Domingo, 2 de octubre de 2016 | Hoy
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Tan ubicuo como singular en el panorama de la música argentina, Alberto Favero, el autor de “Por qué cantamos”, tiene un nuevo disco que carga con un deseo de hace cincuenta años, cuando era un joven estudiante de piano que iba todas las tardes al cine y quedó muy impresionado por West Side Story (Amor sin barreras), aquella versión de Romeo y Julieta en Manhattan con música de Leonard Bernstein. Alberto Favero on West Side Story (Acqua) condensa perfectamente sus intereses: el teatro musical –es famoso por sus puestas junto a Nacha Guevara y la inolvidable El beso de la mujer araña–, el jazz y la canción, además de inscribirse en su plan a largo plazo de abordar a diversos grandes compositores desde el jazz.
Por Sergio Pujol
El nuevo disco de Alberto Favero –la versión para cuarteto de jazz de la genial creación de Leonard Bernstein, West Side Story– tiene una larga historia detrás. Alberto descubrió la obra en sus años mozos, cuando el rito de pasaje de la infancia a la adultez (no había mucha adolescencia en la aurora de los sesenta) solía estar modelado por la experiencia del cine. “Iba todas las tardes al cine”, recuerda Favero. “Amor sin barreras, así se llamaba la película, me impresionó mucho. Era Romeo y Julieta en Nueva York, con una música hermosa.” A pocos años de aquella epifanía, en un ciclo de jazz organizado en la facultad de Bellas Artes de la Universidad de La Plata, el joven estudiante de piano y composición se atrevió a jazzear aquel score.
Al promediar la década rebelde el jazz era el ónfalo estético desde el cual muchos jóvenes entendían el mundo de la música. Pero, ¿qué pensaban los maestros académicos? ¿qué pensaban Luis Gianneo (“era tan talentoso como Ginastera, pero no tan hábil para moverse”) o Guillermo Graetzer (“había estudiado orquestación con Paul Hindemith!”) de los afanes “populares” de uno de sus alumnos más brillantes? “En realidad el amor por la música popular me vino de mi padre”, explica Alberto, “que en 1930 fundó el conservatorio Santa Cecilia con su primera mujer. Luego enviudó y conoció a mamá, que enseñaba canto. Papá sabía tocar todos los instrumentos que se empleaban en la música argentina: guitarra, violín, piano, bandoneón. Y no tenía límites entre clásico y popular. Si querías cantar ópera, el tipo te enseñaba la técnica del bel canto y las arias de repertorio que necesitabas conocer. Pero de repente caía uno que quería cantar tango o bolero, y él les enseñaba igual.”
Alberto Favero on West Side Story condensa perfectamente todos tus intereses: el teatro musical, el jazz y la canción. También se inscribe en tu plan a largo plazo de abordar a grandes compositores desde el jazz. ¿Por qué te resulta tan atractiva esa relación con un autor en particular?
–Me interesan mucho los discos o conciertos unitarios. No tanto ir saltando de un standard a otro, algo que lo hice desde los 12 años. Sino profundizar en la obra o en el ciclo de un solo músico. Así puedo explorar las estructuras compositivas y desarrollar la improvisación de un modo más riguroso. Ir hacia el fondo y no hacia los costados. Lo hice con Porgy & Bess de Gershwin y ahora con West Side Story. Por otro lado, no es casualidad que sean obras para teatro. Yo necesito la dramaturgia. El problema es que hoy no encuentro música dramática de tanta calidad, o que se preste para el jazz. No me imagino haciendo jazz con Los miserables, por ejemplo. Bernstein era un compositor tremendamente formado pero también salvaje.
Con Arturo Puertas (contrabajo), Quintino Cinalli (batería) y Marcelo Mayor (guitarra), el cuarteto de Favero explora con inteligencia las diferentes “escenas” de aquella historia de amor y muerte entre inmigrantes latinos en Manhattan. Si por un lado los arreglos no ahogan las improvisaciones, las libertades que el músico se toma (por ejemplo, convertir el 6/8 de “América” en un 7/8) concuerdan con el espíritu de las composiciones. De toque límpido y seguro, Favero es un pianista elegantísimo y musicalmente inagotable, acaso más identificado con una perspectiva clásica dentro del piano jazzístico –lo que comúnmente se llama mainstream– que con los estilos más arriesgados. La orquestación para combo es ingeniosa, y cada parte instrumental tiene algo para decir (los solos de Mayor y Puertas tienen una gran presencia en los pasajes abiertos a la improvisación). Realmente es un placer escuchar “María”, “Something coming” o la conmovedora “Somewhere” en ese formato, en esas manos.
Desde luego, Favero sabe que no eligió una obra desconocida ni olvidada; sabe que su empresa invitará al inevitable cotejo con las de Oscar Peterson, Dave Grusin, Bill Charlap o Keith Jarrett, entre varias. Pero no le teme a las comparaciones. En realidad, a pocas cosas parece temerle este músico tan ubicuo y a la vez tan singular en el panorama de la música argentina. “Para mí fue un alivio descubrir que podía ser músico hundiéndome en el foso con la orquesta”, explica en referencia a su laureado trabajo como director musical de Nacha Guevara y luego de las puestas locales de El beso de la mujer araña, Irma la dulce, Los miserables, Piaf, Sweeney Todd (“es la que mejor me sale, conozco muy bien a Sondheim”) ,Tita, Candombe nacional y –con textos de Pedro Orgambide y otra vez Nacha– Eva. En España hizo Cabaret y Víctor Victoria. No caben dudas: Favero es el campeón imbatible del teatro musical en la Argentina. “A lo largo de mi educación siempre predominó la visión espiritual de la música, en el sentido de entenderlo como un trabajo colectivo. También eso se lo debo a mis padres: nunca hay que hacer demasiado hincapié en quién es solista y quién es acompañante. Así pude trabajar con cantantes, conducir orquestas y hacer cosas con mis grupos de jazz. Me interesa que el colectivo con el que trabajo alcance un alto nivel profesional. Por ejemplo, el supervisor que vino a evaluar cómo hacíamos Los miserables reconoció que era una de las mejores puestas del mundo.”
Alberto Favero nació en La Plata, en 1944. Su apellido es una marca registrada en la cuadrada ciudad de los Redondos. Su árbol genealógico, que hunde raíces en el Véneto, está muy ramificado, pero no resulta fácil dar con algún retoño que no tenga alguna relación con la música. Desde que la descubrió de niño, de las manos sus padres y de La boheme de Puccini, la música es la compañera incesante de Alberto. Una compañera culta y coqueta, dueña de un enorme guardarropa. Pero también dotada de un sentido de la ironía que, sin esmerilar la belleza melódica, le ha permitido al músico atravesar varias décadas de discursos sonoros y vaivenes políticos con sabiduría y distinción, eso que antes llamábamos “buen gusto”.
Estudiante voraz de cuatro carreras musicales a la vez –Dirección Orquestal, Piano, Composición y Educación Musical–, Alberto finalmente se graduó en dos enormes: Profesorado Superior de piano y Composición. A esta última –célebre por su extensión y dificultad– la hizo algo más lentamente, mientras quemaba horas sobre el teclado. “Llegué a estudiar 14 horas diarias, era un avión al piano. En 1968 me recibí de profesor de piano, cuando ya trabajaba intensamente de músico. Y en el 73, mientras hacía Las mil y una Nacha, terminé mi carrera de compositor.”
A poco de empezar a ser conocido en el ambiente del jazz, Favero se convirtió en una suerte de joven maravilla. El notable Enrique “Mono” Villegas le dio todo su aval desde el primer día que lo escuchó. Eso sucedió una noche del primer lustro de los 60. Fue en el café-concert que tenía Carlos Gandolfo por Constitución. Alberto fue a escuchar a Villegas, en cuyo trío tocaba su amigo del alma, el baterista Pocho Lapouble. Un poco en serio y un poco en broma, Pocho punzó a Villegas para que le cediera el piano a ese muchacho platense que con tanta devoción había disfrutado del concierto. “Tocate un blues, pero mirá pibe que un blues se puede tocar de muchas maneras”, le dijo Villegas, desafiante. “Habrá creído que yo iba a sacar la guitarrita y hacer un cosa folk muy básica. Me mandé entonces una versión bien pianística de, si mal no recuerdo, ‘Blues for Drácula’ de Philip Jo Jones. A medida que iba a avanzando en la improvisación, el Mono abría cada vez más los ojos. Desde aquella vez empezó a ir a todas mis presentaciones. Se sentaba siempre en primera fila. Por eso lo consideré mi padrino musical. Cuando tuve que irme al exilio, me defendió públicamente, cosa nada frecuente en esos años. Qué país de mierda, dijo.”
Fue su fascinación por la música de John Coltrane, que había muerto en 1967, lo que le permitió a Favero conjugar su pericia como pianista de jazz con la dirección y la composición. La Suite Trane puso en el tapete a un concertista platense de 24 años al que, una vez conocido el proyecto (una suite en cinco partes para orquesta de jazz y solistas), algunos de los mejores músicos del país le confiaron sus talentos. Desde el saxofonista Horacio “Chivo” Borraro hasta los trompetistas Gustavo Bergalli y Roberto Fernández, todos se entusiasmaron con aquella posibilidad de colocar al jazz argentino en la órbita contemporánea. “Todo el mundo se prendió”, recuerda Alberto con orgullo. “Y para el estreno tocaron gratis. Después pedí un crédito al Fondo Nacional de las Artes con el que afronté la grabación en ION, en diciembre de 1969. Enseguida Trova, que en ese momento era el sello alternativo más importante, me pidió la cinta para editarla.”
De todas las anécdotas que Alberto guarda de Suite Trane –el disco se reeditó varias veces, y en 2015 volvió a sonar en vivo en el Auditorio de Belgrano– la más curiosa y querida es, sin duda, la que lo vinculó fugazmente a Duke Ellington. Cuando el gran maestro visitó la Argentina por primera vez, Alberto se acercó al hotel para obsequiarle la partitura recién escrita. “Es la primera vez que me regalan un pentagrama”, bromeó Duke. Y acto seguido le estampó al obsequiante un beso en la boca. “La gente que nos miraba no entendía nada”, rememora Alberto. “En esa época los hombres no se besaban. ¡Y menos en la boca! Ellington era besuquero, y además en los Estados Unidos era bastante habitual besarse en la boca.”
En esos años estabas en la cresta de la ola del Instituto Di Tella, acompañando a Nacha Guevara en sus espectáculos, adaptando y componiendo canciones de protesta. Es curioso que en un momento también interesante para la creación musical de vanguardia (pienso en el Centro de Altos Estudios Musicales que dirigía Ginastera) te hayas orientado a la Nueva Canción, pariente cercana del rock nacional.
–Te reitero lo de la dramaturgia y el anclaje literario. Lo que hacíamos con Nacha pertenecía al terreno teatral más que al musical. Y así se lo trató en el Di Tella, donde Roberto Villanueva dirigía el área de teatro. Primero hicimos Nacha de noche y luego Anastasia querida. Adaptábamos canciones de Boris Vian (por entonces prácticamente desconocido en nuestro país), Jacques Brel y otros. Con Anastasia querida tuvimos un éxito tremendo, que no repetimos con otros espectáculos. Las entradas para cada función se vendían con cuatro semanas de anticipación. Era algo muy transgresor: se escuchaba 40 veces la palabra “boludo”, que en 1969 era impensable en un espectáculo público. Era la dictadura de Onganía y nosotros nos burlábamos de la censura (el título jugaba con la forma en que los franceses la denominaban), que era una de las grandes preocupaciones de los artistas. Ernesto Schóo había escrito algunas letras. No bien terminábamos, la gente se iba corriendo a sus casas; se escapaban por temor a ir presos. Así se vivía en esos años.
Onganía cayó, pero Anastasia (la censura) siguió sobrevolando la vida cotidiana de los argentinos. Después de Las mil y una Nacha, en 1974 la actriz y cantante fue amenazada de muerta por la Triple A. La pareja y sus hijos dejaron el país, para comenzar un largo exilio por México, España, Estados Unidos, Puerto Rico. “El exilio es un karma”, sentencia Alberto segundos después de haberse comunicado por celular con su actual esposa, la cantante y actriz Mariana Jaccazio, radicada en Los Ángeles. “Hoy las comunicaciones son instantáneas, no era así en los años del exilio. Afuera no nos faltó trabajo; incluso profundicé la colaboración con Mario Benedetti –ya habíamos trabajado juntos en Las canciones de la oficina y Canciones de amor y desamor– en una serie de temas que él denominaba ‘de urgencia’. Yo también lo entendí así. El ciclo Del desexilio tuvo enorme éxito. Los años de la dictadura, aún vividos fuera del país, fueron terribles. Recordarlos me genera una tristeza agobiante. De eso uno nunca se recupera del todo. Quizá por eso pegó tanto ‘Por qué cantamos’. La escribimos con Benedetti en el cambio de dictadura a democracia. La canción habla del pasado inmediato, aunque algunos prefirieron interpretarla en presente.”
Escribiste varias canciones, pero “Te quiero” y “Por qué cantamos” fueron especiales. ¿A qué lo atribuís?
–A la época en la que fueron escritas e interpretadas. En cierto modo eran temas de barricada. No es lo que a mí más me interesa, debo decir. El arte debe ser arte, aunque la realidad a veces te pide la barricada.
Alberto dice tener una asignatura pendiente: la música para cine. Prácticamente lo único que compuso para la pantalla fue La Rosales de David Lipszyc, de 1984. Asegura que el cine se mueve por lobby. Más que el teatro, donde todavía se respetan otros códigos. A los 72 años Alberto derrocha vitalidad. Viene de musicalizar Doña Rosita la soltera y programa el songbook de su adorado Ellington para tocarlo en trío aquí y allá. Y habla en futuro, sólo revisita el pasado cuando lo consultan o entrevistan. Por eso, porque no cree mucho en los espejos retrovisores, tiene un plan: desembarcar pronto en Los Ángeles e intentar suerte –en el idioma de Favero la palabra “suerte” se traduce como “talento y método”– en el mundo de las películas y las series. Más las series; las ve como un terreno desafiante, donde todavía se pueden hacer cosas interesantes.
Por supuesto, este hombre muy urbano y un poco gitano conoce los pasos de Lalo Schifrin, pero también sabe que los tiempos han cambiado. Que todo cambia, aceleradamente, pero que ni aún el más súbito de los clivajes puede hacer que lo realmente valioso deje de valer completamente. Como la música que lo envolvió en su juventud, para no soltarlo nunca más. “Recuerdo cuando di el examen final tocando el Concierto número 1 de Beethoven con la Sinfónica, en el Argentino de La Plata. Sentí como un shock de endorfina. Estaba ahí, adentro de las cuerdas. Qué carajo es esto, me pregunté. Y entonces me dije: esto es el paraíso.”
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