FOTOGRAFíA > CLAUDIO LARREA
Fue periodista y productor de fotografía en los años noventa y trabajó para revistas de espectáculos. Pero después de vivir algunos años en Europa, el trabajo de Claudio Larrea –sobrino de Héctor, discretísimo en cuanto al parentesco– cambió. Abandonó las fotos con gente y empezó a dedicarse a los “espacios vacíos” en la línea de la escuela de Düsseldorf, donde se formaron Andreas Gursky y Candida Höfer. Sus musas son las ciudades, pero Buenos Aires en especial, a la que retrata con minuciosidad de amante y una estilización inaudita. Series sobre lobbies y fachadas, sobre edificios peronistas, sobre el diario Crítica: recorridos personales en los que es evidente la agudeza y sensibilidad de su mirada.
› Por Cristina Civale
“Salgo de casa con la mente en blanco y de golpe tengo la foto frente a mí. Es como un estado de conciencia, como diría Henri Cartier-Bresson: ‘No busco la gran foto, ella viene a mí. Para captarla hay que olvidarse de uno mismo. Es el momento en el que se alinean la mente, la mirada y el corazón’.”? Así habla de su proceso de trabajo el fotógrafo Claudio Larrea (Buenos Aires, 1963), que a principios de este año realizó la muestra cúspide de su carrera –hasta ahora– en el Centro Cultural Recoleta. Se llamó El amante de Buenos Aires y en ella registró la ciudad según la particular agudeza y sensibilidad de su mirada. Capturó la fachada de edificios de todo tipo –desde públicos hasta casas de familia– y, en este recorrido personal, mostró de qué modo ama a la ciudad. La cuida observándola, la atrapa para que sea inolvidable, la estiliza hasta lo imposible. Lo hace precisamente con la mirada de un amante hacia su objeto de amor, una mirada que recorta lo que podría pensarse como zona crítica de un cuerpo, una mirada benévola donde no hay lugar para la mugre, ni los cartones ni las chapas. En el cuerpo que registra el amante todo es seductoramente bello. Uno quiere conocer el espacio observado, saltar las dos dimensiones de la obra y entrar en esos lugares que, como un demiurgo, enaltece por su amor casto. Pero uno quiere entrar a esos lugares tal como Larrea los miró, no se acepta otro cruce hacia el lugar real, el lugar real podría ser una decepción, pero nunca lo sabremos porque hay que ser cautos, lo que vemos es una construcción, la ficción de un espacio creada por Larrea, amante pero también mago.
Ahora mismo se puede espiar una pizca de su trabajo como parte de la muestra Crítica curada por Alvaro Abós en la Fundación Osde, una muestra que recorre los años de vida del prestigioso diario. Larrea hizo el registro fotográfico del edificio donde Botana trabajaba junto a su tropa de periodistas por pedido de la curadora María Teresa Constantin. A pesar de que fue un trabajo por encargo la marca del amante se insinúa en cada obra. El edificio lo tenía entre ojos y siempre le había tentado fotografiarlo pero quién sabe por qué nunca lo hizo hasta que llegó el pedido. De este trabajo rescata “trabajar con el equipo de investigación y montaje de la Fundación fue una maravilla, ver como hacían el montaje palmo a palmo guiados por Alvaro Abós y María Teresa Constantin. Fue una experiencia de profesionalismo muy gratificante. Una alegría participar en esta expo que tan bien muestra un momento del periodismo y de Argentina tan actual”.
Pero Larrea tiene toda una historia antes de llegar a la fotografía y tomarla como arte y convertirse él mismo en un artista. Fue periodista y uno de los mejores productores de fotografía de los años 90 en la Argentina. Trabajó para Caras, Man, Playboy y la revista Rolling Stone. A finales de la década menemista se mudó a Barcelona y allí su vida cambió. La fotografía fue tomada más seriamente. En su época de productor había hecho un trabajo tímido pero donde ya se insinúa su veta de amante y flâneur en una ciudad ajena, La Habana. Cuenta a Radar que le mostró esas primeras fotografías a Eduardo Grossman con algo de pudor, pero el consumado reportero lo alentó a seguir haciendo su propia obra. Grossman y Ricardo Merkel fueron de algún modo sus padrinos, quienes con su mirada lo autorizaron a mirar y contar al mundo de qué se trataba su propia mirada. Legitimado por sus pares, Larrea se fue atreviendo.
Su primera cámara fue una Kodak Fiesta de plástico que le regalaron sus padres y fue su compañero quien le regaló su primera cámara digital profesional, como otorgándole por fin el derecho pero también el mandato de que de una vez se dedicara a tomarse en serio lo que empezó tímidamente como un trabajo de los ratos libres, una herencia secreta de su padre. Nos regala una confesión: “Pinto desde muy chico, diría que desde los seis años, y mi padre, en sus ratos libres, era también fotógrafo, tenía una Retina Automática III y me dejaba jugar con ella bajo su supervisión”. Su padre era el hermano del famoso locutor Héctor Larrea que nunca tuvo nada que ver en la carrera de su sobrino que se hizo de abajo y bien solito, por mérito propio. Nunca hizo portación de apellido.
A principios de siglo, Larrea agarró fuerte la cámara y se decidió a mostrar al mundo cómo miraba y sobre todo se otorgó el derecho de ser un artista más allá de su trabajo como un afilado director de publicidad, trabajo con el que se gana la vida, ahora ya en Buenos Aires a donde regresó en 2010 para convertir a Buenos Aires en su musa.
Es un tipo meticuloso. Se lo ve en su cuidado personal, siempre con una elegancia casual, con una pulcritud justa; se nota cuando habla sobre su obra, cómo hilvana las palabras para que no haya malos entendidos, se ve en las colgadas de cada muestra y en sus presentaciones siempre glamorosas y amigables.
Se levanta muy temprano a la mañana y sale a la calle con su bicicleta inglesa traqueteada, va liviano con su mochila donde carga su cámara y espera que algo aparezca ante él. Dice que no busca pero algo del periodista investigador le quedó como método y así decidió organizar su trabajo en series. Registró lobbies de edificios en su serie Lobbies que mostró en la galería Arte x Arte en 2013, se nota en su trabajo minucioso y gozoso en su serie Arquitectura peronista (2012, Museo Evita) donde mira Buenos Aires con una propiedad y oportunidad únicas durante el gobierno kirchnerista. En esta serie prodigiosa va en busca de los edificios construidos hacia finales de los 40 y principios de los 50, cuando Perón salía al balcón de la Rosada. Puso el ojo donde nunca nadie antes lo había puesto. En esa serie se conjuga talento con visión. Lo que hace toda la diferencia en la obra de cualquier artista. Larrea tiene una visión y la lleva hasta el extremo cada vez. Estira la mirada como un elástico que amolda a su estética, generalmente espacios vacíos monocromos, solitarios aunque aparezca alguien, lugares a los que dota de su propia espacialidad, siempre imponente.
Cuando empezó a registrar edificios, un poco harto de haber trabajado durante doce años produciendo a las estrellas del circo menemista, no sabía que había toda una escuela que había investigado el asunto. Sin saberlo, Larrea es hoy pariente, primo lejano, pero un familiar al fin, de artistas tan elevados como el alemán Andrea Gursky, el autor de la fotografía más cara de la historia de este siglo. Nos cuenta: “Cuando comencé a hacer fotos descubrí que los espacios vacíos me daban la paz que las personas no me transmitían. Luego comprendí investigando que había un movimiento, la Escuela de Düsseldorf, donde daban clase Hilla y Bernd Becher, maestros de grandes fotógrafos de espacios vacíos como Andreas Gursky, Candida Höfer yThomas Ruff, actuales referentes del movimiento”. Lo que Larrea parece no percibir es que él ahora mismo también es un referente de ese movimiento. Así de alto creció el nene que pintaba y que como su padre fotografiaba creyéndose un amateur. Estaba precalentando.
Ahora, ya referente, nos regala pocas veces alguna obra donde haya color. Esta es su teoría sobre el asunto: “Para mí es más fuerte el blanco y negro porque es una manera de verlo todo, porque prioriza las líneas y las fugas. Siento una melancolía en la monocromía y los colores desaturados”.
Este año rozó el Premio Nacional de Fotografía al quedar seleccionado como finalista con una de sus últimas producciones, Paquidermo, donde otra vez el mago y el amante vuelven a juntarse para hacer de un edificio la ilusión de los restos fósiles de un animal añejo. Una ilusión que plasmó con otra conjugación en su obra Potsdamer Platz, en la que registró un edificio del este de Berlín, el viejo territorio comunista, una foto iluminada por la que ganó el concurso Llocs del Mon en Barcelona, lo que le permitió en 2009 editar un libro, ahora un incunable, sobre la ciudad de Berlín.
Para Larrea la fotografía constituye también un modo de estar en el mundo, sin que lo diga con todas las letras es una búsqueda espiritual. Parece seguir en esto el ideal de Platón sobre la búsqueda de la belleza, una belleza donde también se traduce una ética. “Salgo a caminar sin ideas previas –vuelve a decir–. A cada paso, no puedo evitar sentir cómo late dentro mío un gran ojo que todo lo ve. Las imágenes se agolpan frente a la lente. Y como portales de otras vidas, las historias se arman y desarman al mismo tiempo, como armonías sobre un gran pentagrama. Cada situación me remite a otra y, en un instante fugaz, el silencio toma mi ser. Siento que mi mente detecta la inefabilidad de lo que se oculta, diríamos más allá. Me siento en paz”. Todo un statement para un artista del que aún se espera mucho por ver.
Las fotos de Claudio Larrea se pueden ver en Espacio de Arte Fundación Osde, Suipacha 658, 1° piso, en el marco de la muestra Crítica. Arte y sociedad en un diario argentino hasta el 23 de enero.
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