CASOS > LA FASCINANTE HISTORIA DEL MATEMáTICO INDIO SRINVASA RAMANUJAN EN LA PELíCULA EL HOMBRE QUE CONOCíA EL INFINITO.
› Por Fernando Krapp
No es la primera vez, ni será la última, que el matemático indio Srinivasa Ramanujan viaje a la pantalla grande en forma de biopic. Su vida tiene todos los condimentos dickensianos necesarios para triunfar en el exprimido método de guión de Hollywood: origen humilde, educación no formal y autodidacta, excluido de la sociedad y del campus universitario. En definitiva, un hombre que se valió por sí mismo para hacer avances en las matemáticas, se llevó puesta a la sociedad inglesa de principios del siglo XX, y murió en el punto más alto de sus capacidades con apenas 32 años de edad. En cine, eso es dinamita pura.
Sin embargo, la relación entre el cine y las matemáticas ha dado siempre resultados dispares. El tratamiento parece variar en dos opciones. O bien, sus tramas simulan alguna ecuación de difícil resolución que hace avanzar la trama, y tienen por protagonistas a matemáticos con forma de héroes (como en Los crímenes de Oxford de Álex de la Iglesia). O bien, muestran a sus pensadores como bichos raros de laboratorio, siempre al borde de la locura, la paranoia, el encierro, la misantropía y demás (Una mente billante de Ron Howard, Pi de Darren Aranofsky, entre tantos otros ejemplos). El hombre que conocía el infinito de Matthew Brown indaga en otra fórmula: el problema de un matemático con el contexto social, aspecto peligroso a tratar, porque, en términos cinematográficos ¿qué mal le puede hacer un matemático al mundo? Basada en el libro de Robert Kanigel, publicado en 1991, que lleva el mismo título, interpretado por el inglés con sucursal india del cine occidental, Dev Patel (¿Quién quiere ser millonario?), y Jeremy Irons en el papel de G. H. Hardy (un papel que le queda desfasado, Hardy tenía apenas 35 años cuando Ramanujan llegó a Cambridge), transita con liviandad la parte anecdótica de su increíble historia: que un indio tuviera la osadía de mandar una carta de más de veinte páginas a Trinity College, una de las comunidades matemáticas más importantes de la historia (Isaac Newton y Bertrand Russell formaron parte), con ecuaciones y formulaciones algebraícas, más un pedido de publicación.
La película no logra dar con el tono de la época. Trinity parece más una escuela de Magos de Harry Potter que la adusta academia de Cambridge en donde se realizaron los avances en física y matemática más importantes de la historia. Y que un indio de una colonia inglesa se animara a enviar una carta con pedido de publicación, y encima no tuviera ningún tipo de educación formal, era un hecho inconcebible. Con desconfianza y desgano (aunque la carta estuviera recomendada por un experto indio), el gran matemático de principios del siglo pasado, G. H. Hardy analizó el pedido. Años después, escribiría su propia versión de la historia: “No había visto antes nada como esto. Una simple mirada resultaba suficiente para darse cuenta de que solamente las podría haber escrito un matemático de primera clase. Nadie podía tener la imaginación suficiente para inventarlas”. A contrapelo de la tendencia en el estudio de las matemáticas, más inclinadas a lo aplicable, Ramanujan se interesaba por los problemas de la matemática pura y la belleza de su abstracción. Contra todo pronóstico, Hardy decidió traerlo hasta Cambridge y someterlo a un examen riguroso en función de formalizar lo que parecía en principio un desbarajuste salvaje de proposiciones y enunciados sin ningún tipo de pruebas ni demostraciones.
Pruebas: el chico indio, de la casta de Brahmanes, de familia pobre y vegetarianismo estricto, con devociones místicas por la diosa Namagiri, no seguía el método deductivo convencional que la educación clásica en matemáticas exigía con sus eternas cadenas de silogismos. Ramanujan centraba su atención en métodos generales, que, sorpresivamente (en la mayoría de los casos), generaban sistema: su intuición aritmética era asombrosa, podía observar patrones y simetrías en series numéricas, construir fórmulas, identidades y cálculos, y plantear enunciados con una velocidad asombrosa. Su visión del álgebra y la habilidad para manipular algoritmos y fracciones continuas estaban muy por arriba de la norma; sobre todo para alguien que venía de un estudio contable.
En los cinco años que vivió en Cambridge antes de volver a la India para tratar una presunta tuberculosis (murió por un enfermedad hepática derivada de una disentería), trabajó con Hardy en el Método del Círculo. La película de Brown toma el caso como motor de baja cilindrada para su trama. El método permitió obtener una fórmula de particiones. Esto es: una fórmula no exacta para calcular las particiones de todos los números. Fue un gran avance, el método podía aplicarse a varias de las llamadas Teoría de los Números, como el problema de Waring o la conjetura Goldbach. Y abría una puerta desconocida a la teoría de los números primos.
Llevar una cosa así al cine, no es tarea fácil y El hombre que podía ver el infinito cae en el melodrama televisivo (o de la vieja tele a lo Hallmark), con diálogos sobre entendidos, escenas hiper argumentadas, y problemas en el diseño de producción. La película de Brown no es la primera en tratar la vida de Ramanujan, ya Bollywood había intentando hacerlo con un resultado aún más estrepitoso (hay varias novelas también, entre ellas una muy buena de David Leavitt llamada El Contable Hindú donde Leavitt apoya la trama en la relación homoerótica entre los dos colegas). Pero en cualquier caso, la pregunta acerca de cómo un tipo sin formación pudo observar los números con esa precisión no deja de ser la pregunta por el genio. Ramanujan aseguraba que los números tan solo le bajaban a su cabeza en trances meditativos como simples visiones. Ecuación que la película de Brown (y varias de sus predecesoras) no logra resolver en imágenes de un modo certero: cómo filmar eso que para algunos es la belleza simple de los números, mientras que para otros sigue siendo un mundo hermético y misterioso.
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