PLáSTICA > VERóNICA MADANES Y AGUSTINA WOODGATE
En dos galerías de La Boca, muy cercanas una de otra, se presentan muestras de dos artistas contemporáneas argentinas, Verónica Madanes y Agustina Woodgate que, juntas, forman una especie de mapa y de recorte generacional de las búsquedas del presente. Cuestiones políticas como el problema del agua –su escasez, su derroche– y temáticas relacionadas con la economía del arte y la ansiedad que suscitan los mercados de trabajo artístico resultan dos caras reflexivas de una misma moneda.
› Por Claudio Iglesias
Verónica Madanes y Agustina Woodgate, de tan distintas, son dos artistas imponderables, y podrían no haber sabido nunca la una de la otra en el enorme cluster de galerías e instituciones del arte contemporáneo mundial. Pero dos espacios de La Boca las alinearon: Isla Flotante y Barro, respectivamente. Las dos muestras juntas, a pocas cuadras una de la otra, forman un paseo y presentan dos cortes generacionales, geográficos y temáticos de la mente y las preocupaciones de los artistas del presente. Woodgate es argentina pero vive en Miami hace muchos años y está avanzada en una carrera internacional con base en su país de adopción. Madanes es veinteañera y vecina de nuestra ciudad: recién está dando sus primeros pasos rápidos en la escena porteña.
¿Qué podríamos esperar en una sala de decenas de metros cuadrados en La Boca si no un ensortijado conjunto de bebederos con detalles piramidales? Son formas inspiradas en el Palacio de las Aguas, el conocido edificio de Córdoba y Junín que hoy se emplea malamente para tareas administrativas. Woodgate, cuyo trabajo tiene una faceta relacionada con el agua y sus problemas, instaló el sistema de bebedores que parece una miniatura en el centro de la galería, por proporción con el espacio de Barro. Sin embargo, aunque se vean pequeños, el esfuerzo de producción debió ser importante: no es poca cosa instalar de la nada unos bebederos de los que efectivamente corre agua filtrada a través de caños que surcan el piso de la galería.
Madanes no apeló a esas industrias subsidiarias de la plomería y el mobiliario público, sino a un tendido de columnas de yeso que ella misma volcó en el piso de cemento alisado de Isla Flotante, a la manera de pedestales unidos a bloques ortogonales de resina que tienen en su interior un pincel. La obra es de una desprolijidad mayestática: las columnas están torcidas, los ladrillos de resina transparente caen fuera de proporción, malamente acomodados. Los pinceles tienen escrito el título de la obra: “El virtuosismo me deprime”.
Woodgate acompañó la pieza de los bebederos con un conjunto de textos sobre la situación política del agua y sobre el agua como disparador poético. Madanes, en cambio, le dio a su muestra una temática relacionada con la economía del arte y la ansiedad que suscitan los mercados de trabajo artístico. Un grupo de collages, en la pared del fondo de la galería, recupera información relacionada con la cantidad de ferias en el mundo y otros detalles del mundo del arte como sistema productivo.
Para Woodgate, el arte es fundamentalmente cuestión de producción y de discurso, de tener garra y un “tema de investigación” que defina cada proyecto. Madanes le da un rodeo a esta circunstancia para mostrar la superposición de la garra laburante y los proyectos de cientos de miles de personas atiborradas de temas de investigación, sponsors, viajes y becas en el mundo entero: eso que se conoce tan bien como el sistema del arte contemporáneo. Su crítica sin embargo tiene algo de fascinación: lejos de la actitud monástica y sermoneadora de artistas como Michael Asher y más cerca de los pregoneros locales de la crítica institucional de solución conceptista, como Alicia Herrero y Emiliano Miliyo, Madanes parece denunciar una situación que al mismo tiempo la seduce. El ánimo serio de mostrar las condiciones de trabajo de los artistas se esfuma ante la ensoñación de unas columnas muy mal volcadas en yeso que guardan los rastros de los rollos de cartón que las contuvieron al secar. La sensación que queda es la de un lujo barato, un esplendor falso.
En una muestra con muy poco texto, los títulos ayudan a poner énfasis en la cuestión cansina del arte como mercancía y del ambiente del arte como esfera profesional: 0.000.000 es el título de la pequeña pintura que ocupa un cuarto separado en el paralelepípedo ortogonal y ruinoso de Isla Flotante, con su textura de paredes restauradas y otras sin restaurar que se parece a un avance indeciso, entre la cultura expositiva de barrio propia de un proyecto de artistas jóvenes y la aspiración a la prolijidad y el convencionalismo típico de cualquier galería.
En Barro, en cambio, la prolijidad y la escala sobresalen. Las dos galerías de La Boca se complementan; sus muestras son las dos caras de un mismo intríngulis. El trabajo de Madanes es incipiente, ambiguo y también dulce en su manera de manifestar la urgencia y el stress del artista como profesional: justamente eso, el stress, es lo que más sobresale en la muestra de Woodgate, cuya investigación es una maraña de asuntos incomprensibles, relacionados con el recurso del agua y sus empleos corporativos. El tema se agota en sus encarnaciones públicas y el artista puede solamente testimoniar estos procesos sociales inimaginables (las guerras por el agua, muchas de ellas todavía futuras) e ilustrarlos con un complejo repertorio de bebederos públicos en una galería de arte.
Woodgate desarrolló casi toda su carrera en Estados Unidos. Su trabajo es enorme en escala y en ambición. Su lugar habitual es el espacio público. Larguísimas rayuelas en Tel Aviv o Miami; un programa de radio de 24 horas de duración son algunas de sus proezas. Común y corriente, la muestra curada por Natalia Zuluaga para Barro, las emprende contra la historia del Palacio de las Aguas y ofrece al público un oasis de vacío semántico en el barrio de La Boca. Más que al agua, a las rayuelas o a las alfombras, Woodgate parece referirse en su trabajo a la disociación psicológica como fundamento del arte contemporáneo. En una de las paredes de la galería pintadas del matiz de verde que se utiliza en efectos especiales, vemos en un video una boca suelta, separada de cualquier cuerpo. Hay un sonido de agua, que la artista fabrica con su propia boca, permitiéndose un chiste con el emplazamiento de la galería. El verde y los efectos especiales bucales vuelven contingente al contenido de la muestra: las referencias estilísticas tenues que pueden encontrarse en los bebederos tienen algo de arquitectura de cadena de hotel. Fragmentos literarios y textos sobre la privatización del agua pueden encontrarse en los pósters que acompañan la muestra, impresos en verde agua, y que más que hacer circular el sentido, lo obstaculizan, le ponen trabas. La dislocación conceptual no es necesariamente amiga de la ambigüedad: todo el contenido de la muestra, literal y al mismo tiempo flotante, parece estar desarraigado, disociado de su propio espacio.
Las pretensiones de Madanes son más sencillas y más abiertas que las de Woodgate. Su obsesión son los números: la cantidad de ferias y los precios de las obras en el mercado secundario. Su trabajo tiene algo intrigante: busca armar tramas, tejes, madejas de relaciones. Madanes también ostenta una inteligencia visual amplia y un permanente esfuerzo por actualizarse. En su página web, cuenta en inglés su breve biografía, realizada casi íntegramente en instituciones de Buenos Aires. Existe también una disociación entre los espacios en los que circula su trabajo y la necesidad de presentar su obra para un público distante y ajeno. El viejo problema de los rockeros, sobre si valía o no la pena grabar canciones en inglés, vuelve ahora como dilema existencial de los artistas jóvenes de casi todo el mundo. En el fondo del dilema, no hay más que una relación conflictiva con la industria, y la comprobación de una diferencia angustiante entre la realidad y las expectativas vocacionales.
Como tantas pintoras hoy en día (Katie Hickman o Debora Delmar son dos buenos ejemplos del circuito internacional), Madanes necesita sobrecargarse de un tipo de erudición defensiva, sarcástica con respecto a su ambiente y empresarial en sus principios. Su personaje, ya reiterativo, es el del artista como empresario. Tanto Madanes como Hickman o Delmar están desplegando estos interrogantes sobre los hombros de una generación anterior que ya recurrió a la ironía como antídoto o barbitúrico para suavizar la alienación mental y económica del artista contemporáneo, enredado en relaciones de producción desesperantes: Merlin Carpenter, Adriana Lara o Bernadette Corporation son buenos ejemplos. Pero los artistas de la generación de Madanes, a diferencia de sus precursores, no adquirieron la ironía en espacios sociales desregulados (el bar, la discoteca y otras instituciones del arte de los noventa) sino que la aprendieron en la escuela de arte y son productos de ella. Por eso sus trabajos, incluso si los consideramos de lo más interesante en el arte joven actual, ostentan una ironía aprendida, que parece más un buscarse camino hacia el establecimiento profesional que un intento por escapar de él. Generalmente estos artistas jóvenes exhaustivamente irónicos orbitan en plataformas subsidiarias del segmento principal del mercado del arte: ferias paralelas que ocurren en concomitancia con las ferias principales como Art Basel Miami, o galerías jóvenes que acompañan o alternan con otras de mayor escala, proveyéndolas de material de recambio y proyección en un segmento diferente del mercado. Es difícil ironizar cuando uno no tiene el deseo de tomar distancia de algo, sino justamente el deseo opuesto de acercarse. Por eso es que el artista joven, irónico y aspiracional del presente tiene rasgos conflictivos, indecisos. La relación con el mercado, aunque se presente como crítica, es una relación investida libidinalmente y está mediada por el narcisismo. La muestra de Madanes incurre en un sinceramiento brutal de esta angustia ambigua frente al profesionalismo, y por eso es tan sugerente el título que decidió darle: Nuestra propia basura. Esa basura psicológica, emocional, no es otra cosa que el deseo, aunque superficialmente pueda presentarse como una denuncia o un señalamiento.
Común y corriente de Agustina Woodgate se puede visitar en Barro Arte Contemporáneo, Caboto 531, de lunes a viernes de 12 a 19 y sábados de 15 a 19. Nuestra propia basura de Verónica Madanes se puede visitar en Isla Flotante hasta el 30 de abril, Avda. Don Pedro de Mendoza 1561.
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