Dom 21.02.2016
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ESCENAS > BIEN AL SUR

UN CRIOLLO BLUES

Acaba de editarse el libro Bien al sur (Gourmet Musical), donde Gabriel Grätzer y Martín Sassone cuentan cómo llegó el blues a la Argentina. Una historia que empieza con Manal y llega hasta Pappo y Oscar Alemán; pero también una recorrida por el peculiar camino de la música negra en Argentina, en una deriva que alcanza a los Rolling Stones y a un público ovacionando a B. B. King en el Luna Park.

› Por Sergio Pujol

En las pasadas semanas de fiebre Stone volvió a la memoria uno de los encuentros capitales en la historia grande del rock: aquel que una tarde de 1960 tuvieron los adolescentes Mick Jagger y Keith Richards en la estación de trenes de Dartford, en los suburbios de Londres, poco antes de que la capital del viejo imperio pasara del blanco y negro de la difícil posguerra al technicolor de la Era Acuario. Mick, cuando no, lo tenía todo entre sus manos. Y ese todo, para la pasión musical debutante de Keith, era un concentrado de blues recién importado de los Estados Unidos. Discos, para más precisión. De Muddy Waters a Howlin’ Wolf. Por ahí uno de Chuck Berry, el rocanrolero al que los tempranos Stones le robarían sus mejores riffs. Aquel tráfico de secretos del alto y bajo Mississippi prosperó, todos lo sabemos. ¿Acaso existe algún tema más fascinante en la narrativa de la música popular de los años 60 que el del viaje del blues y su sobrino el rhythm and blues a las conciencias de un sector de la juventud inglesa –minoría actuante, diría un sociólogo– que amén de rescatar la vieja especie de cierto destrato en el país de origen la utilizó como matriz musical de una revolución cultural?

La historia que Gabriel Grätzer y Martín Sassone cuentan en Bien al sur: Historia del blues en la Argentina (Gourmet Musical, 2015) tiene indudables puntos de contacto con aquel relato fundacional de la movida británica. En realidad, el blues en nuestro país puede entenderse como una suerte de capítulo especial –o línea de fuga- dentro de la historia general del rock argentino. En tal caso, el episodio de Dartford tendría su correlato en el encuentro entre Claudio Gabis y Javier Martínez en las inmediaciones del Instituto Di Tella. Buenos Aires, 1967: de allí saldría el trío Manal, piedra basal del blues criollo tal como hoy lo entendemos. Sin embargo, como bien lo exponen los autores, no sería justo considerar al movimiento blusero argentino como mero reflejo del británico y, menos aun, como la transposición mecánica de lo que se gestó en el sur norteamericano. Para situar las cosas en su debido contexto cabe recordar que el rock argentino no nació del descubrimiento de la música negra norteamericana, sino más bien de la transfusión de pop inglés a un puñado de jóvenes argentinos algo aburridos del tango de sus padres y quizá un poco amedrentados frente a la complejidad armónica del jazz moderno. Por supuesto, el blues estaba presente en la música joven que fascinó a los muchachos de La Cueva, pero de modo un tanto subrepticio.

A poco de ponerse en marcha eso que Miguel Grinberg llamó el “Ciclo I” del rock argentino, algunos de sus protagonistas –Pappo, Ciro Fogliatta, Pajarito Zaguri, Javier Martínez, Claudio Gabis y poco más tarde David LebOn– descubrieron que aquello que tanto les gustaba de Clapton, Hendrix, Beck y Page era negro y había nacido mucho antes de que el rock and roll dividiera aguas generacionales. ¿Por qué no indagar en aquel legado, ir a las fuentes –o a una de ellas, en todo caso– de la cultura rock? Doble operación, entonces, como la que hacemos cuando queremos leer a aquellos autores que influyeron sobre un escritor que admiramos. Pero el punto crítico era la apropiación de aquella tradición errante. ¿Cómo escapar de un destino eternamente restringido al cover? ¿Cómo ser bluseros y creíbles desde la remota Buenos Aires?

Si del blues interpretado más allá de los Estados Unidos se aguardaba que fuera fiel a los originales (el blues es permeable a diversas influencias, siempre que no se alteren mucho su forma y armonía), quedaba la lengua como materia donde imprimir un sesgo local. ¿No había sucedido eso, en el ámbito de la música beat, con “La balsa” de Nebbia y Tanguito? Era lógico pensar de este modo, toda vez que el blues constituye una forma de música vocalizada. Al blues se lo canta. Y algo notable para una música de raíz folclórica: se lo compone. ¿Por qué no hacerlo entonces en español y desde Argentina? De todos modos, no era un asunto tan fácil de resolver. Del mismo modo que no existían canciones de jazz en castellano – ni siquiera standards libremente traducidos – un blues acriollado podía caer en el ridículo, sonar falso o impostado. Aun así, algunos se arriesgaron, un poco en los márgenes del cancionero rockero. “Avellaneda blues”, “Blues de Dana”, “Blues de Santa Fe”, “Blues local”, “Blues del estibador”, “Blues del terror azul”, “Blues de Cris”, “Blues del éxodo”... La lista es más larga de lo que a simple vista suponemos, ¿no? Además, uno de los hitos de la contracultura musical argentina reprodujo en su nombre la negritud invocada: Pappo´s Blues.

A manera de introducción extendida, Gabriel Grätzer –fundador de la Escuela de Blues y respetado referente del género– y Martín Sassone –subeditor del diario Tiempo Argentino y confeso adicto a la música negra– empiezan su libro rastreando una relación algo escamoteada: la de los músicos argentinos de jazz con el blues “puro”. Ahí están la pionera Blackie, con su cartera llena de negro-spirituals, songs y blues, y la reina del swing rioplatense Lois Blue, figura insólitamente desdibujada en la memoria cultural de los argentinos. Ahí está, brillante en todo repertorio, Oscar Alemán, quien con su guitarra embrujada supo darle al “Saint Louis Blues” su toque personal. También los críticos hicieron lo suyo en la difusión argentina de la especie. Desde viejas revistas sincopadas porteñas, donde los discos de Lonnie Johnson, Bessie Smith y Big Bill Broonzy encontraron un primer marco de pertenencia, hasta los libros del musicólogo Néstor Ortiz Oderigo; desde las colecciones de discos de Guillermo Hoeffner y su hijo Max hasta los emprendimientos periodísticos de Alberto Consiglio (su publicacióna Jazzband abundaba en el universo del blues): así, de modo un tanto errático, una pieza esencial de ese rompecabezas sonoro que en la Argentina solía llamarse “música americana” fue cobrando visibilidad. En 1971, Osvaldo Ferrer, con o sin la Antigua Jazz Band a su lado, se reveló como un intérprete riguroso del folk-blues, mientras las clases de guitarra del jazzman Walter Malosetti y la labor difusora de Fernando Goin fueron esparciendo progresiones armónicas y yeites pentatónicos de paladar blusero.

Hasta aquí, la proto-historia de lo que Grätzer y Sassone se proponen contar. Porque sin la conjunción del rock con el legado negro difícilmente estaríamos hablando de una verdadera escena argentina de blues. El libro profundiza en el desarrollo de este brote: el que lleva de Pappo a Botafogo, de Manal a Memphis La Blusera. En esa suerte de inversión de la línea de tiempo –¿blues después del rock?–, la historia alcanza su punto caramelo entre los años 80 y 90, cuando se termina de definir un circuito porteño de blues, y entonces cobra sentido la observación de Ricardo Tapia: “el blues en español es un invento argentino”. Abundante en datos bien enhebrados y con un valioso apéndice discográfico, el libro muestra con elocuencia que, a partir de ese circuito, pronto extendido al resto del país (a propósito, el capítulo “Blues federal” sorprenderá al más informado), se define algo acaso más importante que un elenco de artistas idóneos (Durazno de Gala, La Mississippi y la siempre presente Memphis, entre muchos otros): se define un público; ese que llenará estadios para ovacionar a B. B. King en sus reiteradas visitas a la Argentina y que reconocerá en el género macerado en Chicago y Memphis la matriz pero también la herencia de una parte crucial del rock y sus derivas sudamericanas.

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