Dom 27.12.2015
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PINTURA > ALEJANDRA SEEBER

PINTÓ ROCK

En su nueva muestra Autoamerican, Alejandra Seeber –que vive y trabaja en Nueva York– llena las paredes de referencias a la cultura pop, al rock –de Blondie a Bowie, pasando por Pink Floyd– y a artistas famosos como el escultor Richard Serra. Seeber se divierte mientras reprocesa libremente las imágenes del archivo de la cultura y también coquetea con lo decorativo; pero, sobre todo, el tema de su pintura es el futuro y sus posibilidades, el saber que todo está en obra, incompleto e imposible de fijar.

› Por Claudio Iglesias

Alejandra Seeber quiere ser la pintora más divertida del mundo. O al revés, meter toda la diversión del mundo dentro de sus pinturas y hacerlas colapsar de incongruencia. Sus muestras son desparramos de chistes. Sus títulos pueden recordar un tango (Pedazo de cielo) o una bebida saborizada (Levite). Su página de internet es la más graciosa desde la época de Geocities. Y su sentido del juego, como Geocities, no es de este siglo. Su juego es el de Cendrars y Jarry, Macedonio y Kippenberger. Pero tanto juego podría parecer que pesa. ¿Cómo seguir jugando después de ellos? A Seeber además la rodean los prejuicios sobre la artista que se fue a trabajar a Nueva York para ponerse seria, para jugar el póker de los adultos. Aunque hasta Nueva York para ella es divertido, un póker en el que las cartas no hacen caso y malinterpretan las órdenes de los jugadores para hacerles pasar un mal rato. Su manifiesto podría ser la declaración de Paris Hilton después de pasar música en una fiesta en Punta del Este o Dubai: “So Much Fun”.

TAXI!, 2015.

Referencias a la cultura pop y a pintores famosos llenan la mochila de Seeber, bastante más armada que la de la ex mejor amiga de Britney Spears. El título de la muestra, Autoamerican, está tomado de un álbum de Blondie. ¿Más contenido rockero explícito? La pared de ladrillos blancos del disco de Pink Floyd de 1979 que Seeber reversiona con minucia juguetona y líneas que van cambiando del azul al siena. Parece que cada vez que aprieta el pomo le acanza para pintar un número delimitado de ladrillitos y después no se preocupa por formar el mismo tono. En el extremo superior del ancho borde izquierdo de la tela (Seeber usó lino en toda la muestra, preparado de distintas formas) se puede ver un sutil brochazo más agrisado sobre el blanco. Nada le dura mucho, cualquier decisión es condicional: en la radio cambia la canción, la luz del día también cambia. Los reflectores se prenden hacia las cinco y media de la tarde en la galería de La Boca y una aureola boba de luz amarilla cae sobre los cuadros. El teatro de intenciones pasajeras y recálculos forma parte del acervo de actitudes pictóricas de Alejandra Seeber, y la falta de reglas es compatible con el exceso de reglas: son las “estrategias del bardo” que menciona Santiago Rial Ungaro en uno de los textos que acompaña la muestra. “Mezclar todo lo que se le ocurra del modo que se le venga a la gana y cuando quiera.”

Su encare, su juego frente a la tela, la proxémica tanguera y boxeadora a veces un poco ansiosa que lleva al espectador todo a lo ancho de los pisos de la galería cubiertos con canteros y un patrón de círculos dorados sugiere el capricho en dosis altas pero solo a través del trabajo concentrado sobre el material: cada cuadro es una pequeña cumbre de ideas y soluciones. Los distintos tonos que convergen en el centro de la pared de Pink Floyd (“Bricks”, se llama) le dan al muro profundidad, un encastre interdimensional y poroso. Todo está hecho de muchas cosas distintas: incluso dentro de una pared hay distancias, aperturas, puertas que una partícula lo suficientemente pequeña puede pasar sin llamar la atención.

En otros cuadros Seeber mete lija y rociador para llenar las imágenes de encrucijadas y caminos alternativos. Los cuadros más felices sin embargo tienen un planteo más liviano de instrumental. Un pelo naranja planchado (“Subte graph”) que podría ser el David Bowie de Hunky Dory abre el recorrido a una serie de diez imágenes que oscilan entre el basural de intenciones y los programas más cercanos a la decoración, las habitaciones rendidas en dos o tres trazos, algún jardín con pileta. La serie termina con una videoinstalación en una salita pentagonal armada con durlock y proyecciones al corte. Uno puede sentarse en el banquito a ver en tres canales a una nena (Clara, hija de Seeber) que baila en cámara lenta dentro de uno de los Richard Serra que se pueden visitar en Dia Beacon al norte de Nueva York. Estas esculturas enormes de hierro curvo y oxidado a Seeber le recuerdan a Quinquela. La pieza, cuyo trabajo sobre los canales de video recuerda a Isaac Julien, da la sensación de que podría ser más simple, más concentrada en el relato que en el aparato. Y sin embargo la yunta de referencias es de una picardía hegeliana imbatible, un juicio infinito: “Richard Serra es Quinquela Martín”. En un mundo así, todo es posible.

epigrafe

Es claro que Seeber reprocesa libremente las imágenes del archivo de la cultura: esa es su diversión. Pero, más importante todavía, en el trámite deja expuesta la capa intermedia de una edición eventualmente interminable. Una vez que las cosas se vuelven mutantes de sí mismas es difícil pararlas. La pared de Pink Floyd podría tener más rosa, más rayas, más agujeros... Bowie podría tener ojos de cualquier color, dreadlocks o calvicie. Este historial abierto de cada obra está incluso en los títulos. Una de las pinturas se llamó “Modern”, luego “Modern Taxi” y finalmente “Taxi!” Es una de las más discretas de la muestra. Se ve un piso con charcos de agua y una pared rosa que remata en ladrillos y a la vez extiende un brazo, también rosa, para parar un taxi. (Una pared parando un taxi: el sinsentido es el camino más corto entre las ideas más remotas.) En esta pintura también aparece el trazo negro solista, seco y disparatado, que naufraga al tun tun en el estanque vertical de capas rosadas como un cursor enloquecido o una mosca en un frasco cerrado. Las líneas de Seeber casi nunca describen volumenes y más bien cavilan una dicotomía: las vueltas alocadas o el patrón que van rumiando lentamente. La pintura de Seeber (como la de David Salle) tiene el coqueteo con lo decorativo en la lista de primeras prioridades. Patrones textiles, hojitas de la flora boreal, texturas de empapelado. El adversario de la línea sin plan, igual de autárquico e imprevisible, es el agujero, glitch o pixel faltante de distintos tamaños, rectángulos blancos que destruyen información como la goma de borrar de las primeras versiones de Paintbrush o la demoledora de los juegos de construcción estilo Sim City. Más que parodiar estas herramientas, las pinturas muestran el estado abierto de las posibilidades de edición, las horas pintando un mismo cuadro con distintas ideas y la precariedad existencial de cada pintura, sus vidas pasadas, su futuro incierto. Pero este no es el problema de cada pintura, sino el problema de la pintura globalmente considerada, su limbo.

Hace treinta años, los pintores del Bronx incluían referencias al rock y a la heroína en sus telas como una forma de bajar la pintura a la calle, llevarla al subte, ponerla en contacto con la vida. Acá nomás, Pablo Suárez por esa época pintó a una bailarina de ballet en el trance de ahorcar a un cisne blanco para mofarse de sus colegas porteños que apelaban a la alta cultura, especialmente a la danza (de ser posible europea) y a la música académica en busca de referencias enaltecedoras. Seeber tiene a su alcance las dos actitudes: el palo de rock de Basquiat le queda tan cerca como la tilinguería de hacer pinturas con referencias a Stravinsky (como Guillermo Kuitca) o Nijinsky (como Federico Klemm). Y para colmo, en un momento en el que las dos actitudes han quedado obsoletas. Ese es su fundamental dilema y el de la pintura entera.

Para atisbar la solución de Seeber, volvamos al tema de las reglas. Sonia Becce, la curadora de la muestra, llama la atención sobre las restricciones que Seeber se pone al trabajar: usar un número limitado de colores o prefijar el tiempo que va a llevarle una pintura. O bien escribir reglas en papelitos, mezclarlos como en un sombrero y tomar uno al azar: “autosubrogarse”, en el lenguaje de Seeber tomado de la jerga del derecho. En su anterior muestra en Buenos Aires Seeber invitó a varios amigos para que resolvieran distintas colgadas con un conjunto inicial de cuadros. Inés Katzenstein y Valentina Liernur fueron algunas de las autoridades que subrogaron en materia de selección y montaje.

Por otro lado, el texto de la curadora también llama la atención sobre la “América” descascarada y difusa a la que nos manda el título, una nacionalidad vaciada de nacionalidad, un espacio mental que fluctúa como una nube entre las imágenes: una arroyo de fondo de pantalla, un semáforo o bien los canteros llenos de plantas que segmentan la sala de la galería, en su anonimato, en su blancura de referencias, son americanos. Americano es el potus, el helecho. América es espacio, vacío, glitch.

BRICKS, 2015.

Ese espacio poroso y lleno de posibilidades que compiten, se cancelan y se regeneran, un espacio virtual en el sentido metafísico del término, se abre en el corazón del debate inevitable sobre la pintura en la actualidad. Los pintores de 1980, tanto los que lamían las botas de la cultura clásica como los que llenaban cuadros con la embriaguez de los discos de Michael Jackson, fijaban la agenda de la pintura al aceptar su carácter tardío. Albert Oehlen hizo el mismo reconocimiento al titular Born to Be Late a uno de sus cuadros de 2001. Hasta ahí, parecería que lo único que puede hacer la pintura es tirar la toalla y aceptar que su relación con el presente es fingida y estrafalaria, que su destino es seguir bajando los ojos cuando los textos de prensa de galerías y museos insisten con el campo expandido, la recontextualización y otras triquiñuelas retóricas para darle un lugar en la mesa. Y sin embargo Seeber va para otro lado. Más que en sus retornos y apropiaciones, incluso más que en la comedia de la edición digital, la vida de la pintura está en su incapacidad de afirmar nada que pueda sustraerse al dominio de las posibilidades abiertas. Esa es la verdadera diversión, de la que nada escapa. Incluso si está llena de referencias a su propio pasado, el asunto eminente de la pintura según Seeber es el futuro, la suma virtual de posibilidades que apenas conocemos. ¿Quizás por eso el sinsentido y la paradoja encuentran refugio del arte actual en la pintura, un paréntesis de tontería brillante en un ambiente de imágenes sabihondas y sentidos explícitos? La virtualidad del futuro y la sinceridad con el medio, el mostrar las tachaduras, las tapadas flagrantes y el historial abierto de cada imagen confluyen en la idea de que todo puede convertirse en otra cosa en cualquier momento. De eso se trata Autoamerican: el fijador se acabó y ninguna pintura puede terminarse, no hay pared que aguante el aluvión de posibilidades. El sombrero está cargado, con las reglas absurdas y las canciones que solo entienden los niños.

Autoamerican se puede ver en Barro Arte Contemporáneo, Caboto 531, La Boca. Los sábados de 15 a 19 y martes a viernes de 12 a 19 hasta el 13 de febrero. facebook / barroartecontemporáneo

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