MUESTRAS
Una muestra de la National Portrait Gallery de Londres pasa revista a cuatro siglos de retratos de criados. De los enanos y bufones medievales a los sirvientes exóticos del siglo XIX, de los siervos de ficción a los mayordomos socialmente peligrosos, Below Stairs hace foco en un gremio tan británico como el té de las cinco, que a fines del siglo XVIII representaba una octava parte de los londinenses y en 1931 –ya mayoritariamente femenino– sumaba la friolera de un millón y medio de cofias.
No fue fácil vender
la idea: Philip Henry Stanhope la presentó por primera vez a la Cámara
de los Comunes en 1846. Volvió a intentarlo en 1852, cuando ya había
conseguido asiento en la Cámara de los Lores; e insistió en el
asunto en 1856 y ahí le hicieron caso: el 4 de marzo de ese año
pronunció un encendido discurso acerca de la impostergable necesidad
de crear una galería de retratos originales que abarque a la mayor
cantidad de las personas con más honores en la historia británica,
ya sean guerreros, estadistas, artistas, escritores o científicos.
Tres meses después del debate, la reina Victoria puso la firma y se destinaron
2000 libras para el proyecto que, desde entonces, y hasta hoy, privilegia las
hazañas del retratado antes que los logros del retratista.
El primero en franquear sus puertas para quedarse fue el retrato del supuesto
William Shakespeare firmado, supuestamente en 1610, por el supuesto John Taylor.
Y desde entonces no han dejado de entrar vidas y rostros, siempre obedeciendo
las mismas reglas: hay que llevar muerto diez años (tiempo promedio en
el que, dicen, se consigue un esqueleto sin facción alguna), a menos
que la voluntad del soberano reinante y su consorte determinen lo contrario.
En 1969 se relajó un poco el modus operandi y atendiendo a méritos
extraordinarios se autorizó la inclusión de uno que otro
vivo, este o aquel cadáver fresco. Leo esto y me pregunto si habrá
aquí en un rincón mal iluminado o en una posición
privilegiada algún retrato de Lady Di. Me prometo averiguarlo,
pero enseguida, azotado por el torbellino de rostros mucho más nobles
y trascendentes, me olvido y lo dejo para otro día, otro viaje, otra
vida.
IMPERIO
Durante sus primeros trece años, la National Portrait Gallery aporta
un retrato movido: se la pasó cambiando de lugar y dirección a
medida que el número de visitantes y residentes público
y próceres crecía y exigía habitaciones más
amplias. Primero estuvo en Westminster, donde se inauguró el 15 de enero
de 1859; de ahí fue al edificio de la Royal Horticultural Society, en
South Kensington (donde se salvó de un incendio); más tarde al
Bethnal Green Museum (mala idea: condensación en los techos abovedados,
goteras, musgo en los rostros, como si el óleo fuera ahora piel muerta);
y finalmente, desde el 4 de abril de 1896 (a seis peniques la entrada), se quedó
para siempre en Trafalgar Square, en uno de los flancos de la National Gallery,
donde St. Martins Place se convierte en Charing Cross Ross, frente a la
americanizada y colonial iglesia de St. Martin-in-the-Fields. Pero a partir
de allí la National Portrait Gallery no ha dejado de crecer: la gente
sigue haciéndose famosa y posando y muriéndose.
Y lo cierto es que, para mí, Trafalgar Square es el sitio perfecto para
guardar y exhibir a todos estos inmortales: es el lugar más londinense
de Londres, tan ideal para una novela de Graham Greene como para una película
free cinema. Nelson lo contempla todo desde las alturas de su columna: aquí
sigue latiendo el eco de Imperio que alguna vez fue y que ya no será,
pero que la National Portrait Gallery se empeña en conservar con los
cuidados que merece toda especie en extinción. Aquí adentro partes
de una colección de 10 mil retratos que abarcan desde el siglo XIV hasta
ahora mismo, y en la que, más allá de los preceptos e intenciones
de Stanhope, se cuela más de un villano inglés y universal
están Henry VIII (el cuadro más antiguo, pintado por alguien cuyo
nombre se perdió); Sir James Guthrie (el cuadro más alto: casi
cuatro metros); los generales de la Primera Guerra Mundial (reunidos para posar
frente a John Singer Sargent y preservados en los más de cinco metros
del cuadro más ancho); el rostro de la Duquesa de Orléans (del
tamaño de una uña de pulgar); los cincuenta retratos de la cada
vez más sufrida e insufrible Elizabeth II; y all together now,
muy en plan Sgt. Peppers, y recién ahora me doycuenta de que no
me fijé si estaban los Beatles las cuatrocientas cabecitas (320
de las cuales son perfectamente identificables) en La Cámara de los Comunes
de Sir George Hayter. Y, claro, todos esos cuadros que uno nunca se ha cansado
de ver en contratapas y portadas de libros: Sterne, Boswell, Byron, Shelley
y Señora, Dickens, Stevenson, James (inglés por elección
y adopción), Chesterton, Woolf, Lawrence, Huxley... todos mirándote
fijo y, seguro, preguntándose, atrapados en el ámbar de la gloria,
por qué será que tanta gente los mira día tras día
y algunos, incluso, cuando los vigilantes se distraen, los tocan como si fueran
santos o tal vez, mejor, milagros.
SERVIDUMBRE HUMANA
Y ahora la National Portrait Gallery ya no se mueve pero sigue sufriendo transformaciones,
alteraciones en los rasgos de su rostro, decisivas cirugías plásticas.
La más contundente tuvo lugar en mayo del 2000, cuando se duplicó
el espacio para los cuadros, se abrieron nuevas galerías, salas de conferencias
y la inevitable y tentadora gift-shop (que, se sabe, es la pieza y el ambiente
clave de la nueva museología mundial) y el exquisito The Portrait Restaurant
en el último piso, con una de las mejores vistas de Londres. Ahora, en
una de las salas, están los finalistas del prestigioso Schweppes Photographic
Portrait Prize 2003, en otra se exhibe la serie Heroes and Villains del caricaturista
Gerald Scarfe (el que hizo los dibujos para The Wall de Pink Floyd y termina
justo donde empieza Ralph Steadman), y en la planta baja, casi sepultada por
tanto laurel y medalla y leyenda, lo que más me interesa a mí.
Una de esas grandes ideas a la hora de montar una exposición, una de
esas muestras-concepto tan de moda en los últimos tiempos y que, supongo,
son el arma secreta y posmo que los museos usan para enfrentar ese estigma de
luxe otra vez, la gift-shop que les ha salido a un costado, obligándolos
a adquirir hábitos más de shopping center que de palacio de la
cultura.
Sí, hubo un tiempo en que fue hermoso y los mayordomos de los aristócratas
no vendían cartas comprometedoras a los periódicos más
amarillos. Eso es lo que celebra y descubre la muestra Below Stairs: 400 Years
of Servants Portraits: una caminata transportando bandeja a lo largo de
cuatro siglos de pasillos, cocinas, sótanos, altillos, pasadizos secretos
y demasiados ¿Llamaba usted?. Un cambio de roles casi perverso,
muy culposo, en el que ahora es uno el que espía a los sirvientes ingleses
por el ojo de la cerradura de sus vidas hechas retrato. No están aquí
la psicótica ama de llaves de Rebecca, ni el cómplice Alfred importado
para Batman; tampoco, por supuesto, el criollo Gutiérrez, padecedor sin
consuelo del niño Oaky. No: los que forman fila aquí para que
les pasemos revista son los verdaderos protagonistas de las salas de máquinas
de la Historia, los héroes anónimos, los cocineros legendarios
o los mensajeros inmortalizados por sus amos como premio para agradecerles
una lealtad de años, para inmortalizar algún aspecto decididamente
excéntrico del espécimen o para reflejar las bondades de su doncella
en comparación con las del squire de la finca de al lado o como
castigo secreto, porque retratarlos era otra forma de mantenerlos prisioneros,
en caja, en marco, colgados a la vista de todos. Y, claro, está de más
aclararlo: los retratos de los sirvientes era realizados por los sirvientes
de los pintores, por aprendices o artistas de segunda fila; por lo que no hay
en la muestra demasiadas obras maestras, pero sí abunda ese raro orgullo
en una mirada, esa belleza pura y no contaminada por tanta mezcla incestuosa
de sangres azules y esas historia de modelos, tanto más apasionantes,
muchas veces, que las de sus bien almidonados dueños. De algunos se ha
perdido hasta el nombre; otros quedaron más que claramente identificados
en las historias de las casas que barrieron. Y hasta hay sitio para unaaristócrata
freak que solía vestirse de mucama y entrar en las casas de sus amigas
por la puerta de servicio.
Organizada en ocho módulos, Below Stairs bucea en los rincones menos
expuestos de la Portrait National Gallery, desempolva cuadros jamás vistos
y hace foco en el gremio que alrededor de 1770 constituía una octava
parte de la población de Londres y en 1931 sumaba un millón y
medio de cofias (la mayoría eran mujeres). La primera parte, dedicada
al mundo medieval, abunda en bufones y enanos. El segundo recinto comenta con
cuadros el crack del 1700, cuando con el advenimiento de la figura del
mayordomo la grieta entre amos y sirvientes se hizo más profunda
y las casas comenzaron a dividirse en la parte de arriba y la parte de abajo
y el mundo de los empleados domésticos se dividió, también,
en un puñado de subespecies, configurando una suerte de minisociedad
con reglas propias que de algún modo instalaba en las tripas de las mansiones
una especie de política alternativa, de reino secreto siempre en pie
de guerra. El tercero y cuarto tramo del recorrido reúne los cuadros
que retratan a los sirvientes trabajando (ya no posando con la marcialidad con
la que, en ocasiones, parecían burlarse de sus empleadores y, más
de una vez, superarlos a la hora de parecer gentilhombres y gentilmujeres) o
a los criados top, esos que, tras varias generaciones de servicio, merecen el
raro privilegio de ser retratados junto a sus dueños, como si se fueran
purasangres.
El capítulo cinco rastrea a los sirvientes de ficción que descollaron
en teatros y libros ingleses del siglo XVIII. Aquí están los programas
y bocetos escenográficos para la obra High Life Below Stairs, escrita
por James Townley y estrenada en 1740 para aterrorizado regocijo de la clase
alta, que contemplaba cómo sus adoradores a sueldo se burlaban de ellos
sobre el escenario. Aquí están también las láminas
que James Highmore produjo para la edición ilustrada de Pamela de Samuel
Richardson, el best-seller de 1740, culpable sin perdón de haber abierto
las ventanas para airear ese lugar común de la mucamita perseguida por
su patrón que, luego de mucho sufrimiento, acaba casándose con
él para ser admirada y envidiada por la sociedad toda. La sexta estancia
muestra a sirvos y siervos posando para amos reconocidos como titanes del pencil.
No hay mucho: retratos y bosquejos de Charles Beale II y William Hogarth y George
Moreland y poco más porque, está claro, no había mucho
dinero en eso de ponerte a pintar gente que no sólo no tiene para pagarte
sino que, además, hay que pagarle. La séptima parte se tiñe
de exotismo y refleja el boom del criado exótico y colonial: africanos,
orientales, indios. Y todo cierra ya pueden retirarse con un último
apunte dedicado al criado como vehículo para la crítica social:
el Sam Weeller de The Pickwick Papers, las criadas indiscretas de Jane Austen,
los libros protagonizados por el formidable Jeeves, las caricaturas de Punch,
las máquinas domésticas absurdas de las ilustraciones de William
Heath Robinson y el crepúsculo de la raza bajo las bombas de la Segunda
Guerra Mundial, cuando los sirvientes se convierten en una especie en extinción,
cuidadosamente conservada y protegida en los más altos estratos pero
imposible de mantener para la clase media acomodada. De ahí, cabe suponerse,
el éxito de series de televisión como Upstairs, Downstairs: nostalgia
de tiempos mejores para algunos pocos que, ahora, se sienten cada vez más
esclavos en este nuevo paisaje de trabajos-basura y contratos part-time y free-lances
mal pagos. Y no: nadie te va a pintar en un cuadro.
A la salida de la sala, en el auditorio de la National Portrait Gallery, un
programa de conferencias eficientes los disecciona y un ciclo de películas
serviciales y paradigmáticas El sirviente, Los restos del día,
Gosford Park, Mary Reilly, El ídolo caído los muestra en
movimiento con mayor o menor destreza. Pero, claro, no es lo mismo: es tan fácil
actuar de mayordomo. Lo difícil es serlo. Tal vez por eso tal vez
por laenvidia inconsciente de sus patrones el mayordomo es siempre el
primer sospechoso a la hora del asesinato en la biblioteca inglesa. Reflejo
automático pero comprensible, porque si se lo piensa un poco
sólo un mayordomo perfecto puede ser capaz de un crimen perfecto.
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