Domingo, 31 de julio de 2016 | Hoy
CINE > HOMELAND. IRAQ AñO CERO
Se estrena Homeland. Iraq año cero, el extraordinario documental de más de cinco horas del iraquí Abbas Fahdel, que da cuenta de Bagdad antes y después de la ocupación norteamericana. Terminarlo le llevó a Fahdel diez años: la muerte de su sobrino lo paralizó hasta que finalmente pudo enfrentarse, sin montajistas ni productores, a todo lo registrado con una pequeña cámara: un documento de la vida y la guerra, instantes irrecuperables y espontáneos, entre las ruinas y el increíble impulso de la supervivencia.
Por Fernando Krapp
“Por fortuna, los tiempos difíciles sólo le pertenecen a la Historia” dice un hombre mientras explica cómo su mujer, médica, ordeñaba una cabra en una terraza. Cuando fue avistada por un campesino del barrio, éste le dijo que no se preocupara; cuando ella volviera del hospital, tendría su jarra de leche. El relato del hombre a cámara tiene que ver con los tiempos posteriores a la Guerra del Golfo Pérsico, después de 1993 y el proceso de embargo militar que Iraq padeció durante años. “En esos tiempos nos ayudamos unos a otros”, dice el médico y vuelve a señalar a la calle: “ahí es donde vivía el campesino”. Sin embargo, Abbas Fahdel, director de Homeland. Iraq año cero, pone una placa gráfica: el hombre que cuenta la historia murió de un paro cardíaco pocos meses después de la ocupación norteamericana a Irak en el año 2003.
Con todos los personajes que sufren el mismo destino, Fahdel hace el mismo procedimiento: una abuela muere meses después de un paro cardíaco. Un cuñado muerto en un tiroteo. Y el caso más emblemático del documental, la muerte de su sobrino Hayder, que durante las cinco horas y media de película funciona como protagonista y al mismo tiempo espectador vívido, inteligente y empático de lo que pasa en su propia ciudad. Fahdel ubica su muerte al final, ocurrida con aterradora crudeza en fuera de campo, pero señala a los pocos minutos de empezar su filme que ese chico preadolescente, va a morir en un tiroteo cruzado. Durante toda la película sabemos que ese chico está muerto.
Es clara la intención: no hay dramatización, ni golpes de efecto estructurales o morales, tampoco hay spoilers ni nada por el estilo. De ahí la resignificación y la urgente necesidad de tomar a Rossellini en el título: no hay símbolo como en el suicidio del chico al final de Alemania Año Cero, sino una profunda y desconcertante conmoción al revelar los costados domésticos; la necesidad de avanzar con la propia vida mientras se asume con nostalgia una realidad determinada. La muerte de un chico es siempre el saldo de cualquier guerra, la marca trágica que arrastra toda la película: ver el testimonio de personas muertas, civiles atravesados por las arbitrariedades de una guerra, cuyas consecuencias atentan contra el denominado hombre común, víctima no solo de los misiles, las bombas, las balas perdidas, sino también de la confusión política de un régimen en salida, y del caos y de la prepotencia militar de un país marciano que con toda la impunidad del mundo decidió ocupar Irak tras los atentados a las Torres Gemelas del 2001.
La muerte de su sobrino impidió a Fahdel terminar su película durante muchos años. Después del funeral volvió a París, ciudad donde se había radicado para estudiar cine a los 18 años y que terminó adoptando como lugar de residencia final. Sin embargo, Irak es, como dijo él en varias entrevistas, su homeland, su tierra natal, en donde filmó sus primeras películas; un lugar al que vuelve una y otra vez, ya sea para buscar inspiración creativa, curar la nostalgia que siente por su tradición cultural milenaria o tratar de entender qué pasa a nivel social y político en esa porción de tierra. Finalmente, después de diez años, juntó el valor y la fuerza para visualizar todo aquel material y enfrentarse él solo, sin ayuda de un montajista o de un productor, a las horas y horas que había registrado durante 17 meses con una pequeña cámara minidv y un micrófono incrustado.
Había de todo: imágenes de su familia en la víspera de la ocupación, pequeñas viñetas de una clase media iraquí integrada por sunitas y chiítas, universitarios, estudiantes de tecnología y computación, chicos jugando en las calles a la pelota y hasta un casamiento. La estructura saltaba a la vista: las primeras dos horas y media fueron tituladas “Before the fall” (antes de la caída). Fahdel registra en clave doméstica los preparativos de su familia antes de la ocupación norteamericana. La mezcla de emociones entre la experiencia de la guerra anterior, las televisaciones de Saddam Hussein motivando a las tropas, la sensación social generalizada de pánico y al mismo tiempo una falsa calma. Las declaraciones cotidianas son terribles: las sobrinas de Fahdel juegan a inventar un barbijo por si los norteamericanos deciden usar bombas bacteriológicas, un profesor universitario tiene que trepar palmeras para conseguir alimento, y Hayder, su sobrino, pasa horas y horas bombeando agua de un pozo para abastecerse con agua potable cuando los cortes se produzcan. Fahdel no se priva de recorrer la ciudad y registrar charlas con viejos amigos y familiares, y opiniones cruzadas sobre la experiencia posterior a la guerra de 1993, cuando el fervor por el petróleo hizo volar a las mezquitas por el aire.
Fahdel volvió a París, y pocas semanas después de la ocupación norteamericana retornó a Bagdad para registrar lo que finalmente sería la segunda parte de su película: “After the battle” (después de la batalla). Las otras dos horas y cincuenta minutos muestran un territorio saturado de ruinas, arrasado por todo tipo de violencia mientras la clase media intenta continuar con su vida diaria y se organiza entre familiares y amigos para llevar a los chicos al colegio y no dejar a las mujeres solas en la calle, a merced de las pandillas y los rateros, y la impunidad de los soldados norteamericanos. “Esta es la nueva Iraq. Americanos por todos lados”, dice Ibrahim, el hermano de Fahdel, que durante la segunda parte maneja un auto y se convierte en un doble en pantalla del director, o como Fahdel lo llamó, en un “stalker” que puede acceder a las “zonas” más vulnerables. Ambos realizan entrevistas callejeras, espontáneas, a personas que se amontonan delante de su cámara para contar cómo perdieron sus casas por los bombardeos, para mostrar misiles que no estallaron y revelar las marcas que la guerra dejó en chicos de diez años mientras lloran por sus muertos sin sepultura; para registrar cómo es vivir los tiempos difíciles de la Historia.
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