Dom 20.03.2016
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ICONOS > LA MUJER MARAVILLA

DIANA, LA PRINCESA

La creó, inspirado en sus parejas, uno de los primeros psicólogos experimentales estadounidenses y abierto defensor de la causa feminista: William Moulton Marston. En sus inicios, la amazona y luego superheroína conocida como La Mujer Maravilla fue un emblema de la liberación femenina, pero con el conservadurismo de posguerra cayó en desgracia –dentro y fuera de DC Cómics–, en los 60 y 70 quedó atrapada en las turbulencias del movimiento mientras se hacía famosa en televisión gracias a Lynda Carter y ahora llega al cine, primero en el tanque Batman vs. Superman, que se estrena la semana que viene, y después con un tardío protagónico en 2017. Pero su verdadera historia la rescata un libro aún inédito en castellano, The Secret History of Wonder Woman, de la historiadora Jill Lepore, una investigación apasionante que muestra cómo la autoexiliada amazona es el eslabón perdido de una lucha que se remonta a las campañas sufragistas de 1910 y termina en las discusiones teóricas del fin del siglo XX.

› Por Ana Fornaro

“¿Ven? Es fácil romper con las ataduras. Sólo tienen que saber que se puede”, le dice la Mujer Maravilla a un grupo de jovencitas que la celebran mientras se libera de cadenas a pura fuerza –bruta– interior. La escena, tan metafórica como explícita, forma parte de una viñeta de 1945. En ese entonces la amazona era una chica pin up de boca entreabierta desde donde afloraba, siempre, un discurso con bajada de línea. Sus historietas, que habían nacido en All Star Comics cuatro años antes, llevaban vendidos millones de ejemplares disputándole el primer puesto a Batman y a Superman, sus antecesores. Pero ella era mucho más que una superheroína: se había convertido en el emblema masivo de la lucha por los derechos de las mujeres. Su creador, William Moulton Marston, uno de los primeros psicólogos experimentales estadounidenses, abierto defensor de la causa feminista, inventor del detector de mentiras y escritor fracasado en busca de gloria lo había anunciado en una conferencia de prensa de 1937: “Las mujeres tomarán el control del país, políticamente y económicamente. La era de la Nueva Mujer ha llegado”. Viendo que la industria del cómic avanzaba a pasos agigantados y se instalaba en el centro de la cultura popular, este buscavidas ilustrado propuso un personaje de “propaganda psicológica feminista”. Que duró poco. Con la muerte de Marston en 1947 y el retroceso que significó la posguerra para la equidad de género, el personaje cayó en desgracia durante décadas, al punto que los guionistas la hicieron renunciar, literalmente, a sus poderes. En los años ’70, las nuevas feministas quisieron reivindicarla como símbolo pero la heroína quedó rehén de las batallas internas del movimiento y sólo alcanzó a ilustrar una portada de la revista Ms. A pesar de la popularidad que le dio la serie televisiva con Lynda Carter – que las feministas radicales rechazaron de plano- y algunos intentos posteriores para refundarla, el espíritu original de quien luchaba “por la paz, la democracia y los derechos de las mujeres” nunca volvió al ruedo. Pasaron tres décadas hasta el resurgimiento de un interés masivo por la Mujer Maravilla (aunque el cómic nunca dejó de imprimirse) y esta semana podremos verla como personaje secundario en Batman versus Superman, encarnada en la actriz israelí Gal Gadot, en lo que será adelanto de su primer protagónico, a estrenarse en 2017 de la mano de Patti Jenkins, realizadora y guionista de Monster, la biografía de la asesina serial Aileen Wournos que le ganó un Oscar a Charlize Theron. Todavía está por verse con qué tipo de heroína nos encontraremos pero, según lo que cuenta Jenkins, la amazona vuelve con más dignidad. A su vez, mientras se producían estas películas, se revelaban por primera vez los detalles de la creación del personaje. Tuvieron que morirse todas las personas implicadas para que la multipremiada historiadora Jill Lepore publicara The secret history of Wonder Woman (“La historia secreta de la Mujer Maravilla”, aún sin traducción al castellano), una investigación fascinante que muestra cómo la princesa Diana, autoexiliada de la Isla del Paraíso, es el eslabón perdido de una lucha que se remonta a las campañas sufragistas de 1910 y termina en las discusiones teóricas del fin de siglo XX. La historia de la Mujer Maravilla no puede explicarse sin la historia del feminismo estadounidense y cargó, al igual que éste, con la desmemoria. Pero a su vez lo excede. El personaje también es deudor de los cambios científicos, legales, culturales y políticos que marcaron a toda una sociedad, así como víctima de su doble moral. Marston, a diferencia de lo que siempre se pensó, no fue un cruzado solitario fanático del bondage. Tanto en la inspiración del personaje como en su delineamiento estuvieron involucradas varias mujeres: tres de ellas vivieron con él en una relación poliamorosa. Dos de ellas fueron las madres de sus cuatro hijos. Sólo una fue su esposa oficial. El resto se hacía pasar como “amigas viudas” que vivían en la misma casa. Todas eran militantes feministas. Y todas se llevaron a la tumba el secreto de familia, y con él el origen de la Mujer Maravilla.

TENERLO (CASI) TODO

Hace noventa años, la prensa estadounidense se hacía la misma pregunta que hoy sigue alimentando a los suplementos femeninos: “¿Pueden las mujeres triunfar en sus profesiones y además hacerse cargo del hogar?”. En esa época parecía que todo estaba cambiando, de verdad, para las mujeres en Estados Unidos. La lucha de setenta años del movimiento sufragista, que tuvo su auge con las tácticas radicales del Partido Nacional de Mujeres liderado por Alice Paul, había dado finalmente su fruto con la aprobación del voto femenino en 1920. El ingreso masivo al mercado laboral durante la Primera Guerra Mundial y las primeras egresadas universitarias fueron emancipando de forma diferente –de acuerdo a cada clase social– a toda una generación que conocía por primera vez el término “feminista”. Las ideas decimonónicas de una utopía matriarcal (retomadas por Feminismo de la Diferencia en los años ‘70) que reivindicaban lo que consideraban características propias al género (sensibilidad, generosidad, pacifismo) se mezclaban con discursos que ya no hablaban de “superioridad moral” sino que directamente reclamaban equidad. Pero tanto aquel feminismo utópico como el primer brazo político del movimiento compartían un mito fundante: las amazonas. La idea de una comunidad antigua de mujeres autosuficientes había sido dada como verdad por algunos antropólogos y alimentado la fantasía. En las primeras décadas del siglo XX circulaban poemas y novelas que recreaban aquel pasado glorioso y anunciaban un retorno a ese orden de cosas. En Herland (1915), de Charlotte Perkins Gilman, se habla de una isla donde viven solamente mujeres que practican la “maternidad voluntaria”. Al año siguiente de esa publicación, dos hermanas Margaret Sanger y Ethel Byrne, abrirían la primera clínica – prohibida— de control de la natalidad y liderarían una lucha por la contracepción que las llevó varias veces a la cárcel. Entre las nostálgicas de un matriarcado y admiradoras de Sanger se encontraba Elisabeth Holloway, una de las primeras privilegiadas en recibir formación académica. Holloway estudió filología clásica, era especialista en Safo y formó parte de los primeros congresos de mujeres durante su etapa universitaria. Amiga de la infancia de William Moulton Marston, heredero de un imperio textil fundido, se casó con él luego de que éste terminara la carrera de psicología en Harvard. Eran brillantes, se adoraban y estaban enamorados de la causa feminista. Marston se doctoró luego en Derecho pero seguiría obsesionado toda su vida con su estudio de las emociones femeninas y la experimentación en el campo de la psicología. Esto lo llevó a elaborar teorías sobre el placer del sometimiento y la dominación en la sexualidad (materializados en el bondage) y a inventar el primer detector de mentiras basado en los cambios de la presión sanguínea. A pesar de sus esfuerzos para usar su invento con testigos de juicios, un fallo de la Suprema Corte lo dejó fuera de juego (en la lista negra de lo que sería el FBI) y quedó relegado a dar clases en universidades de segunda categoría. Años después pudo vengarse creando a un personaje poseedor de un lazo de la verdad y hacerla experta en liberarse de sogas y cadenas.

Mientras su marido acumulaba fracasos, Holloway comenzaba a destacarse en el mundo editorial, siendo una de las responsables de la nueva Enciclopedia Británica. Ella llevaba el dinero a la casa, Marston llevaba a otras mujeres. Para la década del ‘30 la familia ya estaba agrandada. Al matrimonio, que ya había incorporado a la bibliotecaria Marjorie Wilkes Huntley, se le sumó Olivia Byrne, una ex alumna de Marston de 22 años que se transformó en su ayudante de investigación. Byrne tenía el pelo corto, usaba ropa masculina y unos brazaletes metálicos como los que usaría la Mujer Maravilla para frenar las balas. Byrne era, además, la hija de Ethel y la sobrina de Margaret Sanger, que a esa altura ya se había convertido en la feminista más famosa del mundo gracias a su campaña por la contracepción. Como Holloway trabajaba, pero también quería tener hijos, aceptó integrar a Byrne siempre y cuando ella se hiciera cargo de las tareas domésticas y la crianza de los niños. Juntas lograrían ser esa nueva mujer que pregonaba Sanger en Woman and the New Race.

Cuando la industria del cómic parecía imparable, el patriarca y genio desempleado decidió probar suerte como asesor psicológico (un trabajo que ya había ejercido en el mundo del cine, además del de guionista) para medir las reacciones de la audiencia. Se presentó a Detective Comics (el hogar de Superman y Batman, luego DC) y lo contrataron. Al poco tiempo había enloquecido a los directores con ideas sacadas de libros de Sanger, sus teorías sobre dominación y sumisión y las heroínas griegas de Holloway. Lo que necesitaban, a toda costa, era un personaje femenino como nunca se había creado antes. Una guerrera pacifista defensora de la causa feminista, una de esas mujeres que pueden triunfar en sus profesiones y tenerlo todo. Como sus esposas.

¡SUFRIENTE SAFO!

La princesa Diana, hija de Hipólita, reina de las amazonas de la Isla del Paraíso, abandonó la vida de esa comunidad de mujeres libres y poderosas para devolver a su país a Steve Trevor, un capitán estadounidense que se había accidentado en su isla y de quien se enamoró. Con la bendición de su madre y de sus hermanas voló en su avión invisible a Estados Unidos para luchar contra las fuerzas del Eje y propagar la buena nueva: la era de las mujeres emancipadas había llegado. Así presentó Marston –que firmaba sus guiones como Charles Moulton– a la Mujer Maravilla en el número 8 de All Star Comics, en 1941. En su segunda aparición, Princess Diana pasará a convertirse en Diana Prince, secretaria de Inteligencia del Ejército, su identidad secreta. La Mujer Maravilla lucha, sobre todo, contra los villanos de la Segunda Guerra Mundial, pero también tiene una agenda propia. Su némesis es Dr. Psycho, un profesor de psicología siniestro cuyo plan es devolver a las mujeres modernas a la época de la esclavitud. En su pelea contra los villanos patriarcales, la amazona suele evocar a sus deidades que, por supuesto, son mujeres. “¡Por Hera poderosa!” o “¡Sufriente Safo!”, exclama instalando a la poeta griega en su Parnaso personal. Pero la literatura se mezcla también con la realidad y Marston colocó a su amazona en medio de protestas sociales y causas políticas basadas en hechos reales como la huelga de trabajadoras de la textil Lawrence en 1912. Además, muchas de las historias del cómic suceden el Holliday College, una universidad para chicas fundada por la Mujer Maravilla inspirada en los institutos donde se educaron tanto Holloway como Byrne con anécdotas nacidas de sus vivencias. El discurso emancipador del cómic se vio reforzado con la sección “Mujeres Maravillas de la Historia”, cuatro páginas destinadas a contar las vidas de mujeres reales. “La campaña sufragista de 1948 a 1920 suele ser identificada como ‘la primera ola” del feminismo y el movimiento de liberación femenina de los años ’60 y ’70 como ‘la segunda ola’. Suele creerse en que en el medio las aguas estaban quietas. Pero hubo una gran agitación feminista en las década del ’40 en las páginas de La Mujer Maravilla”, dice Jill Lepore en The Secret History of Wonder Woman. Tanto es así que cuando la amazona alcanzó a Batman y a Superman en popularidad, Marston lanzó una encuesta a los lectores: “¿Debería la Mujer Maravilla integrar la Sociedad de la Justicia?” La respuesta fue, obviamente, que sí. Pero no todo sería tan fácil para la portavoz del feminismo. De hecho al guionista de la Liga de la Justicia, Gardner Fox, no le simpatizaba la superheroína que le impusieron desde Detective Comics y cuando Batman, Superman, Flash y Linterna Verde deciden ir a pelear contra las fuerzas del Eje, la Mujer Maravilla se quedó haciendo trabajo de secretaria en la sede del cuartel despidiéndolos con un “¡Cuídense chicos!”. Marston estaba furioso. Durante unos años la Mujer Maravilla estuvo desdoblada: guerrera y militante en su propio cómic, mecanógrafa de shortcito en la Liga de la Justicia. Esto sería una señal de lo que pasó después. Tras la muerte de su esposo en 1947, Holloway le escribió al editor de Detective Comics para ofrecerse como guionista (algo natural, ya que ella y Byrne colaboraron en gran parte de los episodios) pero la empresa no quiso saber nada. Una cosa era tener a una superheroína feminista, otra cosa era emplear a feministas de verdad. El reemplazo fue Robert Kanigher, un conocido misógino que refundó al personaje sacándole sus superpoderes para transformarla en Diana Prince, la dueña de una tienda de ropa que piensa solo en casarse con el capitán Trevor. La Mujer Maravilla, al igual que las mujeres de la posguerra, tardó demasiado en recuperarse de los años de oscurantismo. A esto se le agregó que Holloway y Byrne, quienes siguieron juntas el resto de sus vidas, se ocuparon de borrar, como sufrientes Safos, todas las pistas que vincularan su intimidad a la de esta supeheroína, que vuelve para reclamar su lugar en la historia.

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