Dom 02.10.2016
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FAN > UN DIRECTOR DE TEATRO ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: MAXIMILIANO DE LA PUENTE Y EUROPA DE LARS VON TRIER

NO LO SOÑÉ

› Por Maximiliano de la Puente

Corría el año 1993. Tenía dieciocho años. Apenas había salido del colegio secundario y me sentía completamente desorientado. No sabía qué hacer de mi vida. Atravesaba, aún lo recuerdo, una sensación de orfandad y de desamparo tan enorme y desoladora como pocas veces me había ocurrido antes y me ocurriría en el futuro. Me sentía literalmente perdido, sin rumbo, sin certezas de ningún tipo. Estaba cursando por inercia el CBC en la Universidad de Buenos Aires, para una carrera que abandonaría al año siguiente: Relaciones del Trabajo. No podía saber en ese momento que en agosto de ese mismo año, me inscribiría en el taller de actuación que Miguel Pittier dictaba en el Centro Cultural Rojas, y que eso haría que mis pasos se modificaran indeleblemente, provocando una revolución en mi cuerpo y en mi cabeza que continúa hasta la fecha. Porque por más que muchas veces traté de abandonar el teatro en los años subsiguientes, siempre terminaría de una o de otra manera regresando a una actividad que aún hoy se me antoja ridícula, inútil e innecesaria.

Fue mi encuentro con Europa, quizás la película más maravillosa de Lars Von Trier o el “danés loco”, lo que me hizo desear estudiar actuación, una de las decisiones más impulsivas, oscuras en cuanto a sus motivaciones e intuitivas de mi vida. Llegué a Europa de casualidad, como ocurre con los grandes acontecimientos con los que nos topamos en nuestras vidas, al trajinar las librerías de la calle Corrientes y encontrarme con su afiche en la puerta del legendario cine Lorca (que por suerte todavía sigue entre nosotros, porque ya me han sacado varios cines en mi vida y no creo poder soportar más cierres, como el del Cineplex Lavalle, por no hablar del Gran Cine Cuyo o el National Palace de mi Boedo natal, en donde vi por ejemplo, El imperio contraataca, Volver al futuro II y Héroes, entre otros grandes éxitos de mi infancia).

Cómo explicarlo, cómo narrar las sensaciones que me embargan, de a miles por segundo, ahora que intento evocar aquel “viaje hipnótico al infierno postbélico de la Segunda Guerra Mundial”, tal como la define uno de los sitios de Internet (lanocheamericana.net) al que me dirijo para obtener la fecha de estreno de la película (27 de junio de 1991 en Alemania, dos años después acá), un dato duro que me confirme que todo aquello no es algo que soñé, o que todavía no estoy gagá del todo, preso como estoy ya de las tecnologías de la comunicación que me hacen confundir realidad material, aumentada y virtual. La definición no puede ser más justa y precisa, pues es justamente “hipnótico” el viaje que nos propone ese eterno provocador que es Von Trier. Recuerdo como contemplaba extasiado en una pantalla que me parecía gigantesca, las imágenes de un blanco y negro contrastado y furioso, como pocas veces había visto en mi vida. Recuerdo esos incesantes viajes nocturnos en tren en los que se encontraba embarcado el protagonista, en una Alemania de posguerra amoral, devastada y desolada tras la hecatombe nazi. Recuerdo sentir esa pregnante sensación de que todo estaba permitido, que la lucha por la encarnizada, acérrima y más básica supervivencia, en la que estaban inmersos los personajes, traspasaba la pantalla y me quemaba la piel. Sentía que todo aquello me hablaba personal y literalmente (a partir de esa hipnótica y terrorífica voz en off de Max Von Sydow, que se regeneraba una y otra vez incesantemente en mi cabeza, mucho tiempo después de que la película hubiera terminado), porque en ese entonces yo era, como ya mencioné, un nene de apenas dieciocho años que recién había sido eyectado de la burbuja del secundario, que se veía de pronto obligado a saber qué carajo quería hacer con su vida en un mundo crecientemente neoliberal, individualista, estúpido y totalmente egocéntrico.

“La muerte, la culpabilidad, el suicidio, el colaboracionismo, el terrorismo, el espionaje, la lealtad o la traición”, dice el sitio web consultado, son los temas predominantes de una película de la que argumentalmente apenas si recuerdo algo. Sólo perduran en mí algunas imágenes, sensaciones, atmósferas, temperamentos y circunstancias (auto)biográficas. Porque después de todo, qué es lo que permanece de una película sino sólo imágenes sueltas, fragmentarias, dispersas, aisladas, pero nunca argumentos. Por eso no tiene sentido cuando alguien te dice, “no me cuentes el final de la película”, como si el final fuera realmente algo importante, que hay que ocultar y esconder. Como si hubiera, de hecho, algún tipo de final. Como si nuestras vidas no fueran películas permanentes, y cada uno de nosotros no estuviera encerrado todos los días en su propio cine mental.

Pero lo que más recuerdo de todo, al salir del cine aquella tarde/noche de martes o miércoles, es el miedo. Recuerdo fuertemente esa intensa sensación de miedo, casi físicamente animal. La terrible, aplastante, pero a la vez subyugante sensación de miedo. Miedo a equivocarme, a fracasar, a no saber qué hacer ni qué elegir para mi vida. Miedo a pensar que ya era un adulto y tenía que valérmelas por mí mismo, sin guía ni instrucciones de uso, sin soluciones externas ni garantías de ningún tipo. El miedo por haber reconocido, sencillamente, que todo estaba en mis manos, que tenía (y aún tengo) un largo camino por recorrer. Que el mundo es una lotería, que todo está en juego y que nadie jamás sabe lo que va a pasar, ni lo que nos espera a la vuelta de la esquina. En el próximo cine. En la siguiente película que estrene este genial danés demoníaco.

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