QUENTIN TARANTINO
Cómo iba a seguir la carrera de Quentin Tarantino después de Django sin cadenas, después de Bastardos sin gloria, era un misterio que podía proyectarse hacia zonas tan inciertas como explosivas. Y sin embargo, el paso que dio lo volvió a principios de los años 90, cuando Perros de la calle metió al cine independiente en una pequeña obra de cámara. Los 8 más odiados, que se estrena en la Argentina el 14 de enero, vuelve a tomar una estructura teatral con un ambiente cerrado que remite tanto a Diez indiecitos, de Agatha Christie, como a El enigma de otro mundo, de John Carpenter, y funciona como una representación del conflicto racial que en la película transcurre tras la guerra de Secesión pero que repercute en los sucesos recientes de ciudades como Ferguson y Baltimore. Con las actuaciones de Samuel Jackson, Kurt Russell, Tim Roth y Jennifer Jason Leigh, Los 8 más odiados es un western tan sangriento como verborrágico, dos rasgos que marcan el estilo del cine de Tarantino.
› Por Mariano Kairuz
En su western spaghetti de 2012 Django sin cadenas, Quentin Tarantino hacía una aparición brevísima y tardía que parecía, en una primera instancia, muy inoportuna. Inoportuna y distractiva –¿qué función podía cumplir a esa altura un cameo del director-autor-estrella?–, pero en un par de minutos cobraba sentido, convirtiéndose en un gran chiste: como en un corto del Coyote y el Correcaminos o del Pato Lucas, Tarantino se dinamitaba a sí mismo, se volaba literalmente en pedazos. De alguna manera, así como sobre el final de Bastardos sin gloria uno de los protagonistas declaraba, en lo que constituía una evidente intervención del autor, “Creo que esta es mi obra maestra”, acá parecía estar diciendo que Django era, acaso, la más caliente, la más peligrosa, la más explosiva de sus películas.
Y lo era, o al menos le competía a Bastardos (esa en la que mataban a Hitler), con su fantasía de venganza contra el cruento racismo sobre el que sostenía su economía y su estructura social el sur estadounidense. Tan explosiva resultaba que uno se preguntaba qué le quedaba por hacer ahora, hacia dónde ir. O si –más bien improbable– estaba dispuesto por una vez a no tratar de subir la apuesta de su propia filmografía.
La respuesta a ese interrogante se llama Los 8 más odiados (The Hateful Eight) y tras una accidentada carrera previa acaba de llegar a los cines estadounidenses y se prepara para desembarcar acá el próximo 14 de enero, probablemente destrozando expectativas.
A la pregunta de a dónde le quedaba ir después de las salvajes Bastardos y Django, Tarantino contrapone la idea menos pensada: al comienzo. A aquella pequeña y enormemente disruptiva pieza de cámara que dio vuelta el cine indie americano a principios de los ‘90, llamada Perros de la calle. Filmada en 65mm, en el sistema Ultra Panavision 70 –un formato destinado, se suponía, a espectáculos épicos y visualmente ampulosos como las aventuras bíblicas del Hollywood de los años ‘50–, con un reparto de estrellas mayores y menores –muchas de las cuales consolidaron su fama de la mano del propio Tarantino– Los 8 más odiados es, al igual que aquella inicial Reservoir Dogs, la otra película del director de Kill Bill que podría representarse en un teatro. Nueve personajes en escena al mismo tiempo (los ocho del título más el cochero, que no es odioso, se ha explicado por ahí), un único escenario durante más de dos tercios de sus casi tres horas de duración, menos flashbacks que Perros, y una premisa que ha sido comparada con la de los Diez Indiecitos de Agatha Christie y con la soberbia El enigma de otro mundo de John Carpenter, comparaciones avaladas por el propio autor, y bastante evidentes.
En su usualmente inútil intención de definir cada nueva película de Tarantino, la crítica americana ha dicho de esta que se trata de una suerte de policial de misterio combinado con un western. Un western por su época, ya que transcurre alrededor de ocho años después de terminada la Guerra Civil, y por muchos de sus elementos involucrados, porque está ambientada en una cabaña ubicada en Wyoming, mientras que no hay indios a la vista y uno de los conflictos centrales que surgen en los elaborados diálogos que como de costumbre componen el corazón de todo el asunto, es el del Norte versus el Sur esclavista. La guerra de Secesión es un episodio demasiado cercano aún, y cada veterano de la contienda –en especial uno blanco y uno negro que se encuentran de pronto en la cabaña– sabe muy bien de qué bando estaba cuando las cosas se pusieron violentas y qué atrocidades cometió en nombre de esa pertenencia; y la “tolerancia” racial y la “integración” todavía están a casi (o a más de, según cómo se lean episodios recientes) un siglo de distancia. Y es un policial de misterio porque, cuando los ocho del título queden forzados a convivir en el amplio pero limitado espacio de Minnie’s Haberdashery (“la mercería de Minnie”) por la brutal tormenta de nieve que arrecia afuera, no tardarán en despertar las sospechas de unos sobre otros, y habrá mentiras y desmentidas, crudas acusaciones, confesiones verdaderas y falsas, alianzas cambiantes y hasta –¡clásico!– un envenenamiento.
En otras palabras: que después de matar a Hitler y de hacer estallar la pantalla y de hacerse estallar a sí mismo en pantalla, Tarantino hizo con su octava película (así la presenta en los créditos iniciales, aunque sería su 8 y medio a lo Fellini si se cuenta su corto en Cuatro habitaciones), una obra más grande, por su formato visual, por su banda sonora épica de ya veremos qué legendario compositor, y por su ambición de contar mucho, contarlo casi todo con un puñado de personajes y una verborrea record en su cine; y más chica a la vez, por su restringidas cantidades de personajes, escenografías y temporalidades. Explosiva a su manera, y no menos sangrienta que Perros de la calle. De la pólvora viene y a la pólvora vuelve.
La idea original para la estructura de su nueva película, explicó Tarantino, proviene no tanto de los citados relatos de la dama del misterio y el clásico de ciencia ficción de Carpenter como de las más modestas series televisivas de los 70, como El virginiano, Bonanza, Valle de pasiones y El gran chaparral. “En cada una, una vez por temporada, había un episodio en el que los bandidos, interpretados por estrellas invitadas como David Carradine, Darren McGavin, Claude Akins, Robert Culp, Charles Bronson o James Coburn, tomaban por asalto La Ponderosa o el Rancho Shiloh. No pude evitar que esta premisa me condujera a una situación tipo Perros de la calle: atraparlos a todos en una habitación y deshacerme de todos los personajes heroicos de modo que no hubiera un centro moral. Nada de héroes, nada de Michael Landon, tan solo un grupo de tipos siniestros en una habitación contándose historias que pueden o no ser verdaderas”, contó el guionista y director.
La película abre con impresionantes imágenes de un paisaje nevado –que pronto darán paso a su claustrofóbico opuesto–: una diligencia avanza con la tormenta del siglo a sus espaldas. Por el camino, un hombre afroamericano, el ex oficial de la Unión, el “Mayor” Marquis Warren (Samuel L. Jackson), le pide al cochero que se detenga y pregunta si están dispuestos a llevarlo. Pero la decisión no corresponde al conductor sino a los dos complicados personajes que viajan en el coche: el cazarrecompensas John “The Hangman” Ruth (Kurt Russell, héroe carpenteriano de El enigma de otro mundo, quien ya trabajó con Tarantino en A prueba de muerte) y, esposada a él, su prisionera, la asesina fugitiva de la ley Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh), a quien está escoltando hasta el pueblo fronterizo de Red Rock, donde habrá de ser entregada para su juzgamiento y, con total seguridad, colgada del cogote. Una vez que, con Warren a bordo, siguen camino, habrán de volver a detenerse ante la exigencia de Chris Mannix (Walton Goggins, de la series The Shield y Justified), quien dice ser el próximo sheriff de Red Rock, destinado a asumir apenas arribe al pueblo. Cuando la tormenta los obligue a buscar refugio en Minnie’s Haberdashery, a estos cuatro, y el cochero, no les quedará otra que presentarse ante los otros cuatro “caballeros” que ya aguardan en el lugar: Bob “El Mexicano” (Demián Bichir), Oswaldo Mobray (Tim Roth, cuarta colaboración con Tarantino), quien se presenta como El Verdugo a quien habrá de ser entregada finalmente Domergue; Joe Gage (Michael Madsen, prácticamente revelado al mundo por Perros de la calle), y el ex general confederado y racista sin atenuantes Sanford Smithers, interpretado por el veterano Bruce Dern.
Más tarde, en ocasiones y de modos que conviene no anticipar, se harán presentes algunos personajes más. Lo que sí puede contarse es que el forzoso encuentro entre el ex oficial negro de la Unión (Jackson) y un general confederado (Dern) dará lugar obviamente a una representación a escala de la posguerra civil que aun rajaba al medio a los Estados Unidos y que, aunque no fue diseñado deliberadamente con esa intención, rebota con fuerza en las noticias de vida interior de los Estados Unidos de los dos últimos años, repletas de crímenes raciales, varios de ellos a manos de la policía. De este modo Los 8 más odiados continúa, aunque por otros medios, temas que Tarantino había desarrollado de manera salvaje y políticamente incorrectísima en su film anterior, Django sin cadenas. Que fue el mayor éxito comercial de su carrera, recaudando más de 400 millones de dólares en el mundo “a pesar de” su violencia bien gráfica, sus baldazos de sangre, su oscuridad y la tremenda incomodidad que buscaba provocar, pero la Academia de Hollywood se mostró refractaria a este tipo de reconocimientos masivos (avances socio-culturales, podría decirse), negándole el Oscar que un año más tarde sí le daría a la tanto más elegante y contenida y correcta 12 años de esclavitud.
Como se dijo antes, tras hacer explotar la pantalla Tarantino volvió con Los 8 más odiados a un formato de cámara. Lo que no quiere decir, como se imaginarán quienes recuerden el sadismo de Perros de la calle, que esta vez el torrente de palabras le gane la batalla al torrente de sangre. Hay de ambas cosas en grandes cantidades, y aparecen en escena casi a la par, desde que el cazarrecompensas Ruth le asesta su primer puñetazo a su prisionera Domergue, a la que no le queda otra alternativa que recibirla sangrando por la jeta. Ella es, de los ocho odiados, la única mujer, y recibe varios y muy violentos golpes, motivo que es históricamente verosímil pero que, por supuesto, ha motivado sospechas para nuevas acusaciones contra el provocateur Tarantino, esta vez de ser un misógino apenas encubierto. Porque no se supone que disfrutemos morbosamente de los golpes (aunque más de una vez tienen un efecto algo gracioso por demás) pero tampoco que sintamos pena por ella: a diferencia de lo que ocurría con las mil vejaciones a la que era sometida Uma Thurman en Kill Bill, y de las que ella era una absoluta víctima (y luego vengadora), acá ni Ruth ni Domergue son personajes loables ni queribles; su simpatía en el mejor de los casos emana del carisma de los actores que los interpretan, pero son dos cretinos irredentos, y ella probablemente más que él. Como dice Tarantino, no hay brújula moral, solo desconcierto, incomodidad.
¿Qué es un western para vos?, le preguntaron al cineasta unos meses atrás, cuando dio su primera, anticipada y muy comentada entrevista previa a The Hateful Eight para el sitio Vulture, de The New York Magazine. “No hay otro género cinematográfico que refleje mejor los valores y los problemas de su propia década que el western. Los westerns de los ‘50 reflejaban la América de Eisenhower mejor que cualquier otro tipo de película de su tiempo. Los de los ‘30 y los ‘40, reflejaban los ideales de sus respectivas décadas; en los ‘40 había un montón de westerns medio noir, que de golpe trataban temas oscuros. Los de los ‘70 eran en buena medida westerns anti-mito; los westerns del Watergate: todo giraba alrededor de los antihéroes, todo tenía una mentalidad hippie o nihilista. Se hicieron películas sobre Jesse James y el raid de Minnesota en los que Jesse James es un maníaco homicida. En Dirty Little Billy, Billy the Kid es un asesino juvenil. Wyatt Earp es desenmascarado en la película Doc, de Frank Perry, porque en los ‘70 de lo que se trataba era de mostrar a esta gente tal como era. En consecuencia, el gran western de los 80 fue Silverado, que intentaba ser heroico otra vez, el western de la era Reagan. Yo no pretendo que Los 8 más odiados sea contemporánea de manera explícita, tan sólo contar una historia; utilizo la guerra civil como contexto y en el medio se mete el conflicto racial, sencillamente porque eso era lo que estaba ocurriendo: el país estaba partido al medio por él. Mi exploración del Oeste se mete con el tema del racismo institucional en América que fue ignorado por los grandes directores de westerns; busca deshacerse del cuento de hadas de los ‘50 y los sombreros blancos y toda esa mierda”.
Y en Los 8 más odiados Samuel Jackson no tarda en apoderarse de la escena y uno de sus monólogos es un brutal, gracioso, cínico e incendiario relato sobre el poder del miembro masculino afroamericano, acaso el mayor y más imprevisto desvío de la historia central. Y ése es en definitiva El Tema, el asunto que persigue a Tarantino, uno de los ejes fundamentales de su obra, que le ha valido la ira de sus detractores: el racismo en Norteamérica. Después de Pulp Fiction (Tiempos violentos) y Jackie Brown (Triple traición), la buena relación que el director había iniciado con Spike Lee (para quien hizo un cameo en Girl 6) se pudría: primero, el autor de Haz lo correcto lo acusó de estar demasiado “infatuado” con “la palabra que empieza con N” (el despectivo y barrial Nigger, por negro) y lo acusaba en público de estar buscando que lo nombraran “negro honorario”, a lo que Tarantino respondió que “tenía todo el derecho del mundo a escribir a sus personajes como le pareciera que correspondía” y que “si alguien me lo niega porque soy blanco, yo diría que es racista”. Para la época del estreno de Django sin cadenas, Lee declaraba públicamente que no pensaba verla porque “la historia de la esclavitud y sus ancestros fue un verdadero Holocausto, no un western spaghetti”.
Unos meses atrás, en una entrevista que el escritor Bret Easton Ellis le hizo a Tarantino para la revista del New York Times, volvió sobre la polémica que había desatado tiempo atrás al decir que Anna DuVernay, la directora negra del film histórico de tema racial Selma –cuya omisión en las candidaturas al Oscar había desatado una controversia– había hecho un buen trabajo pero se merecía antes que un Oscar un Emmy (porque el suyo era un film correcto pero, quedaba implícito en el comentario, televisivo), solo para echar más leña al fuego diciendo: “Si ganaste dinero trabajando como crítico de la cultura negra durante los últimos veinte años, vas a tener que lidiar conmigo, necesariamente vas a tener que tener una opinión sobre mi, lidiar con lo que estoy diciendo y con las consecuencias. Cuando los críticos negros se despacharon con salvajes reflexiones sobre Django, no podría haberme importado menos. Si a la gente no le gustan mis películas, no le gustan mis películas, y si no las entienden, no importa. Pero el regusto amargo que me dejaron las críticas tuvo que ver con que hace mucho tiempo que el tema del color de piel de un escritor no se menciona tanto como se hizo en mi caso. Uno no creería que el color de piel de un guionista tiene algún efecto sobre las palabras que escribe. En muchas de las críticas que se me hicieron, mis motivaciones fueron sopesadas de las maneras más negativas, como si yo fuera una especie de supervillano que inventa todas estas cosas. Pero esta es la mejor época para presionar ese tipo de botones. Es la mejor época para salir con estas cosas porque hay una plataforma genuina. Hoy estos temas están en discusión”.
Ese mismo mes de octubre, Quentin se granjeó unos cuantos enemigos nuevos al participar activamente de la marcha “Black Lives Matters” (“Las vidas negras importan”) y hacer en ese contexto un comentario sobre la brutalidad policíaca en EEUU que se viralizó en los medios de su país y del mundo: “Cuando veo estos asesinatos, no puedo quedarme quieto. A un asesinato tengo que llamarlo asesinato, y a los asesinos tengo que llamarlos asesinos”. La reacción de varios grupos de la policía estadounidense no se hizo esperar; llamando a boicotear el estreno de Los 8 más odiados, y a no trabajar en sus avant premieres proveyendo trabajo de seguridad. Faltaban meses para el estreno del Octavo Film de QT y ya se perfilaba como esa cosa que hizo de Tarantino uno de los autores fundamentales del cine contemporáneo: una obra tensa y violenta para un mundo tenso y violento. Un producto de su época, un vibrante catalizador, cool y divertidamente artificioso, de las más reales monstruosidades sociales, culturales y políticas. Esa representación a escala de un universo entero, entre cuatro paredes y unos pocos antagonistas.
“Me entusiasma que hoy se hable tanto de asuntos raciales, que estemos lidiando finalmente con el tema de la supremacía blanca”, dice Tarantino, que ya anunció que después de esta solo hará dos películas más, para retirarse en la cima y dedicarse a escribir novelas y obras de teatro y producir a otros. “De eso se trata la película, aunque yo no me lo haya propuesto concientemente así, porque los episodios de Baltimore y Ferguson ocurrieron cuando yo ya había escrito mi película. Es cierto que Los 8 más odiados terminó convirtiéndose en un western sobre demócratas y republicanos, pero esto estaba escrito desde antes de los asesinatos de Eric Garner, Michael Brown, Tanisha Anderson, Tamir Rice, Eric Harris, Walter Scott y Freddie Gray. Creo que lo que ocurrió es que la realidad se ha puesto al día con mi guión, lo que significa que estoy haciendo lo que se supone que un guionista debe hacer: estoy conectado con el zeitgeist”.
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