Dom 31.07.2016
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JOHN LYDON

SEÑOR PUNK

Aunque el punk ya es historia, cultura y arqueología musical, su espíritu es inextinguible. Y eso, en gran parte, tiene que ver con John Lydon, conocido como Johnny Rotten en su época de voz cantante de los Sex Pistols, una de las conciencias más lúcidas y críticas que tuvo el movimiento. Lydon ya se había encargado de contar su versión de la escena que conmovió a Inglaterra y luego a los Estados Unidos en su libro de 1993. Ahora, con La ira es energía: memorias sin censura (Malpaso) que se distribuye en Argentina estas semanas, vuelve para terminar de decir su verdad y, sobre todo, para pelearse con todas las opiniones distorsionadas de su propia biografía. Además, Lydon tocará en Buenos Aires el 11 de agosto con su banda PiL, para confirmar que hay vida después del punk y que hay punk a pesar del paso del tiempo.

› Por Mariana Enriquez

A los 60 años, John Lydon es una estrella de rock muy difícil de encasillar, incluso de describir. Aunque es una leyenda, claro: a los 19 años, con esa mirada de loco y toda su rabia de clase obrera en la voz fue el cantante de los Sex Pistols, la banda punk que cambiaría la cultura británica y extendería al movimiento entre la juventud mundial. Los Sex Pistols, un grupo extraordinario e incandescente, se extinguieron prontísimo, fueron un grito, un cúmulo de contradicciones y malentendidos, un signo de los tiempos, entre la publicidad, la autenticidad y la autodestrucción simbolizada en la triste y corta vida de Sid Vicious. Su importancia cultural no está en duda. Pero Rotten/Lydon viene peleando con cómo se cuenta la historia de los Pistols desde la separación, desde 1978, después de aquella famosa gira por Estados Unidos cuando, con su pelo naranja y la decepción marcada en la cara cantó “No Fun” de los Stooges, bajó el micrófono y dijo: “¿Algunas vez se sintieron estafados?”. Y después se volvió a Londres y a formar otro grupo extraordinario pero de muy bajo perfil, especialmente por aquí: Public Image Limited, PiL. Un grupo que demostró su amplitud musical, su inteligencia, su impecable gusto.

Lo que Lydon tenía para decir de los Sex Pistols quedó claro en su libro No Irish, No Blacks, No Dogs (1993): con su habitual sarcasmo y lucidez destroza a su manager Malcolm McLaren, explica los orígenes callejeros de la banda –siempre se irrita cuando se los considera como una especie de mercachifles: no lo fueron, en absoluto, pero esa idea se cimentó– y habla extensamente sobre Inglaterra, la política, el rascismo, el sexismo, poniendo en su lugar a los Pistols como un grupo nacido de la clase trabajadora, representante de una juventud abandonada y aplastada por los segmentos dominantes y furiosa ante la desigualdad que desembocaría en el thatcherismo.

En su nuevo libro, La ira es energía (Malpaso), que se edita en los próximos días en Argentina, Lydon vuelve sobre los Pistols pero brevemente (es una manera de decir: el libro tiene 600 páginas) pero sobre todo se ocupa de intentar derrumbar todos los preconceptos que se puedan tener sobre él. La narración de su infancia es peripatética, dickensiana: incluso explica su extraña postura física, “estilo Ricardo III” como secuelas de una meningitis que sufrió de niño y las numerosas punciones lumbares; una meningitis ocasionada por el contacto con las ratas en su barrio, el desolador Finsbury Park. El relato de adolescencia también es poderoso: confeso hincha del Arsenal y futbolero, Lydon hace un mapa del Londres de principios de los setenta que es una especie de visita guiada por la violencia urbana y el pobrerío, los inmigrantes que lo hicieron fan del reggaee y la música turca, los hooligans de quienes debía escapar, los pubs llenos de borrachos tristes y bestiales, las calles frías donde se compraba heroína y los boliches húmedos donde se escuchaba disco y glam rock. En ese Londres trabaja como albañil, crece junto a Sid Vicious, un fanático de Bowie que vivía con su madre heroinómana en un monoblock. Y en esa ciudad multicultural e intensa conoce a quienes serían los Pistols y a su manager, McLaren, una especie de Warhol sin talento, que oficia de svengali y villano, el hombre que no supo cómo lidiar con estos chicos talentosos y crudos.

De ahí, de los Pistols, Lydon pasa a contar la historia de su otra banda, PiL, y lo hace en detalle y con afecto, desde los días en Londres hasta la mudanza a Nueva York y después a Los Angeles. Este hombre, la quintaesencia del inglés-irlandés de clase trabajadora, ahora es ciudadano norteamericano y vive a orillas del mar en California, aunque mantiene una residencia en Inglaterra. Este trayecto vital está contado en detalle al tiempo que Rotten rezonga por cada tabloide que lo insultó, por cada punk tardío que lo escupió, por cada fan violento que lo acusó de vendido, con evidente amargura de rencoroso. Al mismo tiempo, está gloriosamente orgulloso de sus grupos –de ambos– y de su vida familiar: su pareja es Nora Forster, madre de Ari Up, la cantante de The Slits, la legendaria banda punk integrada por chicas, y los hijos de Ari, que murió en 2010, fueron adoptados por Johnny y Nora. La familia más punk del planeta. También habla en extenso de sus gustos musicales y sus lecturas: de Ted Hughes y Oscar Wilde hasta T. Rex, Can, David Bowie y Captain Beefheart, pasando por Shakespeare y Robert Plant. Igual de intensos son sus disgustos: los hippies, los otros Pistols, la música digital pirateada, el racismo, la gentrificación de Londres, la prensa en general. Cuando parece que Rotten muestra su juego y se vuelve predecible, da un volantazo: por ejemplo, rechazó que los Pistols entraran al Rock & Roll Hall Of Fame (de hecho, no están ahí) y casi al mismo tiempo participó de reality shows y programas de TV con tiburones y chimpancés. Lo hace por la experiencia y por el dinero, reconoce: para poder usarlo en PiL, que ahora es una banda independiente con su propio sello. Nostálgico, corrosivo, insólitamente sentimental –los capítulos sobre la muerte de sus padres son conmovedores–, John Lydon es un talentoso difícil, que en cada página parece reclamar más afecto que reconocimiento y de repente pega un mordisco, desafiante como el primer día, una especie de maldito que parece amansado y se define como pacifista a rajatabla pero que, en el fondo, arde como cuando incendiaba su ciudad con esa voz burlona y apocalíptica y sus canciones agresivas, tan potentes que, cuando se usaron en la ceremonia de los Juegos Olímpicos de Londres hace cuatro años, algunos países las eliminaron de la transmisión. Es que basta hacer la prueba: todavía Never Mind The Bollocks suena inquietante, es el chirrido del fin del mundo. Y también PiL es una banda incómoda, inconformista e impredecible, como su intenso, inteligentísimo y provocador líder.

PIL, MAYO DE 1978: JAH WOBBLE, JIM WALKER, MARTIN LYDON, JOHN LYDON Y KEITH LEVENE, EN LA CASA DE LOS PADRES DE JOHN, EN FINSBURY PARK, LONDRES.

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