Dom 04.09.2016
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BRASIL, UNA BIOGRAFíA

MEU BRASIL BRASILEIRO

Una se hizo conocida por su biografía de Pedro II, segundo y último emperador de Brasil; la otra también dio que hablar por un original libro sobre las raíces históricas de Chico Buarque. Lo cierto es que, juntas, las historiadoras Lilia Moritz Schwarcz y Heloisa Murgel Starling construyeron el monumental y desmitificador Brasil, una biografía que ahora tiene su versión en castellano y donde las autoras recorren tres siglos de rebeliones y motines, ponen un fuerte énfasis en el modelo de esclavitud que inventaron los portugueses y que sería copiado por franceses e ingleses y por las plantaciones en los Estados Unidos. Destacan además la violencia extrema ejercida contra los negros hasta muy avanzado el siglo XIX y los vaivenes de un sistema político que a pesar de la modernización del Estado encabezada por el cuatro veces presidente Getulio Vargas, iría dejando la estabilidad política en manos de los pequeños y poderosos partidos de los caudillos locales, generando situaciones como la que hace pocos días llevó a la destitución de Dilma Rousseff. Un libro de historia tan ameno y llevadero como imprescindible para guiarse en los contrastes y misterios de un país profundo, monumental e inabarcable.

› Por Sergio Kiernan

Años noventa, los argentinos acostumbrándose al uno a uno, país caro, pero lleno de turistas. En la esquina de Florida y Córdoba, una pequeña multitud formaba un círculo absorto, silencioso. En el centro, sentado en un banquito, un chiquilín rubio maltocaba un acordeón gitano. A sus pies, una cajita de zapatos para la propina y adentro, sobre unas monedas, dormía un perrito diminuto. Decenas de personas escuchaban las escalas desordenadas que tocaba el pibe, evidentemente extranjero y bastante desconcertado, casi esperando que alguien gritara “corten” y la peli se acabara. Un matrimonio maduro, bien vestido, estaba viendo otra película. El hombre finalmente pudo sacarle los ojos al chico, miró a su mujer, y le dijo entre asombrado y encantado: ¿Viste? Acá hasta los mendigos son blancos...

El matrimonio era obviamente brasileño y víctima del extraño fenómeno que nos une y nos separa, el caso probablemente único de prejuicio positivo entre dos naciones. Los argentinos piensan que Brasil es una tierra de alegría, mulatas de ojos verdes, playas perfectas y cerveza helada, habitada por gentes que defienden lo suyo, industrializan su país y hasta tienen dictaduras militares más benignas que las nuestras. Los brasileños pisan Buenos Aires como la París de acá, literalmente, y sólo ven blancos bien vestidos que usan pullover y tienen taxistas que saben leer y hasta saben quién era Jorge Amado. En Argentina hasta se puede esquiar y, como sabe cualquiera, el frío civiliza.

Por supuesto, estas tonteras son un equivalente buena onda del racismo, donde se toma algo que sea cierto -la playa, el pulover- y se lo transforma en definición total del otro. Pero parece que sólo en cuestiones de fútbol los dos países se pueden ver en serio, medirse y conocerse. En cualquier otra cosa, hay una suerte de muro a la Trump que tapa la realidad.

Con lo que es una suerte la edición local de Brasil, una biografía, de dos grandes historiadoras de por allá. Lilia Moritz Schwarcz se hizo justamente famosa con su biografía de Pedro II, Las barbas del emperador, y es una especialista en el raro siglo 19 de su país. Heloisa Murgel Starling es docente e investigadora y se hizo conocida por un original libro sobre las raíces históricas de la obra de Chico Buarque. En esta biografía hay un objetivo para brasileños, el de pinchar el globo de que Brasil es una tierra blanca y pacífica, con lo que hay un tremendo énfasis en la esclavitud, en tres siglos de constantes rebeliones y motines, en datos como que Brasil importó diez veces más esclavos que Estados Unidos y que hoy es el segundo país africano del planeta: sólo Nigeria tiene más negros y mulatos. Para el lector argentino, es una ventana a un mundo peor que desconocido, un mundo que creemos conocer por ver la superficie. Esta biografía del Brasil permite entender por qué hay favelas, por qué un blanco es un dotor y por qué por allá resuelven sus crisis políticas con impeachments. Schwarcz y Starling son guías de confianza en este interesante berenjenal que arrancó hace algo más de cinco siglos.

DE QUILOMBO EN QUILOMBO

Pedro II

Hay dos asombros de cómo se cuenta la historia del Brasil, tan instalados que ni siquiera este irreverente libro los evita. Uno es hacer como que nunca existió una guerra entre nuestros países, borrando la batalla de Ituzaingó y la destrucción del primer Ejército Imperial en algún borroso párrafo sobre enfrentamientos en la Banda Oriental. El otro es hablar del Descubrimiento del Brasil, un acto separado al de 1492 en el que una escuadra portuguesa encontró una tierra nueva en 1500. Esta descoberta fue una simple excursión bahiana rumbo a lugares más importantes como las factorías en Angola y las inmensamente rentables colonias en India y los archipiélagos asiáticos, que eso de tomar islas no es un invento de ingleses.

Brasil quedó para 1511 y para un tipo de colonización radicalmente diferente al del resto del imperio porque ahí no había el interminable mercado indio o chino, no había especies valiosas como el oro, ni esclavos, ni marfil. Lo primero que encontraron los portugueses fueron plumas de coloridos maravillosos, indígenas bravos y un árbol que ya conocían. Ese árbol daba buena madera para muebles pero sobre todo daba una tintura púrpura que los romanos conocían y llamaban brasilia, el color de la brasa. Las primeras estaciones coloniales se concentraron en cortar y exportar el palo Brasil, con lo que el país formalmente bautizado como Tierra de la Vera Cruz, luego Colonia de la Santa Cruz y luego Tierra de los Papagayos se terminó ganando el de Tierra de los Brasiles. El primer barco que volvió a Lisboa a mostrar qué había en la nueva colonia estaba cargado de madera roja, papagayos, cuarenta indios y, curiosamente, gatos.

Para 1530 la colonia avanzaba y las costas estaban mapeadas. El país comienza a organizarse de una manera que tendría enormes consecuencias para el futuro, como una red de enormes haciendas aisladas entre sí, conectadas apenas con un puerto de mar, básicamente autónomas y autosuficientes. El país es tan enorme que a los portugueses les cuesta retenerlo: ya en 1555 los invaden los franceses, dispuestos a crear una Francia Antártica, y en el siguiente siglo y medio tratan repetidamente los ingleses, que al final se conforman con una Guayana, y los holandeses, que toman Recife y se instalan por varias décadas. Lo que hizo posible sostener el Brasil y financiarlo fue el azúcar, que los portugueses ya dominaban desde sus plantaciones en las islas africanas. El azúcar cambió el Brasil y fue el golpe final para los indígenas, ya diezmados por las enfermedades. El durísimo trabajo de los cañaverales mataba a los indios, con lo que los portugueses comenzaron a traer esclavos de África y comenzaron a exterminar a los indios, que ocupaban lugar y “no servían para nada”, como escribió un funcionario.

En medio de esta guerra contra los aborígenes, complementada por la constante guerra contra piratas e invasores europeos, las haciendas se transforman en verdaderos mini-estados soberanos. El rancherío original se transformó en grandes casas rodeadas de villas de esclavos, las senzalas, inmensos cañaverales, jardines formales, huertos y huertas, campos ganaderos. El hacendado es un señor feudal con cientos y cientos de dependientes, libres los menos y esclavizados los más, que exporta azúcar a Europa y aguardiente de caña al África para cambiarla, junto a barras de hierro, armas, telas, herramientas y por supuesto algo de azúcar, por más esclavos. Para fines del siglo XVI, el 25 por ciento de la inversión total de capital de la colonia se destinaba a comprar esclavos. Era mucho más barato traerlos que mantenerlos vivos, e infinitamente más barato que “criarlos”. Un esclavo que llegaba a los cuarenta años de edad era un prodigio de fortaleza física y salud, considerando que a partir de los ocho años de edad se lo ponía a cortar caña de sol a sol.

Algo que Schwarcz y Starling remarcan es que los portugueses prácticamente inventaron el modelo de la esclavitud en este hemisferio. Sus plantaciones fueron imitadas en Estados Unidos y en el Caribe, su sistema de compra de esclavos a los reyes africanos de la costa fue tomado por la fuerza o copiado por franceses, ingleses y holandeses, sus buques especializados fueron el modelo por tres siglos, pese al terrible sobrenombre de “tumberos”. También son los precursores de la extraordinaria violencia del sistema, que hace que cada hacienda tenga instrumentos de tortura, colectivamente llamados “quiebra-negros”, que la violencia verbal y física sea constante, como la violación y el simple sadismo. Cada ciudad o pueblo tenía en una plaza central una columna de piedra coronada por las armas reales y con aros de hierros empotrados. Era el pelourinho, el punto de la tortura pública de esclavos retobones o fugados, para ejemplo de los demás y para tranquilidad de los blancos. Los relatos de la época abundan en situaciones en las que una esposa blanca y celosa hace torturar a una esclava bonita simplemente porque el marido hacendado le echó el ojo. También se puede leer desde esa época el lenguaje del racismo y el desprecio que, como señalan las autoras con justicia, se puede escuchar en la boca de cualquier policía del Brasil de hoy. Sumado al hambre constante -los alimentos eran caros- no extraña que la tasa de suicidios entre los cautivos fuera extraordinaria.

La sociedad así creada se basaba no sólo en una explotación particularmente abierta y violenta, sino en un alto grado de control social. La mayoría de la población de la colonia era esclava, con picos del ochenta por ciento en lugares como Bahía. Apenas el uno por ciento de los negros era libre y tenían que portar siempre un papel que lo probara. Cualquier negro en un camino era un fugado hasta que demostrara lo contrario y si podía demostrarlo también, que siempre era rentable capturarlo y venderlo. Los esclavos se usaban como bestias en el campo, como sirvientes en la casa, como trabajadores en las ciudades, como vendedoras ambulantes y como putas en los puertos.

Por supuesto que no todos los africanos aceptaban como natural que un puñado de blancos los explotara y torturara, en parte por carácter personal y en parte porque pertenecían a naciones guerreras y, en muchos casos, eran de familia noble. El resultado era tanto la fuga constante -literalmente constante, hasta obsesionar a los portugueses- como las rebeliones sangrientas, explosiones de venganza, asesinatos y quemas de haciendas. Los fugados buscaban alguna tierra vacía y defendible, y creaban villas libres. Los portugueses les pusieron un nombre derivado de las lenguas de la costa de Benín, una palabrita que hizo carrera entre argentinos: lo que los negros libres fundaban eran quilombos. De esta situación surge la primera figura mítica de Brasil, cantada en tantos sambas y cantigas de carnaval. Zumbí fue líder del gran quilombo de Los Palmares, tan poblado y organizado que tomó varias expediciones militares para destruirlo.

Los negros no eran, sin embargo, la única preocupación de los portugueses, porque los propios blancos no paraban de rebelarse. El siglo XVII muestra una sucesión de alzamientos coloniales en Olinda, Sergipe, Marañón, Salvador, Minas Geraes, con picos de verdaderas guerras, como la de los rebeldes de Pernambuco de 1710. Estas explosiones ocurrían contra los interminables monopolios oficiales, gobernadores particularmente abusivos, los impuestos y la suba de las coimas para permitir el contrabando. También hubo decenas de motines populares contra la carestía o la falta de pan, un problema crónico en una colonia absolutamente dedicada al monocultivo de azúcar, tantas que hasta se creó una detallada escala legal para distinguir motín de alzamiento, rebelión de alzamiento, insurrección de sedición, con castigos que iban de azotes a la horca pública con desmembramiento a la Tupac Amaru.

LOS BRAGANZA

La primera bandera de Brasil, creada por el emperador Pedro I, con el verde los Braganza y el amarillo de los Habsburgo.

Este archipiélago de haciendas, pequeños pueblos, pocas ciudades, muy pocas escuelas y ninguna universidad tenía una excepción urbana, la ciudad de Ouro Preto, todavía una joya arquitectónica en Minas Geraes. Faltos del oro de México y la plata del Potosí, los portugueses se habían dedicado a la agricultura sin perder la esperanza de algún día encontrar algo más rápido y valioso. Ocurrió en el siglo XVIII, cuando en los valles fluviales al sur del pueblito de San Pablo aparecieron pepitas de oro. Fue una locura, la comarca se superpobló de aventureros, se ganó el extraño nombre de “Minas Generales” y se transformó en el único lugar de la colonia con edificios elegantes, de piedra, iglesias espectaculares y hasta artistas de genio como el Mestre Valentim y el tremendo Aleijadinho.

Pero Ouro Preto no era puerto, con lo que no fue protagonista de una de las historias más inesperadas de la historia del Brasil, la llegada de la familia real portuguesa en 1807. La culpa fue de Napoleón, que preparaba con su aliado español una invasión de la que los Braganza reinantes escaparon por cuestión de horas, cruzando el Atlántico con toda su flota y, por las dudas, una escolta inglesa. El rey Don Juan V trajo a sus hijos, a su esposa española, la corte entera, un pequeño ejército y una formidable biblioteca, buena parte de la cual sigue en Río de Janeiro. El destino final era nomás Río, una ciudad totalmente inapta para una corte imperial, con apenas un puñado de residencias presentables, ningún teatro, ninguna biblioteca, casi ninguna calle empedrada y un horizonte de chozas de barro y morros prístinos y verdes. Pese a sus falencias, Río se transformó en la única ciudad americana en ser capital de un imperio, una reversión de la condición colonial nunca repetida.

Los años siguientes cambiaron completamente el país. Portugal es parte del imperio francés, Brasil es tierra libre, puerto de la flota, acostumbrándose a que los decretos reales que se aplican en Goa y Macao, Angola y Mozambique lleven sello carioca. Por supuesto, a los portugueses no les hace ninguna gracia el cambio de eje y en el exacto momento en que el último francés sale de su país comienzan a reclamar a los gritos que vuelva Don Juan. Hay un solo problema, que al rey le encanta esta tierra “de palmeras, negros y monitos” y no muestra ningún apuro en volver a Europa. Pasan los años, Portugal es gobernado por una Asamblea casi democrática que hasta adopta la subversiva constitución de Cádiz y comienza a hablar de república, dar por perdida la colonia brasileña y quedarse con el resto. Es un momento delicado: si los Braganza se quedan, pierden Portugal; si se van, tal vez pierdan un Brasil ya agrandado.

La solución fue portuguesamente ambigua: el rey volvió con sus hijos menores, pero el príncipe Pedro se quedó, con la conveniente excusa de que su esposa Leopoldina estaba embarazada y no andaba para cruceros. Pedro no tenía la menor intención de dejar Brasil, con lo que los aprietes de la madre patria eran cada vez más duros: la Asamblea removía ministerios de Río a Lisboa, prohibía que la colonia acuñara moneda, le sacaba privilegios y la cargaba de impuestos. Finalmente, en la primavera de 1822, llega el apriete final: o Pedro vuelve a casa o pierde su condición de príncipe. Para que quede claro, la carta llega con un pequeño ejército que explícitamente se niega a jurar lealtad al monarca rebelde.

Las noticias le llegan a Pedro el 22 de septiembre en pleno campo paulista, a orillas de un arroyo llamado Ipiranga. Lo acompañan 30 soldados, un médico, su flamante amante y seis cortesanos, 38 personas ante las que lee el parte portugués y ante las que dice “no vuelvo”. Esto se recuerda como El Grito de Ipiranga y es la tranquila, pacífica independencia brasileña, decretada por un príncipe delante de nobles y soldados, sin que el pueblo tenga ni la función de telón de fondo. La consigna que surge es Independencia o Muerte pero la cosa nunca llega ni remotamente a eso: de vuelta en Rio, el príncipe es proclamado Emperador, crea la bandera con el verde de los Braganza y el amarillo de los Habsburgo, con la corona al centro, donde hoy está el globo azul, y comienza crear una nobleza local con títulos baronales de nombres guaraníes o tupí. El flamante monarca sabe que está al frente de la única nación americana que no es república y sabe también que este Brasil nuevo tiene fuertes tendencias centrífugas, con lo que puede ocurrir lo que ocurrió con los cuatro virreinatos españoles, que resultaron en catorce repúblicas. En esto, el proyecto imperial resultó un éxito.

De arranque, el emperador buscó apoyo, convocó a una elección y le pidió a sus cortes una constitución. Pero fue leerla, tirarla a la basura por poco absolutista y reemplazarla por una escrita por un reducido y controlado grupo de juristas. Los dos millones y medio de brasileños, la tercera parte esclava, iban a disfrutar del “poder moderador” del rey, que le daba derecho a vetar básicamente cualquier cosa. Tan así, que hasta se permitía generosamente votar a un 13 por ciento de la población, hombres blancos con ingresos “de clase media”. Sólo Pernambuco se alzó en armas y declaró la independencia como la Confederación del Ecuador, que fue aplastada por el ejército, que fusiló todo el que pudo capturar.

Este Pedro, sin embargo, duró poco porque su padre Don Juan murió en 1830 y Portugal le ofreció la corona a condición de que renunciara formalmente al Brasil. En 1831 y acosado políticamente, el emperador aceptó, se tomó el barco y abdicó la corona brasileña a favor de su hijo, el segundo Pedro, que era un chiquilín. Todavía se discute por qué el primer Pedro huyó del Brasil, pero el consenso es que se trató del primer caso en el que un gobierno es derrocado por una minoría activa, que logra un consenso, moviliza en las calles y logra una “refundación”. El cambio de monarcas fue lo que hoy se llama impeachment.

Como el segundo Pedro tenía seis años, le nombraron un consejo de Regencia, una pausa en el absolutismo que permitió arreglar un par de problemas. La independencia había sido, en términos argentinos, unitaria, con lo que las provincias no paraban de rezongar, evadir impuestos, contrabandear y hacer planteos a la capital que resultaron en más y más rebeliones armadas. Bahía declara la independencia, los esclavos hausa crean un efímero reino musulmán, el sur se anarquiza en la larga guerra de “los harapos”, por la mala pilcha de las milicias riograndenses. Para 1841, la cosa se va de las manos y se decide cortar la Regencia, coronar al segundo Pedro a los catorce años de edad y ver si un poco de absolutismo calmaba a las provincias. El joven emperador había sido criado en las afueras de Río en una vida casi conventual compartida con sus hermanas y sus tutores, era multilingüe, tímido y casi no conocía su tierra natal. Alto, rubio, de vívidos ojos azules, parecía un príncipe de cuentos, un verdadero Habsburgo. Su coronación fue formidable, un retorno al ceremonial renacentista de Portugal con toques románticos como usar un cuello de plumas.

Pedro II fue, de hecho, el gran centro de la identidad nacional de un país en el que el pueblo no tenía voz ni voto, las estructuras políticas eran tenues y la única institución era el ejército. En medio de las guerras civiles de América latina, el trono imperial parecía una roca serena, aplastando motines menores y manteniendo la unidad. Brasil crecía, creaba tempranamente ferrocarriles, inventaba industrialistas como el Barón de Mauá y entrenaba una burocracia propia, educada en casa.

Lo que mostró la debilidad del sistema fue la guerra del Paraguay, el verdadero comienzo del fin. Entre 1865 y 1870 el “paseo militar” costó el equivalente a once presupuestos nacionales de 1864, cifra enteramente pagada con préstamos extranjeros y gastada en una flota, artillería y centenas de miles de soldados, casi todos negros y mandados al muere con liviandad.

El fin de la guerra, nada casualmente, fue el comienzo del Partido Republicano, tampoco casualmente considerado el partido de los nuevos militares. El ejército volvió de Cerro Corá como la única meritocracia brasileña, un grupo profesional y curtido que ya no entendía por qué tenía que ser comandado por aristócratas. Una de las ideas republicanas más subversivas era que la esclavitud ya era una mancha para el país: con el fin de la guerra civil norteamericana en 1865, sólo era legal en Cuba y Brasil. La corona comenzó una lentísima reforma, con una ley de vientres y manumisiones más fáciles, pero compensada con estatutos del peón que atan a los libertos a las haciendas. Los esclavistas, el sector más rico y dominante de la economía, empezaron a desconfiar del emperador. Y no fueron los únicos, porque Pedro comenzó a hacer dos cosas peligrosas, enfermarse y viajar por el mundo. Y viajar como se viajaba en esa época, por meses y meses.

Fue su hermana, la princesa Isabel, que abolió la esclavitud el 13 de mayo de 1888 con una ley brevísima que ni tocaba el tema de compensar a los dueños por la propiedad privada. En el sistema brasileño, los esclavos dejaron de ser cosas y pasaron a tener derechos como casarse y ponerle ellos el nombre a sus hijos, pero la única opción material que les quedó fue transformarse en peones golondrina, sirvientes y mendigos. Como los beneficiados por la liberación no eran ciudadanos que votaran o tuvieran algún poder, la corona se encontró sin el apoyo de los hacendados lesados y sin el apoyo de los militares, para nada convencidos de que el trono tuviera alguna vitalidad. Pedro duró apenas más que un año, porque el 16 de noviembre de 1898 un golpe militar lo derrocó y lo exilió con lo puesto, a él y a la familia real entera. El mariscal Deodoro da Fonseca era el flamante primer presidente del Brasil.

LAS REPUBLICAS

Getulio Vargas

La dictadura cambió algunas cosas, como la constitución, el federalismo y la bandera, que dejó de tener corona y pasó a tener globo y divisa positivista, Orden y Progreso. Pero la ley electoral permitía que votara el cinco por ciento de la población y el arreglo político pasó a ser uno en el que las provincias tenían hasta sus propios ejércitos, y los dos mayores, San Pablo y Minas Geraes, se turnaban en la presidencia. Como hizo nuestro Roca, el país fue repartido a una serie de “dotores”, allá llamados “coroneles” aunque fueran civiles, que hacían fraude, digitaban los puestos de policías y maestros, y reprimían a los disconformes. A la Argentina-estancia se le oponía el Brasil-hacienda. La prosperidad del café, que complementaba la del azúcar, tapó las tensiones y la flamante república atrajo a un tercio de los inmigrantes que llegaron a Sudamérica, nada mal frente a la mitad que eligió Argentina.

Sin embargo, el sistema era inestable y las rebeliones fueron constantes, cívicas, obreras y militares. Nacían las huelgas, los oficiales se amotinaban y la Armada tuvo un motín en 1910 comparable al del Potemkin. Los marineros, unánimemente negros, se levantaron contra los azotes y la comida podrida, tomaron el acorazado Minas Geras y bombardearon los morros de Rio. La venganza fue tan terrible que los cabecillas fueron salvajemente torturados y apenas dos sobrevivieron para ser juzgados. En el interior del país había bandidos románticos como Tiro Fijo y María Bonita, y el oficial Luiz Carlos Prestes comenzaba su Larga Marcha, cruzando y recruzando Brasil al frente de su columna, invicto hasta salir al exilio en Argentina.

De este país revoltoso en el que se crea un Instituto de Eugenesia para probar científicamente la inferioridad del negro, surge el Brasil que conocemos. Los morros cariocas estrenan favelas, en 1922 se funda el Partido Comunista, en San Pablo estallan las vanguardias, en cada ciudad que merezca el nombre hay una bohemia nueva que une poetas, pintores y negros bandidos que saben tocar el cavaquinho. Se graban los primeros sambas, se escriben libros fundamentales y se inventan el Carnaval e instituciones fundamentales como el Gremio Recreativo y Escuela de Samba del Morro de Mangueira. Una vez más, la política queda chica frente al país y la primera República entra en decadencia.

El que le dio el golpe final fue el gobernador de Rio Grande Do Sul Getulio Vargas, que se pone a la cabeza de una coalición inusitada definible como “todos contra el presidente Washington Luis”. Vargas, zorro como pocos, tenía a su favor a los gobernadores rebeldes y hartos de quedar afuera frente a mineiros y paulistas, a buena parte del ejército, y gracias a la plataforma social que incluía novedades como la jornada laboral de ocho horas y crear un ministerio de Educación, a buena parte de la izquierda. Las elecciones de 1930 fueron movidas porque otra novedad de Vargas y sus aliados fue hacer actos públicos, algo nunca visto en un sistema completamente cerrado que ni se molestaba en publicar plataformas y en el que votaba el 5,6 por ciento de la población. El fraude funcionó en casi todas partes, excepto en el estado de Vargas y el de algún aliado, pero hubo una explosión de furia y un alzamiento militar en el que los pequeños ejércitos estaduales, buena parte del nacional y decenas de miles de milicianos atacaron y tomaron Río. A menos de un mes de entregar el gobierno, Luis fue tomado prisionero en el palacio presidencial y arrestado, con el pueblo bailando en las calles.

Así comenzó el Estado Novo, que refundó la política brasileña poniéndole pueblo, aunque no pudo desarmar el sistema de partiditos provinciales que sigue acosando a Dilma y que finalmente la destituyó pocos días atrás. Siempre zorro, el Vargas se alineó con los Aliados en la segunda guerra mundial, consiguió a cambio la primera acería de América latina y contagió a todos del nuevo mito, el del Brasil desarrollado, potencia mundial, industrializado a toda costa. En el camino se bancó la revolución paulista de 1932, la última vez en que un estado usó su propia fuerza aérea para atacar al ejército nacional, y una interminable cantidad de conspiraciones, alzamientos y protestas. Su régimen no terminó en derrocamiento ni en impeachment: cercado, Vargas se pegó un tiro en el palacio presidencial, cumpliendo su palabra de que de ahí lo sacaban muerto.

Vargas es recordado por su legislación social, por tratar de abrir el voto a toda la población, mujeres incluidas, y por sus coqueteos con el fascismo. Su trágica muerte sella la última etapa formativa del Brasil moderno, la de la política de masas. Todo lo que vino después, Jango Goulart y Juscelino Kubitschek, la interminable dictadura militar y la democracia custodiada, la fulminante aparición del PT y la fugaz comedia de Collor de Melo, la presidencia intelectual de Cardoso y la figura fundante del primer presidente de clase obrera, Dilma y el actual Temer, son producto de esta ecuación.

Brasil, queda en conclusión del trabajo enorme de Schwarcz y Starling, cambió pero mantiene estructuras añejas. Es lo que explica que elija presidentes fuertes y Congresos fragmentados en más de una docena de partiditos que responden a caudillos locales. Es lo que hace posible que el frívolo y neoliberal Collor sea depuesto igual que la ex guerrillera Dilma, después de ganar elecciones con claras mayorías. Es lo que mantiene la burocracia y la corrupción portuguesas, y lo que hace que pobreza y negritud sigan siendo sinónimos. El gobierno de Temer es unánimemente blanco, “naturalmente” blanco, por las mismas razones por las que es tan, pero tan raro encontrar un blanco en una favela.

Dilma Rousseff

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