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Si hay una civilización inabarcable en su estudio y divulgación, por la abrumadora cantidad de documentos, ésa es la romana. Pero en su libro SPQR, la clasicista graduada en Cambridge Mary Beard –además editora del Time’s Literary Supplement– se atreve a la historia de Roma desde su fundación mítica con Rómulo y Remo hasta el 212 d.c., con una combinación de práctica académica y periodística que no elude ni la precisión ni la ironía y resume el estilo y el alcance de su libro: la puesta a disposición para un público amplio de las más recientes investigaciones arqueológicas y las más sutiles discusiones eruditas sobre el Imperio que moldeó Occidente.
› Por Federico Reggiani
“Estos romanos están majaretas”. La frase de Obélix, repetida mientras se golpea la sien, es la única pérdida que puede lamentarse en las nuevas traducciones rioplatenses de Astérix, “Estos romanos están chiflados” conserva el sentido, pero le quita la extrañeza de la palabra exótica.
Nuestra relación con Roma puede resumirse en las inflexiones de esa frase. Entre las civilizaciones antiguas es la que más restos ha dejado en nuestra vida (sin ir demasiado lejos, hablamos una suerte de lunfardo del latín) y la que nos parece más cercana. Cloacas y acueductos, un calendario con años bisiestos, derecho civil, chistes escatológicos, grafitis en las paredes, discusiones entre populismos con tendencia al absolutismo y republicanos de elite. Esa cercanía –subrayada por la supervivencia, aunque sea nominal, de muchas instituciones: todavía tenemos senado y habeas corpus– nos puede hacer olvidar de la distancia enorme que nos separa de ese mundo. Vivimos a dos mil años de esas invenciones políticas, sociales y urbanísticas que todavía hoy nos asombran, y cuando hablamos de Roma también hablamos de una sociedad con desigualdades brutales –y asumidas sin culpa alguna–, con bebés expuestos en un vertedero y peleas a muerte en un circo, con ciudades sin recolección de residuos ni policía. Un imperio sin mapas y un pueblo pagano.
Senatus Populus Que Romanus. SPQR. La sigla que da título al libro de Mary Beard aparecía en monedas, monumentos y escritos y en los estandartes de las legiones romanas que intentan conquistar la última aldea gala. La elección del título es un resumen del alcance y las intenciones de este libro. Se trata de una historia de Roma desde su fundación mítica hasta que, en el 212 d. C., el emperador Caracalla decretó que todos los habitantes libres del Imperio eran ciudadanos romanos. El segundo milenio de Roma, que ya comienza a confundirse con lo que llamamos la Edad Media, hubiera sido irreconocible tanto para Cicerón como para Augusto.
Mary Beard es profesora de estudios clásicos en la Universidad de Cambridge. editora del Time’s Literary Supplement y, según The Guardian, “la clasicista más famosa del Reino Unido” a partir de su participación en diversos programas de la BBC. Esa combinación de práctica académica y periodística, que no elude ni la precisión ni una suave ironía, resume el estilo y el alcance de su libro: la puesta a disposición para un público amplio de las más recientes investigaciones arqueológicas y las más sutiles discusiones eruditas. El resultado es un ejemplo de lo que, según Eric Hobsbawm, los franceses llaman haute vulgarisation.
La historia de Roma presenta un problema paradójico: a diferencia de otras civilizaciones de la Antigüedad, existe un exceso de documentos, “más escritos romanos en general de lo que cualquier persona podría llegar a dominar a fondo en el trascurso de una vida”. Hay poesía, cartas, ensayos, discursos, novelas, historias, sátiras y textos técnicos conservados en copias medievales, papiros egipcios, tablillas de madera, grafitis en las paredes y lápidas distribuidas por todo el imperio. Una de las maravillas sobre las que nos alerta el libro es, justamente, el hecho mismo de que todo eso se haya conservado por dos milenios. Esas versiones de los hechos, más o menos mitificadas e interesadas, ponen al historiador del siglo XXI ante el riesgo de convertirse en el tardío repetidor de lo que fue alguna vez el equivalente de una operación de prensa.
El primer capítulo de SPQR nos enfrenta al siglo I a. C., en una ruptura de la cronología que casi no se repetirá en el resto del libro. La decisión se funda no sólo en que Cicerón es uno de los “protagonistas” principales del relato, sino en que, en buena medida, todavía vemos la historia de Roma con los ojos de ese siglo. Cuando Cicerón fue cónsul, Roma ya era una ciudad muy vieja pero, como subraya Mary Beard, la historia de Roma comenzó allí.
En los capítulos dedicados a la Roma arcaica es donde se ve más claro uno de los mecanismos centrales del libro: la “corrección” de los mitos recogidos, bajo mantos más o menos racionales, por historiadores como Tito Livio, Polibio, Suetonio y Tácito, mediante su comparación con la minuciosa y casi detectivesca reconstrucción arqueológica. Como suele pasar, lo que se pierde de la gracia del cuento mítico se recupera con la fascinación frente a lo que puede saberse sobre la realidad. Así, a Rómulo y a Remo bien pudo cuidarlos una prostituta y no una loba (puesto que lupa es la palabra que designa a ambas, como subsiste en la palabra “lupanar” para designar un burdel), aunque también es posible que Rómulo no haya sido más que un inventado “Sr. Roma”. Los “siete reyes”, si es que existieron y si es que fueron siete, pueden haber sido caudillos que disputaban el dominio de una ciudad que, entre los siglos VIII y VI a. C. era una pequeña comunidad urbana de poca importancia.
Lo interesante de este período fundacional, y de los relatos históricos o legendarios que lo narran, es el modo en que concentran buena parte de los problemas, las tensiones y los temas recurrentes que los romanos ensayaron durante el siguiente milenio. Para empezar, Rómulo era hijo de Marte, aunque el propio Tito Livio sugiere que una aventura enteramente humana de su madre podría ser una explicación más racional. Desde el origen, se justifica el temperamento guerrero y la tendencia de los líderes romanos a legitimarse mediante campañas militares exitosas. Además, fundan la identidad romana en el crimen político: la muerte de Remo a manos de su hermano inicia una serie en la cual el asesinato de Julio César es el episodio más famoso.
La identidad romana aparece además construida a partir de la violación y la extranjería. Los primeros romanos raptaron a las mujeres del vecino pueblo sabino; los matrimonios mixtos (un derecho que los ciudadanos romanos conservarían por siglos) van en el mismo sentido que la bienvenida que dio Rómulo a extranjeros, criminales y fugitivos, lo que prefigura la extraordinaria apertura de la sociedad romana para incorporar extranjeros que fue revolucionaria en la Antigüedad: la ruptura del vínculo entre ciudadanía y ciudad.
Como no podría ser de otro modo, el crimen terminó con la monarquía y dio origen a la República. Es sin dudas el período favorito de la autora: el que se lleva más páginas y, sobre todo, los análisis más complejos. Es que es de verdad fascinante aprender cómo las elites romanas construyeron sobre la marcha, con más pragmatismo que teoría política, un sistema fundado en asegurar sobre todo la libertas: una noción que no coincide con la de democracia, aunque las elites romanas debían escuchar con atención a ese pueblo que figura en la sigla famosa. La preocupación por limitar el poder, con dos cónsules poderosos pero elegidos anualmente y controlados por el senado, y una general desconfianza ante cualquier deseo monárquico le dieron al sistema una estabilidad que, aunque recorrida por revueltas, por lo general impulsadas por el creciente poder militar, permitió una solidez que estuvo en la base de una expansión territorial sin precedentes. En poco más de 50 años, entre el final del siglo III y principios del siglo IV, Roma construiría un imperio. Un imperio, todavía, sin emperadores.
El secreto, en esos años, fue la construcción de un “imperio de obediencia”. En tiempos “precartográficos”, los romanos no pensaban en términos de ocupación territorial, sino de relaciones con otros pueblos. “El dominio romano se ejercía sobre las personas, no sobre los lugares”. El tributo a los vencidos, a los que se les respetaban los dioses y hasta la organización política, era aportar al ejército: el éxito militar se sustentaba a sí mismo. La destrucción de Cartago en 140 a. C. dejaría finalmente a la República sin enemigos. Fue, para algunos historiadores romanos, el principio del fin: el fin de la virtus, de la austeridad, de las “virtudes republicanas” que funcionaron como mito sobre todo cuando casi nadie podía recordarlas.
La expansión, obtenida casi sin querer, implicó sin embargo una creciente sofisticación de la organización política y administrativa, y una tensión ante lo que se entendía como “ser romano”. Al respecto, Mary Beard recoge una deliciosa anécdota. En 204 a. C., fue llevada a Roma desde Asia Menor la diosa Gran Madre. En Roma nunca hubo demasiados pruritos para incorporar dioses extranjeros: el necio monoteísmo de los judíos y, sobre todo, de los cristianos, sería motivo de perplejidad en el futuro. La Diosa Madre, además, era, o se había inventado que era, la diosa patrona de Troya, hogar ancestral, por la vía de Eneas, de la estirpe romana. La imagen fue recibida con grandes fastos y fue acompañada, quizás, por una virgen vestal hasta un santuario construido especialmente con “el más romano de los materiales”, el cemento. Sin embargo, lo que parecía una situación muy romana no resultó como se esperaba: la imagen no era una estatua con forma humana sino un meteorito negro, acompañado por sacerdotes eunucos autocastrados, de pelo largo, que cantaban con panderetas y se flagelaban. Si aquello venía del hogar ancestral de Roma: ¿qué significaba ser romano?
A la expansión le siguió un siglo de guerras civiles y baños de sangre que culminarían con el gobierno de un solo hombre: Augusto. Las instituciones que habían inventado los romanos no podían manejar una ciudad de 1.000.000 de habitantes o un imperio que iba desde Britania hasta Siria y se convirtieron en una suerte de telón de fondo decorativo. El imperio de obediencia se transformó, finalmente, en un imperio de anexión. Se trata del período más frecuentado en el presente. Julio César, Cleopatra, Calígula, Nerón, Adriano o Marco Aurelio son nombres con aura pop. Es también el período de las grandes obras arquitectónicas, del Coliseo al Panteón, que sobreviven no sólo en la imaginación sino también con su presencia física.
Mary Beard dedica a este período una estrategia menos arqueológica y más textual: realiza una lectura crítica de los textos para, básicamente, ponerlos en duda; rompe así con la idea de dividir a los emperadores en buenos y malos, lo que puede llevar a que el buscador de horrores, incestos, historias de sodomía (“que asustan tanto como amenizan”) y caballos ministeriales no encuentre lo que busca. El relato es de todos modos apasionante –no en vano son los episodios que han nutrido desde entonces la ficción política en Occidente, desde Shakespeare hasta House of Cards– pero se siente una cierta decepción. Como dice al iniciar los capítulos imperiales del libro, “la autocracia significó, en cierto modo, un final de la historia”. A pesar de los crímenes, las batallas y las intrigas, “no se produjo ningún cambio fundamental en la estructura de la política, la sociedad o el imperio romanos entre el final del siglo I a. C. y el final del siglo II d. C.”.
La arqueología reaparece cuando llega el momento de narrar la vida de aquellos que casi no dejan restos: ni tumbas lujosas, ni discursos reproducidos por copistas. Los capítulos finales recuperan la vida de los trabajadores libres, los esclavos, las mujeres, los niños y aquellos que estaban más allá de toda miseria. Una fosa séptica –los arqueólogos no conocen el asco– puede dar la idea de una dieta razonablemente variada para algunas capas de la población, y las inscripciones en los tableros de juego o en las paredes de un bar hablan de la diversión y el disfrute de la vida, el sexo e incluso ciertos placeres básicos como cagar, a los que dedicaron versos en las paredes que, de paso, indican un notable grado de alfabetización popular en las ciudades. Pero las dentaduras, los huesos, los esqueletos de niños, dan cuenta de un mundo de una dureza y una crueldad que hoy, por más que nos guste abominar del presente, no podríamos habitar. Un mundo que este libro nos permite conocer y, sobre todo, nos estimula a seguir visitando: dan ganas de recorrer la extensa bibliografía comentada que lo cierra para mantener, como propone el epílogo, el diálogo con esa herencia romana que ha configurado “nuestros supuestos más fundamentales sobre el poder, la ciudadanía, la responsabilidad, la violencia política, el imperio, el lujo y la belleza”.
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