Domingo, 23 de octubre de 2016 | Hoy
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Llamada a convertirse en la nueva Juego de tronos, Westworld, la nueva apuesta fuerte de HBO, plantea un parque temático donde los humanos de las clases acomodadas pueden vivir una vacaciones de fantasía. Remake del viejo clásico de Michael Crichton, y dirigida por la dupla Jonathan Nolan y Lisa Joy, la serie retoma los viejos tópicos morales de la ciencia ficción y la robopsicología de Isaac Asimov para lanzar preguntas acerca de las redes sociales y todos esos aparatos llamados nuevas tecnologías que, para bien y para mal, están modificando el modo en que habitamos el presente.
Por Fernando Krapp
Hacia el final del segundo capítulo de Westworld, Maeve Millay, madama de un prostíbulo, interpretada por Thandie Newton, despierta de una pesadilla y descubre que unos tipos, vestidos con guardapolvos, la está operando. En su abdomen hay sangre, sí, pero muy pocos tendones; salen de su interior cables que hacen cortocircuitos. Aterrada por no estar donde debería estar (¿no era todo esto un bar en el viejo oeste norteamericano?), se escapa de los “médicos” enarbolando un pequeño escalpelo a modo de defensa. Desnuda, corre como puede por extensos pasillos de un lugar extraño, oficinas futuristas si es que el futuro tecnológico existió para la mente de un viejo colono de 1880. Hacia el final del pasillo hay una caja de vidrio. Adentro, unos hombres manguerean unos cuerpos apilados con expresiones pausadas de maniquíes como una imagen trucada del Holocausto. Alguien le toca la oreja, y su cuerpo se desvanece. Los dos médicos, o ingenieros en sistemas, la alzan y la llevan nuevamente a la camilla.
Maeve Millay descubre lo que los espectadores ya sabemos desde el primer momento: Westworld es un parque temático para las clases acomodadas de una sociedad invisible. Allí, no solo se puede respirar el viejo oeste norteamericano, o mejor dicho, sus estereotipos televisivos, sino, más importante y razón por la cual es famoso en el mundo (y en su precio) se pueden concretar las fantasías masculinas: tener sexo con quien se quiera y matar a otra persona sin ser juzgado por la Ley o por la conciencia. En su maqueta de sueños programada para los “visitantes”, sus diálogos guionados por un departamento llamado “Narrativa” y las leyes morales aplicadas en algún lugar de sus CPUs cerebrales, los androides despiertan cada día como si el día anterior no hubiera tenido lugar, como si los asesinatos o las aberraciones que los humanos hacen con ellos día a día no fuese más que una pesadilla, un día de la marmota continuo en donde despiertan frescos, fortalecidos y esperanzados para que un nuevo visitante pueda hacer con ellos lo que le venga en gana.
Co-realizada por Jonathan Nolan, debutante en dirección y veterano escritor de retorcidos dramones comerciales, hermano y colaborador de siempre de Christopher (Batman regresa), y por Lisa Joy, Westworld es una remake del viejo clásico setentoso, dirigido también por un escritor devenido director de cine, Michael Crichton, e interpretada por James Brolin (padre de Josh) y el ruso Yul Brynner. La serie tiene un peso extra; producida por J. J. Abrams y la cadena HBO, arrastra el estigma y el peso de convertirse, para los ejecutivos, en el nuevo Juego de tronos. Después de dos fiascos notorios (en términos de números) llamados Vinyl y True Detective 2, la presión psicológica que el canal ejerció sobre el matrimonio Nolan-Joy circuló por las redes sociales. Los rumores fueron varios: a mitad de rodaje, Nolan llamó a sus guionistas a reescritura, cambió decorados, y modificó algunos puntos clave del relato. Sin embargo, al tener presente sus otras películas como guionista (El origen, El gran truco, ambas dirigidas por su hermano), no es descabellado pensar que su método de trabajo tenga algo que ver con eso: repensar, modificar, enroscar, volver a narrar. Y si consideramos el amplio abanico de personajes y de historias que Westworld abre en su primer capítulo, con un ritmo cercano a un trailer, bueno, era de esperar algo de nerviosismo por parte de sus hacedores.
Ahora, la serie va por su cuarto capítulo. Las respuestas de los espectadores y los críticos han sido variadas, como suele suceder. No está llamada a ser un éxito desbordante, y tampoco va a tomar el trono de su predecesora, como sus ejecutivos esperaban. No se sabe si tendrá una segunda temporada, todo depende de si hay focus groups, estrategias de marketing, etc. En todo caso, a los efectos de nuestras ambiciones como espectadores, podemos dejarnos llevar por el placer de mirar un objeto audiovisual bien hecho, con sus fallas de guión, claro, pero con ese retrogusto nostálgico y azucarado de volver a ver referencias como Blade Runner, The Truman Show, Gattaca... o incluso la propia Westworld, una bizarrada de película de 1973 que se anticipó varios años a Terminator y Robocop.
Repasemos la original: corrían los años 70. Michael Crichton era un médico que había publicado algunos libros y se habían convertido rápidamente en best-sellers. Su primera incursión en la escritura fue un libro de no ficción sobre historias de hospital. Fue un éxito y hasta tuvo que pasar por la justicia al poner nombres y apellidos reales. La carrera literaria de Crichton como el nuevo Arthur Conan Doyle despuntaba, pero él quería hacer –viejo vicio de la época– películas. No quería hacer una película de ciencia ficción, pero al parecer, era lo que mejor le salía, y también era la marca de agua de la época: 2001: Odisea del espacio había abierto ese portal difícil de franquear. Consiguió un productor y preparó una vieja idea que tenía sobre un parque temático llamado Delos en una época donde los estereotipos del western estaban clavados en cada televisor de cada casa de cada americano medio. Por aquella época, desde la década de los 50, el western como género tenía más de treinta programas en el prime time. Maverick, Bonanza, Wyatt Earp, Bronco, Marshall; miles de americanos consumían sus enlatados de hombres rudos que salvaban a sus familias de amenazas externas. Ya no se trataba de aventureros solitarios, o buscadores de oro o forajidos (como en las películas de John Ford, Anthony Mann, etc). El western televisivo ponía a la familia entera en pantalla, en igualdad de condiciones dramáticas sin cambiar los estereotipos puritanos ni las fantasías masculinas, y cubría de esa manera varios rangos de la audiencia (sobre todo en los chicos).
Crichton le dio una vuelta, cruzó los géneros. ¿Qué pasaría si el espectador, ese empleado medio (abogado divorciado, en este caso), tuviera la posibilidad de vivir una aventura (unas vacaciones) en un decorado así? ¿Y si tuviera la chance de matar y hasta acostarse con mujeres en ese limbo de fantasía del mismo modo que sus héroes televisivos? La idea gustó, se filmó con un presupuesto muy bajo, y si bien tuvo un modesto éxito, multiplicando el número por diez en taquilla, fue confinada a convertirse en clásico de culto. Hubo dos spin off: una secuela llamada Futureworld de 1976 (podemos imaginar su argumento) y una serie en los 80. Después de su experiencia, Crichton no se alejó del negocio audiovisual, dirigió algunas películas más (todos clásicos del cine shampoo) y años después reflotaría la idea del parque temático pero con dinosaurios en Jurassic Park. Westworld es hoy considerada pionera no solo por su argumento (“estas máquinas están hechas también por máquinas, en el fondo, no sabemos bien cómo funcionan” les dice el creador a sus ayudantes, ¿por qué todo suena demasiado Matrix siempre?), sino en el efecto de pixelar la imagen desde la subjetiva del robot. Antes que Depredador y su sensor para determinar calores corporales, estuvo Michael Crichton.
El giro de Nolan-Joy no es previsible tanto como necesario. Casi cuarenta años después, las máquinas o androides de Westworld, en esta versión HBO, esconden, en su fuero eléctrico interno, sentimientos. Tampoco es algo que la ciencia ficción literaria no haya atravesado ni explorado en su larga y abundante tradición: el monstruo le recrimina al Dr. Frankenstein haberlo hecho tan feo y diferente, y ahí está el idiota que piensa como una computadora en Más que humano de Theodore Sturgeon. Pero la referencia ineludible para la versión Nolan-Joy de Westworld modelo 2016, no es otra que Isaac Asimov (Nolan estaba trabajando en una adaptación televisiva de la saga Fundación antes de encarar este proyecto) y las eternas leyes de la robótica diseñada por la Susan Calvin, la experta en robopsicología de su clásico Yo, Robot. Por más que entiendan que hay algo malo en su realidad de juguete, los androides están ahí para satisfacer fantasías humanas. Los androides no pueden dispararle a un ser humano, tampoco puede contradecir sus deseos sexuales. Los androides, como aquellos robot parlamentarios de Asimov, no dejan de ser simples muñecos al servicio del divertimento doméstico.
En un entrevista para la revista Esquire, Nolan planteó el problema de representar con tanto descaro la violencia sexual y la violencia a secas. Es decir, poner en imágenes las fantasías masculinas de una sociedad que desde 1973 parece ser la misma. “Creo que si la violencia sexual explícita que hay en el show molesta a los espectadores y los hace pensar, y empatizan con las máquinas, entonces los haremos formar parte de la discusión en la que queremos que participen. Hay tantos videojuegos en donde la violencia y la violencia sexual es algo en donde solo se juega. Y acá también, en Westworld, porque se piensa en ellos como ‘los otros’ que están para tu propio divertimento, y que son parte de un juego. Ahora, si lo llevamos más al límite y hacemos que los ‘anfitriones’ sean más parecidos a los humanos, surge la pregunta: ¿En donde empieza la inmoralidad, son o no son criaturas humanas con quienes podemos saciar nuestras pulsiones?”
En el centro del mundo del oeste, está Dolores, interpretado por Evan Rachel Wood (A los 13, True Blood, Mildred Pierce). La típica chica rubia del oeste, que cuida de su padre y de su madre, y espera cada día la llegada de su héroe. Dolores siente que hay una falla en su mundo y cuando esa falla entra en corto es enviada a la sala de operaciones donde dos ingenieros, Bernard Lowe (Jeffrey Wright) y el simbólico Dr. Ford (Anthony Hopkins) la someten a preguntas cercanas a una sesión de terapia psicoanalítica, como en las largas sesiones de Susan Calvin y sus robot con problemas morales en la mencionada novela de Asimov. Mientras los visitantes llegan y los robots mueren y renacen, hay un hombre misterioso, vestido de negro, interpretado por Ed Harris, que parece ser un visitante del parque anclado en esa realidad ficticia, obstinado en resolver el problema de la realidad como si se tratara de un videojuego. Las redes sociales no tardaron en especular con respecto a este personaje y a varios aspectos de la Corporación que maneja el parque: ¿están en la Tierra? ¿Son parte de un juego superior? ¿Hay una vida real detrás de Westworld?
Para todas estas preguntas, la dupla Nolan-Joy responde con el logline del show: “¿Te cuestionaste alguna vez la naturaleza de tu realidad?” Una idea que, otra vez, la ciencia ficción se cansó de transitar (el nombre de Phillip K. Dick es una contraseña para pensar la “realidad”). Pero Nolan busca defender la serie y aplica la frase a nuestra vida social. Si la ciencia ficción literaria, en su época de oro especulaba sobre las contradicciones de la ciencia después del Holocausto y potencialidad apocalíptica, Nolan (y tantos otros) dicen que la ciencia ficción es lo que nos toca vivir ahora: los avances tecnológicos superan a la ficción y construyen realidad a tal punto que han moldeado nuestro vida doméstica y nuestras formas de socializar. “Es un mundo emocionante y deshumanizante el que estamos viviendo día a día. ¿Cómo podemos retener un poco de civilidad y humanidad entre tanta locura? ¿Cómo podemos tener algo de humano en un mundo que se está volviendo cada vez más confuso en términos de interacciones sociales? Pudimos llevar adelante todo tipo de innovaciones tecnológicas y rápidamente nos adaptamos a ellas. Pero todavía no tenemos esos atributos humanos fundamentales para poder vivir en el mundo que hemos creado. Y esa es una de las razones por las cuales las nuevas tecnologías y las redes sociales deberían ser algo maravilloso y no lo son del todo. Porque estamos todos rotos por dentro.”
Westworld se puede ver los domingos a las 23 por HBO, HBO2 y Cinemax.
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