Dom 27.03.2016
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TODOS LOS HERMOSOS CABALLOS

Un músico elige su tema favorito: Aquiles Cristiani y “La muerte del Ángel” de Astor Piazzola.

› Por Aquiles Cristiani

Si tengo que encontrar algo parecido al fanatismo en mí tendríamos que volver a 1995, año de nacimiento del primer grupo que formé. Me convocaron, es decir, no me acuerdo cómo empezó. Éramos cinco chicos y una chica y los seis leíamos partituras muy bien; en ese momento el más grande no llegaba a tener 18 años. El punto es que la cosa empezó a avanzar cada vez más rápido y de golpe Piazzolla, no sé por qué, se volvió nuestro plato fuerte. Más de la mitad del repertorio lo ocupaban sus canciones.

La foto sería la siguiente: quince años, zapatos negros, pantalón negro, camisa negra; un chico recibe un ticket a la libertad y el boletero es la música misma. Mis viejos por principio ya no podían cuestionar mis horarios: yo estaba trabajando, cobraba por tocar y para ganar mi plata tenía que ensayar. Así que muy temprano en mi vida empecé a llegar cada vez más tarde a mi casa. Cierto o no, todo se resolvía con dos palabras, “tengo ensayo”. Me acuerdo que a muchos de mis compañeros de colegio los veía aniñados, que para todo tenían que pedir permiso a los papis y ahí me daba cuenta del efecto que la música había provocado en mi vida. Quiero decir, para mí la libertad no era romper con una opresión sino algo mucho más romántico. Me gustaba estar solo en la ciudad, de noche, mirar una ventanita encendida en un edificio y dejar que mi cabeza volara.

Era realmente otro siglo, yo tocaba un instrumento cuyos primeros antecesores se remontan a los egipcios, el oboe. Y el tema que más me gustaba tocar era “La muerte del Ángel”.

A ver si puedo contar algo de esa música... Es un tema rápido, tiene un leitmotiv de dos notas cortas, secas, que se repiten, tac-tác, tac-tác, un sellado de ingreso, una aduana de ultratumba. Después el lacrado se derrite en varios ríos que conforman un delta espiralado. Es hermosa esa fuga, es como ver correr caballos alrededor tuyo mientras estás tocando. De golpe a esos caballos les dan dos fustazos (una síntesis del tac-tác inicial) y el Ángel toma las riendas de la tropilla. Esos golpes los generábamos tocando todos muy fuerte “cualquier nota”. Después, como tantas veces en Piazzolla el tema ralenta y se pone introspectivo, ahí entraba yo con mi solo.

Si había un boludo que caía en la gansada de la París que vive en Buenos Aires, ese también era yo. Por suerte nadie vino a pisotearme ese sueño, quizá la velocidad que exige tocar Piazzolla me tenía al día en varios tipos de reflejos. Tenía muchos amigos rockeros, y me encantaba el rock pero me acuerdo que lo sentía muerto (Cobain no le había dado muerte sino que lo había resucitado y nos había dejado zombies). Obviamente no se lo decía a mis amigos. Para ellos el tango estaba muerto y tampoco me lo decían. A los quince años yo era extremadamente sensible, me hacía unos banquetes con Severo Arcángelo y la verdad es que no encontraba puntos de identificación con la mitología-destroyer del rock. Me gustaba tocar cosas “frágiles y difíciles” y el grunge pisaba una Rat que distorsionaba cualquier tipo de sutileza. Después llegó OK Computer y me pacifiqué: si no existiera el tiempo todos nos creeríamos muertos, me decía...

Un día conseguimos el teléfono de Pablo Ziegler, el pianista de Piazzolla y aceptó venir a escucharnos a un ensayo, a darnos una mano. Imagínense a seis nerds estudiando la parte en casa durante horas para no quedar en ridículo. Yo lo viví –antes de la visita de Pablo– como un examen, en el fondo me parecía más que obvio que tocábamos pésimo en comparación a la grabación del concierto de Viena.

Ese disco, de tapa violeta, un disco en vivo, fue y será mi preferido de todo lo que escuché grabado de Piazzolla. En ese disco toca Ziegler y la rompe, todos la rompen.

Me acuerdo que el tipo entró, dijo hola y se quedó parado junto a la puerta. Empezamos a tocar de inmediato. Terminamos y noté que Pablo estaba relajado, contento. Claro, recién ahora entiendo que éramos pibes que ni siquiera habían terminado el colegio. Sí, estaba contento. La “situación de examen” había sido sólo una fantasía mía, nada más que un pensamiento. Pablo le dijo al pianista que le quería mostrar una cosa de la mano izquierda y se sentó en el taburete. No quiso retomar el tema desde el principio sino desde el solo donde entraba yo. Contó cuatro y toqué el solo con él. Después se dio vuelta y me empezó a contar cómo tocaba Astor esa melodía, cómo frenaba (aflojaba las riendas) y comenzaba a tomar velocidad. Los aspectos técnicos de la interpretación los escuché como una voz soterrada. Piazzolla había muerto hacía poco. Pablo lo conservaba vivo en sus palabras todavía. No sé, para empezar ya no era Piazzolla sino Astor. Mientras me hablaba yo no sabía si iba a tocar la puerta y entrar con el bandoneón, o con un paquete de bizcochitos y ganas de tomar mate. Volvimos a tocar el solo y mientras duró viví un fenómeno fanático. Yo era él. O algo de su cuerpo estaba en mí, y él necesitaba de mis pulmones para respirar en el sonido.

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