Domingo, 2 de octubre de 2016 | Hoy
PIPO LERNOUD
Poco afecto a la nostalgia, sólo aspiraba a pasar los últimos años junto a su mujer mirando por la ventana un paisaje verde, reuniendo algunas notas y entrevistas en un libro distraído, y, sin embargo, al tirar del hilo de los recuerdos y de los materiales que aun le provee el presente, Pipo Lernoud terminó por escribir una potente mezcla de memoria y biografía intelectual. A su manera, claro. Yo no estoy aquí (Gourmet Musical) es el repaso ecléctico, lúcido y lúdico de 50 años de contracultura argentina, relato de los momentos pioneros del rock nacional, y la reconstrucción del hippismo local como una cuña entre la represión de la dictadura y una militancia juvenil que discutía de todo pero no tenía tiempo para la experimentación; una fusión, finalmente, de ecología, filosofía budista, punk e intervenciones periodísticas en las redes sociales. En esta entrevista, Lernoud vuelve a revisar un legado que aun no concluye y recuerda esos años –ayer nomás– en que se forjó gran parte de la cultura argentina alternativa.
Por Mariano Del Mazo
“Hippie rotoso, melenudo y sucio”. Su familia paterna –recuerda– no escatimaba rotundos lugares comunes para describirlo y definirlo. Ni los 50.000 dólares que cobró por “Ayer nomás” lograron torcer esa opinión implacable que, a mediados de los 60, fue la opinión de una generación envejecida prematuramente que observaba perpleja cómo sus hijos declaraban la guerra del cerdo. “Acordate que sos un Lernoud”, le decía su tío. Alberto Raúl Lernoud todavía no era Pipo, rodaba por colegios privados bilingües y lo hacían sentir como un perfecto infeliz. Somatizaba, le dolía el cuerpo, sufría por ser un inadaptado que se hundía en libros de Aldous Huxley, Walt Whitman y Erich Fromm. La primera vez que entró en La Cueva –recuerda, sigue recordando, no para de recordar– se fueron los dolores. Y empezó a construir los cimientos de un temperamento que por acción y reacción se constituye como un Lado B posible de la cultura de los últimos 50 años. En tiempos en que muchos de los pibes de veinte más lúcidos se arrojaban de cabeza a la militancia sin sospechar que cierto idealismo podía representar también un tobogán al matadero, él se configuró en el primer guerrillero del hippismo, como amable paradoja del peace & love. Una guerra de guerrillas sorda, nueva, paria, con planes, mapas y manifiestos que blandían las campanas incorruptibles de un pacifismo interpelado por izquierda y por derecha. Para los militares ese naufragio existencialista de la segunda mitad de los 60 estaba en las antípodas de lo que pretendían de “la juventud” y había que reprimir, neutralizar; para la izquierda significaba inocuidad, una forma cándida de condescender al imperialismo. La extraña ética de los extremos dictaminaba que esa gente estrafalaria era una grey molesta de putos y drogadictos, una piedra ineficaz en el zapato de la bipolaridad de la Guerra Fría.
Ahora se acomoda en una silla; toma café amargo, dice que está gordo. Pipo Lernoud está aquí: su sonrisa lo delata. “No nos entendían. Los militares nunca entendieron nada y al mismo tiempo en el bar La Paz nos abordaban tipos de las organizaciones. Nos daban lata intelectual, nos decían que teníamos que dejar la guitarrita y agarrar las armas. Yo tenía algo de gimnasia: había adherido al trotskismo un par de años antes pero me bajé enseguida. En La Paz yo les recordaba la represión de estudiantes en Praga, les hablaba, defendía mis posturas, les decía: ‘Flaco, en Cuba Los Beatles están prohibidos’. Pero no entendían. Nadie nos entendía”.
A punto de cumplir 70, decidió exhumar sus papeles personales e integrarlos a textos periodísticos más o menos urgentes que van desde revistas insospechadas –como Tiempo divino, que difundía las enseñanzas del Gurú MahaRaj Ji– hasta arrimar el bochín de la incorrección en tiempos de ardorosa confrontación política (“uf, la grieta...”), ayer nomás, el semestre pasado, bajo el formato urgente del comment de Facebook. También sumó diarios de viaje, cartas a su madre o a Spinetta, reflexiones extemporáneas, canciones y poemas, fotos, facsímiles y una selección de sus notas en el Expreso Imaginario, la Canta Rock, Uno Mismo, La Mano y más. Yo no estoy aquí: Rock, periodismo, ecología y otros naufragios (1966-2016), publicado por la proteica editorial independiente Gourmet Musical, es un testimonio del revés de una trama donde la universalidad de los conflictos se funde en la miseria local, donde todo aparece conectado de alguna u otra forma. Con una clarividencia singular, Pipo Lernoud escaneó procesos culturales y políticos de ciudades como San Francisco, Nueva York, Londres, París y los bajó al barro nacional. Ejerció así una inspirada variante conceptual de la traducción, ampliando la ventana abierta por Miguel Grinberg desde la revista Eco Contemporáneo. Entonces la Guerra de Vietnam, pero también el golpe de Onganía; Bob Dylan, pero también Moris y después Yupanqui; William Burroughs y Macedonio Fernández.
Se despliega así un Pipo Lernoud para armar: un puzzle complejo, de mil piezas, trabajosamente resuelto en Yo no estoy aquí. La fragmentación de su obra de ramos generales es un I Ching que da respuestas, que muestra caminos, que trata de zanjar contradicciones. No hay especulación: etapa por etapa, Lernoud pone su verdad sobre la mesa. Al final las piezas encajan. Se puede tomar al Lernoud pionero del rock argentino: el autor de letras fundacionales como las de “Diana divaga” o “La princesa dorada”, el poeta, el de La Cueva y La Perla, el de las pensiones bohemias, el que traducía las letras de Dylan para que las entendiera un chico de Caseros que pedía que lo llamaran Ramsés VII, el pintoresco líder que salía en los noticieros desde Plaza Francia para contar qué significaba ser hippie, el estratega que repartía fotocopias con líneas de acción que podían llegar hasta las narices del Jefe de Policía de turno, el que arrastraba a Tanguito o a Miguel Abuelo a experiencias de autoabastecimiento rural. Se puede tomar al Lernoud viajero, que subió a un buque en 1969 con el dinero de “Ayer nomás” –cara B de “La balsa”– para repartirse por Europa, vagar por Cadaqués, sentarse sobre una montaña del mejor hasch del mundo en Ketama y, cuando el nomadismo fue hambre, tocar torpemente canciones de Manal por unos francos en las calles de París. El Lernoud místico, que encontró en el Gurú MahaRaj Ji la salida a la adicción de lo que él llama “las drogas equivocadas”. El Lernoud periodista del éxito alternativo del Expreso Imaginario, y también el del éxito comercial de Canta Rock. El vicepresidente de la Federación Internacional de Movimientos de Agricultura Orgánica y el francotirador matinal de las redes sociales. El anti burgués gentilhombre.
“Estoy sorprendido”, dice. “Yo estaba seguro de que no iba a vivir más allá de los 50 años. Miraba el año 2000 y decía: no llego. No pensé que la vejez iba a ser placentera. Te duelen los huesos, es lo único malo. Si me encontrara con el Pipo de 20 creo que podríamos estar de acuerdo en muchas cosas. También siento que ya está, ya hice demasiado. Aspiro pasar los últimos días con mi mujer sentado frente a una ventana que dé a un paisaje verde. No soy nostálgico, yo quería publicar apenas un rejunte de notas y entrevistas, algo así como el costado periodístico del compilado de poemas que saqué hace algunos años que se llamó Sin tiempo, sin memoria. Pero el periodista Martín Graziano me convenció de que tenía que incluir cartas, apuntes, diarios, fragmentos de novelas inconclusas. Tomó como modelo un libro que sacó el uruguayo Martín Buscaglia sobre su padre, Horacio. Con él organizamos todo. Fue un laburo intenso. Ya está”.
En su diario de abril de 1965 se lee: “Mi lucha es la de un joven que, habiéndose convertido en eterno gracias a la soledad, intenta volver a su época”. En el de julio de 1966, puro coloquialismo cortazariano: “Cuando Manolo y yo nos volvimos marxistas, Carlos se marxistó. Ahora, que yo fui a los beatniks y Manolo sigue en Marx, su lucha es entre Marx y lo beatnik. Si es coincidencia, fenómeno. Si es dependencia, malo, malo. Decírselo”. Más adelante se observa un minucioso TEG hippie para lo que bautizó la Semana de los artistas furiosos: “Conseguir abogados, médicos, químicos y tener un servicio organizado de teléfonos para los encanutados o enfermos. Una vez averiguados los cargos contra Tango, ir al jefe de policía o a Onganía con dos o tres músicos y muchas firmas y gente en sit-in en la puerta”. Y convocatorias a una variopinta comunidad artística –de Claudio Gabis a Marta Minujín– y citas de Jerry Rubin, ideólogo de los yippies, como: “Lo que rompe la apatía y la complacencia son las confrontaciones y la acción, la creación de nuevas situaciones que los esquemas mentales previos no pueden explicar, polarizaciones que definen a la gente dentro de nuevas, rápidas situaciones”.
Conjetura Lernoud: “Yo creo que si hubiera nacido un par de años antes hubiera estado en la lucha armada. Tuvo que ver tal vez que al no terminar el secundario no pude entrar a la universidad, y que me choqué con otra gente, la gente adecuada para mí sensibilidad. Ese Manolo del que hablaba en el diario es Manolo Bellini, el padre de la actriz Victoria Onetto, un queridísimo amigo militante que fue asesinado. Yo leía Política Obrera, todas esas publicaciones. Pero me pudo más Rimbaud, Henry Miller, Krishnamurti. A mí me interesaría tener hoy un debate con intelectuales sobre aquellos años, pero parece que no puede ser. Me consideran apenas ‘un rockero’. Y bueno. Yo sinceramente les recomendaría que prueben un viaje de ayahuasca”.
¿Por qué?
–Porque la ayahuasca, la mezcalina, el ácido pueden llegar a romper el corralito del personaje que uno se construye. Macedonio Fernández ya hablaba del yo construido. Ese tipo de drogas te hacen ver el mundo desde un lugar sensorial, profundo. Cambia la mirada. A pesar de que tenga quince canciones y dos millones de poemas, está bien que me consideren un rockero. No soy un poeta serio. No me tomo en serio. Simplemente escribo y me gusta decir poemas con Flopa o con Pablo Dacal.
“Yo no estoy aquí se puede leer –escribe Alfredo Rosso en el prólogo– en el orden en que están dispuestas las páginas, pero para mí funciona todavía mejor si uno lo abre al azar en cualquier página y se mete de lleno en el tema que obsesiona a Pipo en ese lugar y en ese momento. Puede ser la televisión, la manipulación del rock por los medios de difusión, una teoría sobre Kart Cobain o una onda a la Madre Africa como origen de todo. Pipo no escribe con medias tintas. Se apasiona y se compromete y te arrastra con él”. Si bien muchas de las obsesiones de Lernoud de las que habla Rosso conservan una apabullante vigencia –de la huertita orgánica del Expreso a la conciencia global actual de los venenos que la industria alimenticia contrabandea en cada producto, por citar solo un ejemplo–, Yo no estoy aquí se suma a un nuevo retro que convive con el auge de los libros de rock. Luego de que la década del 70 fuera rastrillada hasta el hartazgo por investigaciones que pusieron el foco en la violencia política, ahora la lupa toma distancia para cubrir un campo más amplio de la época. Ediciones y reediciones de libros de Juan Carlos Kreimer, Donvi Vitale, Miguel Grinberg, Enrique Raab y tantos otros, indagaciones sobre revistas como Pelo y el Expreso Imaginario y antologías de notas del diario La Opinión, entre otras, son parte de un fenómeno sostenido que vuelve a marcar una tercera posición que, en tiempos de desazón política, se deja pintar por un barniz inoxidable, impoluto. El Indio Solari opinó de su generación: “Nosotros no queríamos tomar el poder, nosotros queríamos cambiar nuestras vidas”. Ese tipo de sentencias setentistas suena ahora como la música más maravillosa. Pipo Lernoud asiente con la cabeza, muestra su Smartphone con fotos de su estadía reciente en un monasterio zen de monjes vietnamitas ubicado en las afueras de París, mira con esos ojos que parece que lo vieron todo y pregunta: “¿Leíste el texto del libro que se titula Mi héroe es el budista punk? Mirá”. Se pone lentamente los lentes, señala con el dedo y lee: “Mi héroe budista es punk porque no hay futuro. Lo único que hay es ahora. No me van a vender más sueños consumistas, utopías comunistas, paraísos monoteístas. No hay futuro. Hay un agujero negro”. Y avanza: “Somos todos diferentes. Ya lo definió Javier Martínez: ‘Somos todos iguales en que somos diferentes. Lo demás es ropa’”.
Sigue mostrando fotos. Del libro y de su celular. Con su mujer, María Calzada, corista del primer disco de los Redonditos de Ricota. En el campo de joven. En el campo de viejo. A los seis años con un caballo en la localidad de Alberdi. Con Miguel Abuelo. Con Alejandro Medina y Moris. Arando la tierra. En Arembepe, estado de Bahía, arreglando el techo de una choza con hojas de palmera. En el Taj Mahl. En la cancha de Excursionistas durante el Festival Pan Caliente. Con su madre, omnipresente. En un ashram de Bilbao con el mahatma Adharanand Ji. Con sus cuatro hijas, hoy diseminadas por el planeta: Chloe, Sol, Florencia y Julia.
¿Cómo sos como padre?
–Un desastre total. Hace poco fui a visitar a una de las chicas y cuando leyó el nombre del libro se cagaba de la risa. Me dijo: “Así que Yo no estoy aquí... Lindo título. Te refleja: ¡nunca estás aquí!”.
La sonrisa lo vuelve a delatar. Pipo, la serpiente, sabe que deja una huella sinuosa. Como el gusanito de Jorge de la Vega, la marca es su camino y también el dibujo de su propio ser. Pero no hay soberbia, ni altanería. Sus maneras campechanas lo salvan de la solemnidad y de quedar congelado en el rol de oráculo o en mera leyenda del rock nacional. Cierta ética se impone a cualquier consideración valorativa de su militancia en la cultura alternativa. Cada vez que puede se sacude el bronce, como si fuera polvo. Cuenta detalles de sus disparos por Facebook apenas se despierta, bien temprano. Del océano helado que lo separó de su padre, un odontólogo prestigioso y ausente. De su aversión a la cocaína. Habla de su lugar en el mundo, una cabaña en el medio de la nada en la Patagonia. Acaricia el lomo de Yo no estoy aquí y de pronto cruza su rostro de duende sin tiempo y sin memoria, por primera vez en la charla, una ráfaga de melancolía. Como un chicotazo. Es un instante, el que demora en decir: “Siento que con este libro estoy cerrando el boliche”.
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