CINE > LUJÁN LOIOCO
En su ópera prima, La niña de tacones amarillos –que debutó en Bafici y ahora llega al circuito comercial– la joven directora Luján Loioco pone en primer plano la mutación física, psicológica y emocional de su protagonista, Isabel, una chica del noroeste argentino que entra en la adolescencia. ése es el centro de todos los conflictos: una chica que descubre la mirada machista y el poder (a veces falso) que su cuerpo tiene sobre el otro. Todo rodado en un pueblo chico de Jujuy, ahí donde aún chocan las culturas, donde hay roces entre lo tradicional, el boom del turismo, las convenciones opresivas de los adultos y el mundo privado de las chicas.
› Por Diego Brodersen
La niña corre por las calles polvorientas de su pueblo, un pueblo parecido a tantos otros en el noreste argentino, con su iglesia rústica de paredes blancas, su plaza central y ese aire a siesta que interrumpe cualquier actividad a la hora en la que el sol pisa fuerte desde el cenit. Corre y se cae de culo, se levanta y sigue corriendo. Es una niña como cualquier otra de su edad: catorce, quince años, todavía atada a ciertos juegos que vienen de algún tiempo atrás, de una infancia que comienza a alejarse. Sigue corriendo y llega a la plaza, donde hay música y empanadas y alegría. Y baila, baila en ronda con sus compañeros de colegio, pero rápidamente se suelta y gira y mueve sus pelos negros y sacude las manos sola, mientras algunos chicos y hombres, lugareños y extranjeros, la miran detenidamente, como nunca antes la habían mirado. La cámara la sigue mientras rota y avanza, retrocede con ella, pero le dedica planos fijos a esas miradas, algunas intensas hasta el desprejuicio, otras un tanto avergonzadas de su vehemencia. Isabel es una niña, pero está comenzando a dejar de serlo: su rostro ya no convoca necesariamente la candidez, sus piernas no parecen estar allí, a la vista de todos, solamente para sostener el resto de su cuerpo, sus pechos han adquirido una nueva forma. La ópera prima de Luján Loioco, que tuvo su estreno mundial hace exactamente un año en el Bafici y en un par de semanas llegará comercialmente a las salas porteñas, hace de la mutación física, psicológica y emocional de su protagonista, Isabel, el centro de irradiación de todos los conflictos. Isabel y los hombres, entonces.
Y hay muchos hombres en el pueblo, más que nunca. La economía del lugar necesita del turismo para hacer correr sangre nueva en sus venas y un hotel de cierta jerarquía está comenzando a construirse en una de sus fronteras geográficas. Ergo: hombres trabajando. Ingenieros, operarios, albañiles. Uno de ellos, Miguel, de tez bien blanca y clara descendencia europea, llegado como los otros de la capital, llama la atención de Isabel casi de inmediato. Lo ve todos los días, mientras acompaña a su madre a vender empanadas y pastelitos, una changa que el intendente del lugar le consiguió para ayudarla. El pueblo en la ficción no tiene nombre y su intendente no tendrá rostro, pero La niña de tacones amarillos fue rodada en Tumbaya, una pequeña villa de 500 habitantes en la provincia de Jujuy, a unos 50 kilómetros de San Salvador, ubicada al costado del mismo camino que lleva a las más explotadas turísticamente Purmamarca y Tilcara. Allí se mudó un equipo de veinte personas durante dos meses para el rodaje, pero la gestación del proyecto llevó un poco más de tiempo. “Desde la idea original hasta la escritura de la versión final del guión hay un proceso de casi diez años”, afirma Loioco, nacida en Buenos Aires hace treinta años, egresada de la Fuc, directora de un mediometraje anterior y ahora concentrada en el inminente lanzamiento de su ópera prima. “Estaba presente la imagen de una chica adolescente, en un pequeño pueblo, su vida cotidiana, sus rutinas. Una niña-mujer y su deseo de salir del lugar, de generar un vínculo con el afuera, con lo urbano. En simultáneo, se dio la posibilidad de hacer un viaje a Jujuy y una tarde, con un grupo con el que estábamos haciendo camping, vimos como un contingente de chicas de trece, catorce años entraba a la plaza de Humahuaca junto a su maestra y se ponía a bailar en la plaza. Hasta el día de hoy no sé si se trató de una rutina o una práctica para una celebración. Me sentí un poco invasora en el lugar y esa anécdota se fijó y creo que terminó catalizando una línea extra en la idea original: la llegada de alguien ajeno a ese espacio, con otras normas, otra escala social, otro concepto de lo femenino y lo masculino. La escritura del guión fue filtrando algunas cosas y creo que, finalmente, la historia es acerca de una chica que está creciendo, sobre su descubrimiento de la mirada machista y del poder (a veces falso) que su cuerpo tiene sobre el otro. Un choque cultural y un choque personal”.
DECIR QUE SI
El punto de vista de La niña de tacones amarillos es casi siempre el de Isabel, una de las virtudes evidentes de una película que intenta –y en gran medida logra– no cargar las tintas en preconceptos políticamente correctos ni, mucho menos, en una mirada moralista sobre el accionar de los personajes. La mejor amiga de Isabel, Sara, es además la hija del intendente; es ella la que le presta un nuevo esmalte de uñas o las pulseras de plástico multicolor que en la tienda del pueblo no se consiguen. Es claro que son muy amigas, íntimas, pero también –como suele ocurrir en esa edad donde el concepto de amistad adulta está todavía en gestación– no es difícil adivinar algún recelo, una o más pequeñas cuentas pendientes de un pasado necesariamente cercano en el tiempo. Se habla de hombres, sobre todo ahora que han llegado en cantidades industriales para erigir la obra, y de un posible viaje junto al padre de Sara a la ciudad. Isabel insiste mucho con ese tema, más que un deseo es una obsesión. Isabel conoce a Miguel y, en la escena inmediatamente posterior, en la habitación que comparte con su hermano menor, se mira largamente en el espejo, de frente y de perfil, soltándose el pelo, descubriendo sus hombros. Detrás de ella, un poster de Gloria, una cantante de cumbia encarnada gentilmente para la ocasión por Emme; de fondo, se escucha uno de sus temas, que reza “recuerdo el día que me miraste y dijiste que sí”. Será Isabel la que diga que sí con la mirada y con el cuerpo, poco antes de la primera en una serie de tres escenas de sexo que puntúan el relato. Suele decirse que en el cine nacional no abundan los buenos momentos “de cama” y, si esa afirmación llegara a ser cierta, los del film de Loioco encarnarían entonces una notable excepción. Escenas francas y realistas que no sólo no están jugadas al morbo o la simple titilación –mucho menos a la sordidez, que el contexto narrativo hubiera permitido y otras manos hubieran explotado–, sino que resultan esenciales en la historia: son las instancias que marcan más pronunciadamente los cambios en la relación de Isabel con el sexo opuesto y con su propio cuerpo.
No son pocos los cineastas que a lo largo de la historia han afirmado que uno de los elementos más importantes para el éxito artístico de una película es el casting. Luego de ver La niña de tacones amarillos resulta difícil imaginarla sin su protagonista, la actriz debutante Mercedes Burgo. En todo caso, la película sería otra, distinta. “Mercedes es salteña, pero vive en Buenos Aires desde hace dos años. La conocí a través de mi asistente de dirección, que también es de Salta, antes de comenzar un proceso de casting en San Salvador de Jujuy. Luego de ver a unas cincuenta chicas y, a pesar de tener algunas dudas o prejuicios (pensaba que era mejor encontrar a alguien que no hubiera salido de la provincia), resultó ser la mejor de las elecciones. Mercedes es extremadamente dúctil y, a pesar de tener cierto entrenamiento actoral, no ha adquirido ninguna clase de vicios. Es como un lienzo en blanco al cual se puede ir moldeando; al mismo tiempo, aportó mucho a su personaje desde su propia experiencia. Obviamente es mayor que el personaje de Isabel: tenía veintiún años durante el rodaje. Más allá de que era obligatorio desde lo legal, por las escenas de sexo y desnudez en las que tenía que participar, era importante que ella ya hubiera transitado la adolescencia, para poder hablar con ella de su personaje desde un vínculo de pares, para que comprendiera cabalmente lo que se estaba contando”. El encargado de interpretar al joven citadino es Manuel Vignau, un actor bastante experimentado (protagonista de Plan B y Hawaii, ambas de Marco Berger) que “hizo que el rodaje fuera mucho más sencillo. Aportó una contención que era esencial para que Mercedes pudiera dar lo mejor de sí misma para crear su personaje”.
LLEGAR A SER MUJER
El cine argentino de los últimos tres lustros ha sido prolífico en relatos de iniciación o crecimiento, en pinturas del paso de la infancia a la pubertad o de allí a la adultez (eso que los angloparlantes llaman escuetamente coming of age), pero La niña de tacones amarillos no es exactamente eso. Allí están, por supuesto, algunos de sus indicios: la crecientemente conflictiva relación de Isabel con su madre, la rebeldía frente a las imposiciones de quienes la rodean, la posible ruptura de la amistad con Sara ante el avance de las nuevas emociones. Al mismo tiempo: la llegada de los extranjeros, la construcción de ese edificio que convoca tanto el deseo y la necesidad como el miedo a la pérdida de la identidad, y la cada vez más confusa noción de quién está utilizando a quien. Miguel desea a Isabel y ¿la usa?; Isabel desea a Miguel y ¿lo usa?; la madre de Isabel ¿usa? la amistad de esta última con la hija del intendente para conseguir un trabajo; Isabel no desea a su compañero de escuela y definitivamente lo usa para hacerse de esos zapatos amarillos de taco alto citados por el título del film. Nuevamente, Loioco no juzga a ningún personaje, mucho menos a su heroína. Le escapa a cualquier atisbo de cristalización de los personajes en un estereotipo, más allá de los rasgos superficiales presentes en algunos de sus actos. En un momento puntual del relato, la realizadora se le anima al suspenso, juega con la idea de la catástrofe y, mediante una precisa elipsis, elimina de cuajo la posibilidad del sensacionalismo.
Alguna mirada radicalizada, pseudo feminista (uno de esos puntos de vista que hacen de cualquier corrimiento milimétrico del núcleo dogmático una traición a la causa), podría acusar a Loioco y a su película de no victimizar a Isabel, de no transformarla en la mártir impoluta de un sistema que sostiene y reproduce la coerción y la violencia hacia las mujeres. “Cuando empecé a escribir el guión conocía bien la sensación de lo que quería transmitir y no quería un cuento moralista. Uno tiene sus virtudes y miserias, aparecen en lo cotidiano. Isabel tiene sus miserias y están en evidencia: la competencia, su interpretación del poder. El primer encuentro con esas miradas masculinas la pone en una disyuntiva: cubrirse y someterse, hacerse más sumisa, u obtener algo a partir de eso. La lectura que hago tiene que ver con el hecho de que su mejor amiga tiene un padre proveedor, pero ella tiene poder en su belleza. Muchas veces, los discursos sobre género que se escuchan están un poco vacíos. Creo que lo que se busca es una idea de igualdad social, un cambio estructural que, como grupo humano, nos ayudaría mucho. La libertad de la mujer para poder ser. Frente a un condicionamiento tan grande, existe la idea de que la mujer debe ocupar tal o cual lugar. Durante la pubertad o la adolescencia, usualmente se juega el juego de la sumisión, de ser calladita, o bien ir hacia la rebeldía y la prepotencia. Ni una cosa ni la otra: eso es simplemente la respuesta a un condicionamiento externo. Y es muy violento. La primera vez que te tocan el culo en un colectivo no lo entendés, pero después reflexionás sobre cómo la sociedad te obliga a que tengas una conciencia de lo que tu cuerpo o actitud provoca en los demás. Y todo el círculo más interno –tu mamá, tu abuela, tu tía– te hablan de la pollera, del maquillaje, de esto, de aquello. Son hachazos en la cabeza que te van limitando. Y el patriarcado no es sólo cuestión de hombres: el machismo es ejercido también por las mujeres. Hay una cosa de adoctrinamiento muy fuerte”.
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