› Por Angel Berlanga
La primera dama le da un último toque de ajuste al nudo de la corbata del Presidente. Lo hace con las dos manos; con una de ellas sostiene, a la vez una cartera chiquita. Quiere dar la impresión de ser una imagen en el borde de lo íntimo: se los ve solos y sonrientes, vacía e impoluta la perspectiva de la morada que comparten, a punto de aparecer en público. Se trata de la foto que, cuando la visita de Obama y la noche de gala, Mauricio Macri puso en su portada de Facebook: allí está junto a su esposa, Juliana Awada. Es una copia de un fotograma de promoción de la tercera temporada de House of cards, en la que se ve en ese trance corbatero a Frank Underwood y a su esposa Claire Meacham, pareja presidencial norteamericana en la ficción. Los muchachos de imagen del gobierno ya han copiado (¿homenajeado, caricaturizado?) otras fotos que buscan emparentar a la pareja presidencial y a su pequeña hija con John Fitzgerald Kennedy, Jacqueline Onassis e hijos. Es un norte. El rasgo vernáculo original está dado por el perro Balcarce en el sillón de Rivadavia. Como eslabón intermedio, acaso, las performances de la ministra de Seguridad Patricia Bullrich, que sonríe feliz mientras posa al lado del famoso auto blindado que trajo Obama para moverse por aquí, o se muestra por las provincias con distintas colecciones de uniformes militares.
“Que pinta!!!”, anotó Rolo al pie de la foto corbatera de Macri-Awada. Rolo (llamémosle así) fue compañero de secundaria: el largo brazo de Facebook nos hizo “amigos”. Es uno de esos fans que escriben todo en mayúscula, con mucho signo de admiración, mucha puteada y escatología, esto de kakay kuka y choriplanero. Rolo se come completo el bigmac Lanata, Wiñazki, Carrió con un poco de Majul, y postea cosas del Seprin mientras exige que nos informemos. Más allá del ¡son todos ñoquis!, algo debe haberle incidido la ola de despidos, porque cada tanto reproduce algún aviso que ofrece empleo. Escribe con amor de sus hijos, de su familia, y pone canciones, paisajes, frases de póster. Fanático de Boca: acá también se le sale la cadena. Para hablar de Macri, ha escrito, hay que lavarse la boca y el culo: ¿misterio? No, es para cuando esté en cana el que se atreva a calumniarlo. Le tiene una fe ciega, al igual que otros y otras compañeros de aquellos cursos. Pero sobre todo odian a Cristina Fernández. Cuando la curiosidad o la historia en común pierde ante la repulsión me tiento con perderle la pista, pero ahí sigue. A veces sube noticias y fotos del pueblo. Del colegio, o de cuando jugábamos al rugby.
A fines de los ’70, comienzos de los ’80, a la salida del industrial, empezamos a entrenar: hasta ese momento no se había jugado al rugby en Santa Teresita. Éramos bastante toscos y me parece que intentábamos, en general, llamar la atención de las chicas. Al principio todos los partidos eran contra Los Búhos, el equipo de Mar de Ajó. Y una vez al año veníamos a Buenos Aires, a jugar intercolegiales. Era maravilloso. Cada vez que huelo pasto recién cortado viajo hasta allá. Enfrente estaban los colegios de alcurnia: St. Leonard’s, St. John’s, Cardenal Newman (Macri es un Newmanboy). ¿Eran nuestro norte? Los dos primeros años perdimos por paliza: fuimos compañeros, con Rolo, en uno de esos torneos. En el tercero nos empecinamos y entrenamos muy duro: nada nos entusiasmaba más. La cosa fue distinta, porque ya de arranque le ganamos con claridad y por mucho a St. Leonard’s. Terminamos campeones. Hay cuatro o cinco fotos de eso y son todas malas, aparecemos diminutos o borrosos. El rollo era de doce y el fotógrafo fue el Choclo González, un segunda línea al que este verano reencontré atendiendo el bowling: se había ido a España con la crisis del 2001 y no volvió en un gran momento. Me digo, a la vez, que tengo que escribir sobre esto, y que es mejor no haberlo hecho antes. Intenté más tarde jugar en algunos clubes de Buenos Aires pero no hubo caso: no aguanté en ningún equipo. O me hicieron saber que no me aguantaban.
Los equipos que posan en ambientes naturales. La alegría del ministro Prat-Gay ante los buitres. El campechanismo tan espontáneo del Presidente junto a personas comunes en sus casas o sus trabajos, esas producciones. Las veladas paquetas de Mirtha. Fotos de estos días, un recorte interesado. Las imágenes aéreas de los edificios de Panamá, sus certificaciones de certeza. Las balas de goma marcadas en la piel. La detención patotera de Milagro Sala. Las colas para acceder a las tarifas sociales. Los viejos reclamando por PAMI en los mostradores de las farmacias. Los centenares de despedidos agolpados ante las puertas de sus ya antiguos trabajos: estas son muchas, porque los despidos son a esta altura 130.000, y van con el epígrafe “la grasa militante”. Frank Underwood, que es manipulador, traidor, asesino y así siguiendo, cuando era senador solía ir a comer unas costillas de cerdo a un bodegón de suburbio a cargo de Freddie, un negro grandote. Con el correr de las temporadas Underwood llega a la presidencia y le consigue a Freddie un puesto de jardinero en la Casa Blanca. En uno de los últimos capítulos el Presidente anda un poco de bajón, distanciado de la primera dama, sin poder sincerarse demasiado con nadie, así que busca confiarse otra vez a Freddie, tener su opinión, su escucha. Pero el negro, que lo fue calibrando con el correr de los días, se indigna con la careteada. Se enfurece, le revolea el uniforme, renuncia. Y lo manda a la mierda. Es una escena memorable.
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