedujo a Matthew McConaughey y Woody Harrelson. Morgan venía con un buen antecedente: aunque BBC decidió levantar The Hour porque no tenía el público requerido para el prime time de la televisión pública británica –aproximadamente dos millones de personas– la serie había sido muy bien recibida, premiada, y había contado con actores jóvenes talentosísimos como el ubicuo Ben Whishaw (Q en la franquicia Bond) o Dominic West (McNulty de The Wire). Morgan dice que recién se relajó cuando Stellan Skarsgard aceptó leer el guión y después dio el sí. “Que fuese sueco, y que eso no se oculte en la serie, fue fundamental. Queríamos a alguien que no encajara, con cierto nivel de extranjería y lo logramos. Stellan es una de las personas mas auténticas que conozco. Y es diferente. Mágico. Verdadero pero mágico.”
Stellan Skarsgard venía rechazando papeles en policiales escandinavos a razón de tres por día. Sin exagerar. Con su prestigio, su fama y su expresividad era el hombre puesto para el boom encabezado por Millenium de Stieg Larsson y por el lúgubre Wallander. Pero a él lo aburren los policiales del norte que encandilan al mundo. “Especialmente me matan de sueño los detalles de las investigaciones y todos esos procedimientos forenses, me resultan incomprensibles”, dice Skarsgard. “Lo que me atrajo de River fue otra cosa. Fue su poesía. La calidez y el amor a los seres humanos que impregna el guión me enamoró. Es tristísimo: es la humanidad de cada línea lo que hace tolerable tanta tristeza. Y, en otro nivel, me interesó cómo estaban escritos los personajes masculinos. En general, y no le tengo miedo a la incorrección política al decir esto, los varones creados por mujeres suelen estar muy mal escritos. Y al revés también.” Y, más importante, el personaje de River le permitía hacer algo que nunca había hecho en su extensa trayectoria. “Los personajes varones suelen estar escritos con una vida emocional contenida”, explica. “Son las actrices las que tienen la oportunidad de expresar sus sentimientos todo el tiempo. Por primera vez en mi carrera pude ser como una actriz, como una mujer: pude mostrarlo todo. Lo disfruté enormemente”.
Quería ser como Björk en Bailarina en la oscuridad, dijo también Skarsgard. O como Kirsten Dunst en Melancholia, por nombrar dos películas de su amigo y mentor Lars Von Trier, donde las mujeres son casi flageladas de tanto sufrir. John River está también desnudo y en carne viva: transtornado, hablando con presencias que sólo él ve y delante de la gente, que le teme o se burla o lo compadece; loco de amor y en medio de un duelo que no puede ni quiere resolver; solo, yendo a terapia, acosado por su infancia desdichada, por su depresión paralizante y por una muy real “presencia” –lo más arriesgado de la serie en términos narrativos–: la del dr. Thomas Cream, un asesino real del siglo XIX, envenenador que se autoinculpó como Jack el Destripador aunque no está, por una cuestión de tiempos, entre los sospechosos de ser el criminal más misterioso de la historia. Cream funciona como la parte oscura de River, se le aparece burlón para decirle que no supo cuidar a su amiga y su amor, que nadie lo quiere, que morirá solo en su oscuro departamento con vista al río. A Stellan Skarsgard no lo espantó en absoluto que una serie tan urbana, con sus negocios de comida árabe, sus kebabs, sus bares de karaoke y clubes de strip –un escenario tan realista– tuviese de pronto alucinaciones encarnadas. Al contrario. “Le da un montón de libertad a Abi como narradora. Ella cambió el ritmo de cómo se cuenta en televisión. No es una guionista televisiva normal, no es televisión normal lo que hicimos. Y era complicado, porque la trama tenía que resolver el misterio de la muerte de Stevie, pero esa trama y sus procedimientos no podían ganarle a lo demás. Si lo hacía, el globo perdía aire. Y yo no hubiese aceptado protagonizar River”.
La trama es, en efecto, averiguar quién mató a esta policía, a esta mujer deliciosa, vivaz, hija de una familia irlandesa siniestra, con un hermano que acaba de salir de la cárcel y un tío dueño de un ¡emporio de remises!. Una familia con secretos, mentiras y un pasado de crimen y pobreza. Pero a cada paso de la investigación se abren mundos infrecuentes en la televisión, al menos en este tono que no es documental pero tampoco fantástico. Mundos como el de los trabajadores inmigrantes que quedan atrapados en redes de jueces que tramitan visas truchas, abogados corruptos y empleadores inescrupulosos. O el de las familias separadas por la crueldad de la migración económica: el hombre somalí que consigue un trabajo precario y le escribe a su esposa que espera en la desolada Mogadishu. El de la burocracia policial y judicial, con sus muchas miserias y también sus muchas decencias. El de la amistad entre colegas de oficina que se quieren de tanto verse las caras, que se acostumbraron los unos a los otros: un afecto nacido de la costumbre, pero un afecto verdadero. “Son cuestiones que, hoy, sólo puede tratar la televisión”, dice Stellan Skarsgard. “Las películas se hacen con presupuestos de cien millones de dólares, lo que quiere decir que básicamente tienen que vender mucho y estandarizarse. Si no, están las películas de tres millones, que solo circulan en festivales. Los cines ya no proyectan películas basadas en personajes o con estas temáticas, o muy pocas. No hay un mercado para eso, así que todo el talento –los buenos guionistas, los buenos directores, los buenos actores– ahora están en la televisión”.
Y no se equivoca del todo. A pesar de cierta saturación de las series, la BBC este año también tuvo un gran éxito con London Spy, una estilizada serie de espías con una formidable observación sobre el mundo gay y los enormes Ben Whishaw, Jim Broadbent (el actor favorito de Mike Leigh) y Charlotte Rampling. En los próximos meses se espera The Night Manager, sobre la novela de John Le Carré, con Tom Hiddleston (The Avengers, La Cumbre Escarlata) y Hugh “Dr. House” Laurie. Y en otro estilo pero con igual calidad, fue un triunfo la adaptación de la fabulosa novela Jonathan Strange y el Sr. Norrell de Susanna Clarke, en siete episodios. Todas son series cortas, en rigor miniseries, un formato que las acerca más a una película larga y que parece el favorito de la BBC. Por ahora, sin embargo, ninguna se le acerca en sensibilidad, oportunidad, rareza y emoción a la modesta River, que, además, tuvo lo que pocas series consiguen jamás: un final extraordinario, no solo a la altura de las expectativas, sino superándolas. Un final tan íntimo, glorioso y triste que nadie que lo haya visto podrá volver a escuchar el himno disco “I Love To Love” sin un nudo en la garganta: puro azúcar amargo.
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