Dom 23.10.2016
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LAS CHICAS

NI PAZ NI AMOR

Es el libro más impactante que apareció en los Estados Unidos este año y que ahora acaba de llegar a la Argentina. Fenómeno editorial y, al mismo tiempo, llamada urgente a revisar cómo y por qué se acabaron los sueños de los años sesenta, Las chicas es una novela casi histórica sobre los crímenes del clan Manson. Su autora, Emma Cline, una escritora de 27 años, recrea a partir de la vida de un personaje de ficción pero rodeado de otros inequívocamente inspirados en protagonistas verdaderos, los crímenes que cometieron las chicas Manson en California en 1969 (el más célebre fue el de Sharon Tate). El libro no se enfoca en su líder Charles Manson sino en las adolescentes que lo seguían, logrando una inquietante novela de iniciación que marca el fin de la era del hippismo, de la paz, el amor y las canciones de Los Beatles y el inicio de una turbulenta mezcla de oscura new age y misteriosa violencia.

› Por Mariana Enriquez

Evie tiene 14 años y se asfixia en el delicioso pueblo de Petaluma, Sonoma, en California. Nada particularmente oscuro la persigue: es la incomodidad de su piel, la incomprensión de sus deseos, la vergüenza que le dan sus padres recién separados, el sopor del verano de 1969 en el que ella es demasiado joven para ser hippie y es demasiado tarde para ser hippie también, la década se termina, el sueño es un espejo roto. Su vida es cómoda y privilegiada: tuvo una abuela famosa, una estrella de Hollywood ya casi olvidada pero que les heredó, a ella y a su madre, un dinero que les permite vivir sin trabajar en una casa preciosa. Su padre se fue con su secretaria, pero el abandono lo sufre más la madre, que en su desorientación y duelo va de las dietas macrobióticas a los baños de sal en tanques de privación sensorial, de los masajes a los tés de corteza aromática. Son los primeros años de lo que difusamente se llamará new age pero Evie no siente ninguna atracción por la vida sana, solo desprecio hacia su madre desorientada y enojo con su padre que vive en Palo Alto con una chica joven y bonita. Evie está a punto de ser enviada a una escuela pupila para chicas. Mientras espera, languidece en casa de su mejor amiga, Connie. También persigue a Peter, el atractivo y fumón hermano mayor de Connie: se le mete en la cama, lo espera cuando llega por la noche, siente la humedad de su sexo en la espalda, llora porque sabe que él está enamorado de otra.

Evie, hasta acá una adolescente normal, es la protagonista de Las chicas (The Girls), la novela que acaba de publicar en castellano Anagrama y que, en su debut en inglés en mayo de este año llegó a todas las listas de best-sellers; el manuscrito fue codiciado por doce editoriales que pujaron hasta que ganó la pulseada Penguin con una oferta de dos millones de dólares para la autora, Emma Cline, que ahora tiene 27 años. Lo que impresionó a los que pelearon por la novela no fue ese retrato de adolescencia tediosa. Fue el contexto de esa adolescencia. Sucede que Evie, en sus paseos por el pueblo, ve de lejos a unas chicas de pelo largo en el parque, chicas con anillos que brillan al sol. “Parecían deslizarse por encima de todo lo que sucedía a su alrededor, trágicas y distantes”. Tienen algo provocador, además. Especialmente una de ellas, mayor que Evie: “La chica del pelo negro y su séquito; sus risas eran un reproche a mi soledad. Esperaba algo sin saber qué. Y entonces sucedió. Muy rápido pero aún así lo vi: la chica del pelo negro se bajó el escote del vestido un segundo y dejó al descubierto el pezón rojo de su pecho desnudo”. No son exactamente chicas lindas: tienen algo sucio, silvestre; son vagabundas. Se visten, escribe Cline “con improvisada dejadez, como si acabasen de rescatarlas del fondo de un lago. Jugaban con una línea muy frágil, belleza y fealdad al mismo tiempo”. Las chicas rescatan comida desechada por los supermercados y se la llevan: ellas mismas huelen un poco a verdura podrida. También roban en negocios del barrio y salen corriendo, las melenas al viento. Recorren las calles ensoñadas de Petaluma en un micro escolar pintado de negro. Viven en un rancho abandonado que alguna vez fue un set de filmación de westerns (“un orfanato para niños zaparrastrosos”). La comunidad de la que son parte tiene un líder, Russell, músico frustrado y recolector de chicas y chicos desgraciados, manipulador, ambicioso, él mismo perdido, amante de todas.

Se trata, y por eso enloquecieron las editoriales, de una novela de iniciación inspirada por la familia Manson que en el verano de 1969 llevaría a cabo matanzas históricas e increíblemente brutales que borraron de un zarpazo los ‘60 y el sueño hippie; que llenaron de sangre y violencia ese mundo que, ahora sí, parecía imposible de cambiar.

SOÑANDO CALIFORNIA

Las chicas es (casi) una novela histórica: muchos nombres han sido cambiados, los crímenes no son idénticos, Evie es un personaje de ficción. Pero las chicas silvestres son las de la familia Manson. Russell es Charlie. El rancho es Spahn Ranch, donde vivió de verdad el clan en 1969, el año bisagra (“Era el final de los sesenta y eso era lo que parecía: un verano sin forma ni fin”, escribe Cline). Mitch, un músico que le promete a Charlie un contrato –en la novela, cuando se frustra, se desata la violencia– es Dennis Wilson o quizá Terry Melcher o una mezcla de los dos: Wilson era uno de los Beach Boys que se fascinó con Charlie y las chicas, incluso vivieron todos juntos; Melcher era el productor de The Byrds que casi firma contrato con Charlie, el dueño de la casa en 10050 Cielo Drive que en 1969 tenían alquilada Roman Polanski y Sharon Tate. California es el estado de la opulencia y la frustración, un laboratorio del futuro, del consumo espiritual y las buenas vibraciones pero justo por debajo, como la permanente amenaza de terremotos por la falla de San Andrés, están estas chicas. En la novela Russell/Manson es un personaje periférico, una nota al pie, un lugar común. A Emma Cline le interesa la hermandad tóxica de las adolescentes, ese estado feroz de las chicas sin miedo y sin ataduras, rabiosas, un poco locas. Las chicas tiene muchísimas cosas notables en su extraordinario retrato de adolescencia que escala del descontento al crimen: uno de los mejores, al menos en una novela muy popular, desde Las vírgenes suicidas de Jeffrey Eugenides y Foxfire de Joyce Carol Oates. Pero quizá lo más inteligente es que todo el poder está del lado de estas chicas inseguras, solitarias y tristes. O en todo caso, si hay manipulación es bienvenida, una prueba que cumplen con gusto. Las chicas se dan la mano con el peligro. Lo buscan. Las hace bailar alrededor del fuego. Hay violencia en ellas. No es sólo el ácido y las anfetaminas. Les gusta jugar y destruir. Como a las hermanas Lisbon les gusta morir (¿no decía Sylvia Plath que morir es un arte y ello lo hacía extraordinariamente bien?) y a las pandilleras de Foxfire les gusta humillar y violentar aunque lo hagan en nombre de la hermandad y la autodefensa de género. En Las chicas Evie se sube al micro negro y es recibida en el rancho. Pero no le interesa Russell: quiere ser parte de esa comunidad de mujeres jóvenes que viven de desechos, que paren a sus hijos y cuando están crecidos los dejan deambular por ahí sucios y desnutridos, adolescentes que duermen en colchones finos y comen pan duro, que cada noche viajan en ácido y tienen sexo (mucho y muy intenso, entre todos y con invitados) y se marean en una espiral de autodestrucción que no pueden (¿no quieren?) detener. Evie se define: “Fui un objetivo entusiasta, ansioso por entregarse”. Hay algo que Emma Cline captura y que es casi políticamente incorrecto de expresar en estos tiempos: ser adolescente es peligroso. Y mucho de ese peligro es buscado con locura, con inconsciencia, con frenesí.

Las chicas está narrada en dos planos. El de 1969, de Evie adolescente. Y el actual, de Evie mujer, Evie ex integrante del culto asesino, una mujer de mediana edad que tiene empatía con otros adolescentes, que no ha conseguido un buen trabajo, que flota un poco sobre las cosas como si aquella experiencia incompleta –por motivos que es mejor no revelar, ella no va detenida, no es atrapada, su nombre es desconocido por la justicia– la hubiese dejado partida por la mitad. Para colmo ve rastros de su década perdida por todas partes, como un espectro que flota sobre California, el recuerdo de aquellas chicas que encarnaban el sueño hippie pero incubaban el desencanto y la crueldad: “El regusto de los sesenta flotaba por todas partes en esa zona de California. Jirones de banderas de plegaria colgando de los robles, caravanas aparcadas eternamente en los campos sin neumáticos. Hombres mayores con camisas estampadas. Los fantasmas sesenteros habituales”. Las chicas es una novela de iniciación pero la inocencia parece perdida desde antes del comienzo y el pasaje al mundo adulto está obliterado: las chicas son el sueño imposible de la paz y el amor. Es una novela hermosa y amarga anclada en el viraje del punto de vista, ese ignorar al gurú y centrarse en las adolescentes hechizadas, repulsivas y deliciosas. Esas chicas que sonreían como santas en éxtasis cuando iban a juicio. Tenían algo de Juana de Arco, algo místico y terrible, como el conocimiento que, dicen los ocultistas, se obtiene gracias al contacto con el Mal. Gritaban en la corte. Se reían en la cara de los familiares de las víctimas. Cantaban canciones de Manson, músico frustrado (¿el móvil tras sus crímenes?). Se raparon y se tatuaron una X en la frente. Gozaban. Era tenebroso.

Emma Cline, ahora, es apenas mayor que ellas. Dice que las chicas Manson son parte de la mitología de California, su tierra natal, de su historia; pero también, especialmente en Estados Unidos, son un misterio sin resolver. Cline tampoco lo resuelve. ¿Quién puede ser tan arrogante de intentar darle una explicación a la exaltación criminal de estas chicas convertidas en símbolo de que los tiempos sí habían cambiado, no necesariamente para bien? Cline usa el misterio de las chicas para hablar de otro enigma, el de vivir la vertiginosa impunidad de la juventud, lo desesperante de la necesidad de pertenencia a esa edad llena de futuro y paradójicamente sin esperanza.

LA CHICA DE LAS CHICAS

SUSAN ATKINS, INSPIRACIÓN DE SUZANNE, UNA DE LAS PROTAGONISTAS DE LAS CHICAS.

A veces, un debut literario bestial y exitoso que consigue ser noticia incluso antes de la publicación puede ser una especie privilegiada de problema. Emma Cline, con sus dos millones de dólares y un contrato por dos libros más (una colección de cuentos y una novela) parece tranquila con su lánguido cabello rubio y sus ojos de electricidad azul, pero por algo no está presente en redes sociales. No tiene Twitter ni Instagram, apenas una seca página de autor y una fanpage de Facebook que publicita sus charlas y lecturas. La respuesta de la crítica a Las chicas, que ya fue comprada para su adaptación a cine por Scott Rudin (el productor de Red social, Zoolander, The Truman Show) fueron en general favorables (o muy favorables) pero hubo algunas notables excepciones: en The New York Times consiguió dos reseñas, una de Dylan Landis que lamenta la escasa presencia de Manson porque “hubiese servido para explorar mejor la oscuridad” y otra de Dwight Garner que dice “tiene un gran comienzo, lástima lo que sigue”. La de James Wood en The New Yorker es insólitamente técnica: critica el estilo metonímico afirmando que la acumulación de detalles es un obstáculo para la comprensión de los hechos. Afirma: “Parece un Joyce ordenado, una versión del fluir de la conciencia, pero en realidad es una especie de Flaubert roto”. La reseña tiene muchas objeciones pero se las arregla para acercar a Cline a dos escritores monumentales. Es cierto, el estilo de Cline es fragmentado y visual; tiene algo sensual y algo distraído. Por supuesto mientras la crítica se debate sobre el grado de genialidad del debut, Las chicas se posiciona como la novela del año, en un año en que las chicas y sus miradas y lo que se dice de ellas y de sus cuerpos es absolutamente relevante.

Emma Cline suele contar que cuando pasaba con el auto frente a la prisión donde está detenido Manson (Corcoran), se quedaba impresionada. “Él es una presencia en California”, dice. “Nunca lo sentí como algo del pasado”. Con una de sus hermanas solían leer Helter Skelter, el best seller de no ficción de Vincent Bugliosi, fiscal del caso, y así pasaba las tardes. Ella, además, leía a Stephen King. (King twitteó sobre Emma Cline: la novela le encantó). También consiguió felicitaciones y codiciados blurbs de Richard Ford y Lena Dunham: el gran narrador americano y la chica hispter neoyorquina. El arco completo.

Cline parece calma en medio de su fama repentina pero prefiere no dar notas en su casa (vive en Brooklyn) y dice que elige la soledad de la escritura y que intenta hacer sólo lo justo y necesario para promoción (lo cierto es que no la necesita). Escribió esta novela en un galponcito de la casa de un amigo: había trabajado en el manuscrito cuando estudiaba escritura creativa en Columbia. La escritura también supuso dos años de estudio cuya fuente principal fueron los foros de internet donde suelen postear ex integrantes de cultos. No le interesa específicamente Manson, dice. “Russell es un personaje patético. Los hombres en el libro no son importantes incluso cuando hacen funcionar la trama. Me gustaba la idea de que el personaje del líder del culto fuese periférico. La novela se trata de las relaciones entre las chicas, su intensidad, cómo cambian, cómo pasan del amor romántico al miedo, al olvido, de vuelta a la intensidad”. En una entrevista con The New York Times dijo que además quería explorar actos violentos cometidos por mujeres. “No me gustaba que siempre quedaran relegadas, orbitando alrededor de Manson. Las quería protagonistas”. En Las chicas tampoco les da importancia a dos de los hombres principales del clan Manson: Bobby Beausoleil, aspirante a actor y asesino y sobre todo Tex Watson, el principal ejecutor en los asesinatos ordenados por Charlie. Hay otro hombre del clan, Paul Watkins, que tiene una hija escritora: Claire Vaye Watkins nació en 1984, mucho después de la Familia, pero en su libro de cuentos Batlleborn, de 2014, uno de los relatos tiene como protagonista a una niña nacida en Spahn Ranch (mucha gente cree que es ella, pero no es así). Es estremecedor el destino de esos chicos perdidos.

Emma Cline, como Evie, creció en Sonoma y sus padres son dueños de viñedos. Tiene siete hermanos pero cinco son chicas y dice que su casa era una especie de “vivero de femineidad. Por eso me gusta escribir sobre comunas, me resulta fácil hablar de las dinámicas de grupo”. En su adolescencia se mudó a Hollywood: quería actuar, participó de comerciales y en alguna película. No le fue bien o se decepcionó. Fue a una escuela de pocos alumnos y métodos de enseñanza experimentales. “Había clases de yoga” le contó a Vogue, con un poco de pudor. (Cline, en su crianza de origen es una hija de aquella vieja California; las chicas Manson podrían ser sus abuelas). Después de estudiar arte y trabajar para un millonario a quien le conseguía “compañía interesante” para cenar (lo sentó con un experto en lenguaje de delfines, por ejemplo) llegó a Columbia y al poco tiempo uno de sus cuentos apareció en The Paris Review. En 2014 ese relato, “Marion”, ganó el premio de ficción de la revista. Ya tenía casi listo el manuscrito de Las chicas cuando Bill Clegg, escritor y agente, decidió representarla.

Ahora mismo, dice, no sabe bien qué hacer con la atención. “Escribí un libro literario y nunca me imaginé que tendría un público tan enorme. Pero también me doy cuenta de que tengo que proteger el hecho de que trabajé mucho por este libro y preservarme de alguna manera.” Es fan de Mary Gaitskill, John Banville, Joy Williams, Ottessa Moshfegh (autora de Eileen, una novela asombrosa con otra adolescente enfurruñada, insatisfecha, cercana a criminales). Cline no habla de la próxima novela que debe entregar por contrato. Dice que seguramente tendrá adolescentes. “Pero es contemporánea”, afirma. “Ya me cansé de los 60”.

SPAHN RANCH, EL ESTUDIO SEMIABANDONADO QUE SOLÍA USARSE COMO ESCENOGRAFÍA DE WESTERNS DONDE VIVÍA EL CLAN MANSON EL VERANO DE LOS CRÍMENES.

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