TEATRO > CUMBIA PARA CAMALEONES
La primera obra escrita y dirigida por Valeria Correa, integrante de Piel de Lava, transcurre en un hospital del Gran Buenos Aires un día de paro general. Los protagonistas de Cumbia para camaleones son una enfermera, un preso que está esposado a la cama y un policía de guardia. El cruce de la vida, la muerte y el amor en un solo espacio, marginal y a la vez cercano, transcurre al ritmo de la música tropical que los actores se cantan y se dicen en una especie de fuga poética, de escape del encierro.
› Por Mercedes Halfon
Podrían haber ido a la misma escuela, haberse criado en el mismo barrio, pero tomaron caminos distintos. Esa igualdad en el origen que se trasluce en un presente de veredas opuestas, es lo que pone en escena Cumbia para camaleones. Un policía, un preso y una enfermera que comparten sus días en un hospital del conurbano. El preso está esposado a su cama luego de una trifulca en la cárcel que lo dejó malherido, el policía finalizando su guardia de 24 horas, la enfermera se pasea de un extremo al otro del piso bamboleando sus piernas con calzas tropicales por debajo del ambo blanco y ellos la siguen con la mirada. Ninguno puede hacer otra cosa que estar ahí. Y eso ha generado una especie de folclore entre ellos. La acción tiene lugar el día de un paro general, por lo que tanto afuera como adentro el lugar parece estar desierto.
De eso va la nueva obra de Valeria Correa, una chica que viene trajinando escenarios y pantallas desde hace quince años: integrante del grupo Piel de Lava junto a Pilar Gamboa, Elisa Carricajo y Laura Paredes, actriz en obras de Rafael Spregelburd y Javier Daulte, directora de obras de creación colectiva, dramaturga en piezas dirigidas por otros, esta es la primera obra escrita y dirigida por ella íntegramente. Y se ha rodeado de un elenco poderoso. Laura López Moyano como la sexy enfermera amante de la cumbia, Lalo Rotaverría como el chanta policía de turno, y Julián Villar, como el preso soñador y chamuyero. Los tres actores protagonistas son, como se decía antaño “de carácter”, es decir tres actores contundentes, personales, que logran hacer de la escena un campo magnético, un triangulo equilátero que se vincula como por descargas de electricidad. Y también de cumbia. Las canciones de Yerba Brava o Los Gedes aparecen cantadas por los personajes, a veces en solitario, otras a dúo, estribillos que se dicen entre ellos para chicanearse o seducirse y que a la vez que vincularlos, conectan la obra con un afuera muy concreto, una época y un lugar.
Es interesante cómo el forzamiento narrativo típico del lenguaje teatral –los personajes tienen que estar en este aquí y ahora, comunicarse el uno con el otro sí o sí– es resuelto en la obra a partir de la ley, la enfermedad y el trabajo. Casi las razones que mueven materialmente cualquier vida, pero que sin embargo no alcanzan a explicar los motivos por las que hacemos las cosas. En ese sentido, las actuaciones de López Moyano, Villar y Rotaverría, son cruciales: es de ellos la responsabilidad del vibrato, el misterio y la profundidad emocional que adquieren sus personajes.
Una de las cosas que llama la atención de Cumbia para camaleones es que pese a tratar con un mundo marginal y suburbano, posee un trazo clásico en más de un sentido. Lejos de los avatares de la dramaturgia del actor –de la que Correa con su grupo Piel de Lava son muy buenas exponentes–, de los devenires de las improvisaciones colectivas, o las ocurrencias de la escena, esta obra ha sido escrita por su autora en la soledad de su hogar. Una escritura para el teatro a la vieja usanza. Ella cuenta. “Es una obra de escritorio. Fue un ejercicio que me planteé, una aventura: escribir una obra sola y después llamar actores, y montarla. Digamos que experimentar con el proceso mas clásico. Lo llamé a Ricardo Monti que me fue guiando en el proceso. Fue hermoso. Iba a su casa y le leía en su living, y él se reía y después hablábamos de cine o literatura y yo me iba feliz y con ganas de seguir escribiendo.”
Luego llegó el tiempo de los ensayos, el montaje, el trabajo con los actores a quienes eligió para que ese andamiaje preciosista sufriera algunos golpes. En sus palabras: “Para que ellos la rockeen por dentro”.
Policía, preso y enfermera forman este rotoso triángulo amoroso, como Jules et Jim (et Catherine) pero hecho de otros componentes, ajustado por límites estrechos. El universo de la obra es realista, pero también sintético, condensado, clásico. Toda una mitología conurbana recortada en un cuadrado pequeño como una estampita. Con elementos de policial pero fuera de contexto, cumbieros pero despojados de toda espectacularidad, carcelarios pero igualmente desplazados, hospitalarios pero forzados a actuar de manera extraña, porque la enfermera más que la salud –que no parece importarle mucho a ninguno– encarna la posibilidad del amor. Un bien que en ese contexto parece ser el más valioso.
Valeria describe: “El imaginario de la obra se me aparecía por varios lados. Leí Kriptonita, de Leonardo Oyola, que me encantó, y descubrí que esa novela transcurre en el hospital Paroissiene de La Matanza, donde fui toda mi vida a atenderme porque tenía una tía que trabajaba ahí. Me tomaba el colectivo, después otro, viajaba tres horas de ida y tres horas de vuelta. Así durante años. Evidentemente ahí fui haciendo una especie de acopio. Entones cuando leí la novela me volvió todo junto. Hace poco tuve a mi hijo en un hospital público, con la obra ya estrenada, y no podía dejar de ver lo que ya había visto e intentado poner en la obra: ese cruce de la vida y la muerte en un solo espacio, policías custodiando los pabellones y todo sin el filtro de la clase media o alta que pretende disimular con la hotelería de las clínicas privadas la situación extrañísima de estar encerrado en un lugar con unas reglas súper estrictas a merced de desconocidos con cuchillos y agujas. Siempre sentí el hospital como una cárcel.”
Si para esta obra el hospital es la cárcel y la cárcel es la muerte, la cumbia que se cuela a través de los cantitos a capella, podría pensarse como una fuga poética que a cada uno le abre un espacio mental distinto. El recuerdo de la bailanta a la que fueron la noche anterior, o la promesa de la que podrían ir si las cosas mejoraran para ellos. Y también como una lengua común en la que a través de estos burlones poemas de amor, pueden entenderse, identificarse, ser otra vez esos que pudieron vivir en el mismo barrio o ir a la misma escuela, antes de volverse tan distintos. “Hoy es, llego mi libertad/ La justicia me quiere en la calle/ Hoy es, y yo lo siento/ Pero mi celda es mi techo y mi contento/ Yo no me voy,/ Esta es mi suerte/ Acá me quedo porque afuera está la muerte”, canta el preso en el final. Esa especie de agorafobia y fe ciega en lo que dan cuatros paredes y tres personajes que hablan un idioma que conecta y espesa el presente, es lo que hace que el teatro exista.
Cumbia para camaleones de Valeria Correa se puede ver los sábados a las 23 en Espacio Sísmico, Lavalleja 960.
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