› Por Claudio Zeiger
Fue el año en que los obreros de La Boca –donde ahora se vuelve a interpretar la obra, caminito que el tiempo no ha borrado– elegían a Alfredo Palacios como primer diputado socialista del país y de América. El año 1904. Lejos todavía quedaba el Centenario. Había mucha gente bohemia, pobre y tan balzaciana como Lucien de Rubempré –angustiado crítico de teatro en el París de las ilusiones perdidas– pululando por los alrededores de los teatros para convencer a productores y actores que les representen sus obras. Era también el mundo de Florencio Sánchez y Enrique García Velloso, y por qué no de Carriego, que a veces se iba del barrio al centro para confirmar el mal metafísico de las ciudades. Ese año se estrenó ¡Jettatore! en el Teatro Porteño de la Comedia.
Cuenta la leyenda que un hombre de la elite fuertemente carismático, dedicado a la política y muy bromista (“fumista”, se decía entonces: el más legendario de ellos era el insólito José Ingenieros) estaba viendo una obra cómica con el doctor Francisco Beazley y le pareció una porquería. Beazley le dijo que era fácil criticar pero que no era tan fácil hacerlo, que él no podría escribir para el teatro así nomás. Y en respuesta al implícito desafío, don Gregorio de Laferrère se despachó con ¡Jettatore!, primera entrega de una carrera teatral muy exitosa cuya máxima expresión fue Las de Barranco, Carrera que tronchó la muerte en 1913.
David Viñas le dedicó unas páginas a Laferrère en su Literatura y realidad política: lo sitúa como un clubman, deriva de la elite de los 80 pero que abandona los repliegues de la diplomacia y el “entre nos” de los versos susurrados en francés para dedicarse al comité político primero y luego, al teatro. No se sabe muy bien cómo se convirtió en comediógrafo, más allá de las anécdotas que recoge el siempre imprescindible libro de Vicente Martínez Cuitiño, El café de los inmortales. Lo cierto es que como señala Viñas, este hombre que “es a Quintana lo que Cané era a Roca”, ya tiene que “descender” del cielo de la élite y ponerse a competir. “Y el teatro no es complaciente. Por eso Laferrère es quien mejor marca la nueva connotación histórica de la oligarquía: despojarse de hieratismo, justificarse, ponerse a prueba y verificarse frente a los escritores de la clase en ascenso y a los actores provenientes del mismo grupo social (los Podestá, Casaux, Battaglia, Alippi y demás). `Dramaturgo orquídea’ que paga para que lo estrenen o que no cobra sus derechos de autor, sino que los cede a los actores más necesitados. Laferrère aún puede cultivar ese ademán, esa peculiar generosidad es una marca residual de su clase”.
Es que el teatro y su anillo de autores, actores, cafés y redacciones viene a ser el primer gran ensayo de una cultura de masas que en décadas posteriores pondrá a prueba a todos los artistas, escritores y productores de cultura que venían de arriba y del medio (muy eventualmente de abajo) de la sociedad, siendo paradigmático el caso de un hombre de temperamento en la antípoda de Laferrère, el sombrío Benito Lynch, que no iba a los estrenos de teatro o cine que asiduamente se harían de sus cuentos –muchos de ellos guionados como obras de teatro– y novelas.
Otros aspectos de Laferrère subrayan una personalidad absolutamente adaptable a ese mundo de la naciente sociedad del espectáculo. Cultivaba el gusto por las máscaras y el disfraz, le encantaba hacer bromas que ponían en suspenso a la alta sociedad porteña. Por ejemplo, según cuenta Martínez Cuitiño, inventó un personaje, don Abel Stewart Escalada, del que todos hablaban y al que nadie conocía, pero pronto cobró vida propia. Laferrère se alarmó cuando alguien le dijo que no había concurrido a una cita con él porque había estado en una reunión familiar con Stewart. Entonces, el gran bromista decidió matar a su creación en un duelo donde el personaje fue encarnado por el actor y galán Francisco Ducasse.
Esos juegos y ardides de la fantasía, esos pases de magia, ese gusto por el disfraz y seguramente algo de spleen y de ganas de no asfixiarse entre bacanes, llevaron a Gregorio de Laferrère a convertirse en un autor sin grandes pretensiones, un comediante y costumbrista nato, una personalidad casi todo lo contrario a la jettatura con la que inició su breve y feliz carrera.
¿Una contrafigura del gran Florencio Sánchez, anarquista y malogrado, áspero y turbulento? Puede ser. Contracaras políticas y espirituales, igualmente pertenecieron a una época de oro del teatro, cuando el público podía tener la potestad de chiflar al autor aunque éste fuera un señorón de club social y Círculo de Armas.
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