› Por Mariano del Mazo
Hace unas semanas una nota en la sección Espectáculos del periódico chileno La Tercera provocó una atlántica ola de opiniones en las redes sociales y en algún diario. El título era rotundo: “Me verás caer: la crisis del rock argentino”. La nota –breve, epidérmica, apenas el señalamiento de una pérdida de mercados y de una incomprobable escasez creativa– fue la mecha de un debate criollo que, se ve, era y sigue siendo necesario para repensar algunas cuestiones. Músicos consagrados e indies, periodistas, productores y empresarios reflexionaron entre el dolor de ya no ser y la evidencia de una proteica escena independiente que se despliega cada noche en innumerables locales y en internet. La tensión –sino la contradicción– de las posiciones extremas habrá que buscarlas en el sitio desde donde se emiten las opiniones y en la más rancia cuestión etaria. Claramente no es lo mismo el pensamiento de un gerente de marketing de una empresa de celulares auspiciante de festivales que el propietario de un sótano con un escenario de 3 x 3 de Témperley, como no es lo mismo Tan Biónica que Darío Jalfin. No es lo mismo tener 40 años o más y trabajar en un medio periodístico en condiciones pauperizadas –y la rutina de escuchar una cantidad de música inusitada que circula por nuevas plataformas– que tener 20 años y hurgar la nocturnidad en busca de “la” banda y algunos besos. Como lo hicieron los jóvenes de ayer en el carnaval de un club perdido donde tocaba Almendra o más acá en el Parakultural o en Mediomundo Varieté.
Pipo Lernoud, una de las mentes más lúcidas de la fundación mítica del rock nacional –fundación básicamente poética, con elementos de la resistencia y del marketing, de la tradición y de la vanguardia– lo dice sin ambages: “El rock siempre hubo que salir a buscarlo. Nunca vino a tu sillón”. Aunque ahora es imposible que un pibe como Miguel Abuelo invente el nombre de su banda frente a las narices de un directivo de una multinacional y a las dos semanas esté grabando o que ocurra todo lo que pasó con el éxito instantáneo de “La balsa”, la situación es idéntica: al rock hay que buscarlo. Discos maravillosos, canónicos –pongamos Treinta minutos de vida, Artaud o Divididos por la felicidad– eran olímpicamente ignorados por los grandes medios.
Lo otro es chauvinismo puro, ombliguismo, la pretensión de creer que hay que ser campeón de América porque sí, la obsesión por las fotos viejas. Más que fotos, lo que se puede advertir es una película densa y si se quiere triste. Argentina casi no exporta rock como ya casi no exporta vacas, como ya no tiene una educación pública ejemplar. En la inocultable pérdida del mercado latinoamericano ganado a mitad de los ‘80 (¿habrá que destacar aquí la pericia y ambición de productores y empresarios que “tapizan sus sillones con la piel de los rockeros”?) resuena la queja tanguera de los años ‘60. Enmascarado en fundamentalismo ideológico (“estos pibes no hacen música argentina”), el tango resistía con dardos inflados de nacionalismo el corrimiento de las preferencias de los jóvenes hacía nuevas músicas, achicaba su actividad a la mínima expresión y lloraba por sus glorias muertas o marginadas. Así camuflaban una cuestión puramente económica. Los muchos programas de radios y al menos un par de ciclos en el horario prime time de la televisión no detuvieron su decadencia. Había cambiado lentamente el paradigma.
Ahora los paradigmas cambian vertiginosamente. Un vértigo insoportable para aquellos que vienen –venimos– del siglo pasado. El rock argentino parece condenado a ocupar el lugar del tango. Primero lo hizo desde lo estético, como una música urbana sofisticada, amplia y certera para definir su tiempo. Desde hace años le agregó aspectos de cierta ideología reaccionaria. Ni el tango ni el rock han sido ni son, digamos, de izquierda. Todos conservan lo que pueden conservar: una credibilidad a prueba de toda posibilidad de cambio, un circuito de festivales, un tic anacrónico de rebeldía. El Grandes Valores del Rock está ahí, también resistiendo. La escena independiente cada tanto rapiña un espacio, pero en general se mueve por otra colectora. Todo es rock, todos dicen que es rock. Nadie sabe bien de qué se trata, y tal vez no importe. A Piazzolla lo atacaban con un extraño dedo acusador: lo que él hacía “no era tango”, como si eso fuera una herejía o un problema. Dejar de hablar de rock para pensar en una música popular ancha puede ser liberador para zanjar el debate que disparó La Tercera. El que tenga ganas puede salir a buscar. El que no, que se abrace a su nostalgia. Aquí, en Chile, donde sea. No se trata de optimismo militante, pero siempre hubo vida en los bordes.
Mientras no llegue la camada o el movimiento que rompa con todo, más vale un Gabo Ferro en el Konex o El Mató en Niceto que Vilma Palma de exportación.
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